Antieconomía y antipolítica

Antieconomía y antipolítica
Sobre la reformulación de la emancipación social
después del fin del "marxismo"

{primera parte}

El texto que sigue se publicó originalmente en el número 19 —año 1997— de la revista Krisis (Alemania), con el título de «Antiökonomie und Antipolitik. Zur Reformulierung der sozialen Emanzipation nach dem Ende des “Marxismus”», y está disponible en www.krisis.org La versión española se ha hecho a partir de la traducción portuguesa subida a la red en septiembre de 2002 [http://planeta.clix.pt.obeco]. Debido a su extensión, la hemos dividido en dos partes. Traducción castellana: Round Desk.

Robert Kurz

1. El politicismo y la cuestión de la forma embrionaria emancipatoria

La miseria de una crítica radical del sistema productor de mercancías, esto es, de un «modo de producción basado en el valor» (Marx), parece residir en el hecho de que es incapaz de representar una praxis histórica (no confundir con una pequeña actividad practicista cualquiera), de tomar una iniciativa, de encontrar una salida y de proclamarse la conciencia común y de las masas, permaneciendo, por ello, condenada a una existencia esotérica, recluida en los campos socialmente remotos de la reflexión puramente teórica o incluso de la especulación filosófica, y desvaneciéndose, al fin, en una curiosa existencia sectaria. Si y cómo es posible una socialización emancipatoria prescindiendo de las formas fetichistas de la mercancía y del dinero –esto sigue siendo un libro cerrado bajo siete llaves.

De ello no está exento de culpa el marxismo minoritario, que, hasta ahora, «de alguna manera», se comprendió a sí mismo como crítico del valor o difundió de forma más o menos vaga esa crítica del valor. De hecho, este tipo de crítica marxista al «fetichismo de la mercancía», que se remonta al joven Lukács de Historia y conciencia de clase, a la Teoría Crítica de Adorno y Horkheimer o también, en parte, a los situacionistas franceses en torno a Guy Débord, o bien rechazó, de modo consciente, una agudización y una concreción de la crítica del fetichismo en la economía política moderna, o bien dejó entrever, en su rumbo práctico, rasgos existencialistas –cuando no se transformó (como en Lukács) en una vergonzante apología del sistema productor de mercancías del socialismo real. El nuevo comunismo de izquierda, a su vez, con sus ingredientes en parte maoístas, en parte oriundos del «obrerismo» italiano, jamás superó, en la mejor de las hipótesis, una crítica platónica de las «relaciones dinero-mercancía», desprovisto como estaba de una crítica fundada en términos filosóficos y antieconómicos, y quedó preso de nociones bastante toscas, reducidas, en la práctica, a un enmascaramiento hedonista de la antigua ideología del movimiento obrero.

Estas corrientes periféricas del marxismo hoy histórico, que llegaron incluso a dominar y a amalgamarse de forma cambiante en el período de reformulación de la Nueva Izquierda, tienen una cosa en común (como ya fue discutido innumerables veces en la revista Krisis): se niegan terminantemente a reconocer la fórmula lógica negatio est determinatio, o sea, callan, como una tumba, respecto a la superación concreta de la determinación fetichista –e impuesta por el valor– de la forma de reproducción capitalista. Tal ignorancia, que es sobre todo teórica, se alimenta del hecho de que la cuestión de la superación está disociada, por un lado, en una simple negación («por medio de ésta, declaramos y suscribimos que estamos contra el capitalismo-imperialismo y queremos derribarlo») y, por otro, en una praxis pragmática de la «sociedad liberada» absolutamente vacía de contenido, que deberá ser puesta en marcha sólo después del capitalismo (después de la «caída» del poder capitalista).

Cuando la cuestión del poder esté resuelta, entonces se podrá fácilmente, y por así decir, según el modelo de la frase publicitaria («y entonces todo funciona por sí mismo»), regular, en beneficio de todos, las fuerzas productivas desatadas por el capitalismo. Los dos fósiles del radicalismo de izquierda y del ex fundamentalismo verde en Alemania Occidental, Rainer Trampert y Thomas Ebermann, pueden incluso, durante las ceremonias, empeñarse en vano en redactar el programa para ello en quince minutos, pero éste no es precisamente el problema frente al capitalismo que reina sin oposición.

Así no se puede pensar un movimiento efectivo de superación. Entre capitalismo y no- capitalismo no se halla sólo la cuestión del poder o de la «fuerza disponible». La superación de la reproducción bajo la forma de la mercancía no es un asunto más o menos técnico y organizativo después de la «expropiación» (política y jurídica) de los capitalistas, sino la superación de todas las relaciones y formas de conciencia sociales estructuradas por el valor o por la «escisión-valor» entre los sexos (Roswitha Scholz). Y eso no sucede fácilmente y sin resistencias (ya que tanto las conciencias de las masas como la conciencia teórica fueron condicionadas, en un proceso secular, por la forma de la mercancía) y tampoco como una conmutación de polos poscapitalista. Más bien, el movimiento de crítica radical y de emancipación social a partir del credo capitalista sólo es susceptible de ser pensado a través de un determinado proyecto de «cambio voluntario» concebible, puesto que de lo contrario serían imposibles la negación y la mediación social. Y ese proyecto no puede permanecer en modo alguno bajo la forma de una indeterminación moral o metafórica hasta un«día X» cualquiera, sin entrar en la estructura teórica con definiciones concretas.

Esto es tanto más válido cuanto que la reproducción poscapitalista no debe caer por debajo del nivel de socialización capitalista, sino que, antes bien, tiene que superarla. Desde tal perspectiva, es totalmente imposible separar la negación y la superación positiva. Si las potencialidades que el propio capitalismo originó aparecen y actúan sólo en el aspecto destructivo bajo la forma capitalista, es preciso indicar de qué manera dichas potencialidades, una vez superadas, actuarán de manera distinta y serán reguladas por instituciones de comunicación social directa, más allá de la socialización burguesa dentro de los parámetros de la forma de la mercancía. Éste es el supuesto para que un movimiento de superación pueda tomar su curso.

De ello también forma parte todo lo que, en la economía burguesa, se manifiesta como un problema de «distribución de recursos». ¿Cómo deberá ser el aspecto concreto de la cooperación de millones de personas en la división funcional de su reproducción, desde el flujo de recursos de la metalurgia hasta el de la minería, cuando todo eso ya no pueda ser administrado por la «mano invisible» de la forma del valor fetichista? Estos problemas de la llamada planificación no se resuelven en absoluto en quince minutos por eminencias comoTrampert o Ebermann.

Aunque, en líneas generales, la cuestión de la planificación sea reformulada y resuelta en términos teóricos y analíticos más allá de las formas de la mercancía y del dinero, a fin de poder poner en práctica experiencias poscapitalistas, siempre surge, al mismo tiempo, el problema de la transición, del movimiento práctico de transformación, de la famosa «aproximación» a una reproducción cuya matriz no sea la forma de la mercancía, antes de que ella sea capaz de desarrollarse en su propio terreno. ¿Por dónde y cómo empezar, en el interior de la forma de socialización capitalista existente y que reina sobre toda reproducción, con el propósito de encontrar en ella, por así decir, una brecha interior y librarse de ella, dar el primer paso, señalar un inicio formulable a la emancipación social?

El mainstream del antiguo marxismo del movimiento obrero soslayó simplemente este problema y lo sustituyó por otro: por una orientación politicista y estatal volcada a la «cuestión del poder» (véase el artículo «Crisis y liberación. La liberación en el seno de la crisis. Una divagación pospolítica», de Ernest Lohoff, en Krisis, nº 18). En otras palabras, no se organizó de forma anticapitalista en lo referente a la reproducción y a la vida cotidiana, sino sólo políticamente, como «expresión de la voluntad» histórica y abstracta, sin una base reproductiva en la realidad, o sea, como «partido político» (y, de forma paralela, luchó sindicalmente por reivindicaciones inmanentes al sistema). Se subordinó todo al objetivo de la toma política del poder, para luego, a través de intervenciones estatales –y en consecuencia, «desde arriba»–, intentar de cierta manera «invertir» la reproducción capitalista de acuerdo con los patrones socialistas de la economía planificada. El poder político aparece aquí como el punto de Arquímedes, y un aparato estatal alternativo («Estado-trabajador»), como la palanca central de la inversión.

No es por azar que, con ello, desaparezca completamente el problema de una reproducción ya no ligada al valor y de la correspondiente «aproximación». La lucha por reivindicaciones inmanentes al sistema, que por definición no abandona la forma relacional burguesa, es tomada como «aproximación» a la cuestión política del poder y, por tanto, inmanente también al sistema (como «introducción» a ella). Esto es plenamente coherente, ya que la cuestión del poder como positiva, como cuestión de la implantación de una fuerza estatal alternativa, permanece igualmente restringida a la esfera (política) de la socialización burguesa.

El valor, de esta manera, no es aclarado, sino convertido en objeto neutro, ontológico. Medios y fines, reforma y revolución, lucha sindical por la distribución y programa político sólo pueden ser encerrados en una unidad porque, como «lucha por el agua del té y por el poder del Estado» (Bertolt Brecht), se mantienen incondicionalmente confinados en la forma burguesa de reproducción de las relaciones mercantiles y monetarias. La crítica del valor en el contexto aún no superado del marxismo del movimiento obrero –crítica ésta que abdicó de su concreción– tuvo que nadar forzosamente, de forma directa o indirecta, en esas aguas politicistas y, justamente por eso, permaneció esotérica y no mediada como crítica del valor.

De hecho, la conducta del antiguo marxismo en uno y otro caso, sea esotéricamente crítica del valor y tímidamente politicista o abiertamente estatal y ontologizante del valor, es esencialmente la misma en cuanto a su «impropiedad», o sea que el anticapitalismo no aparece (incluso en lo que atañe sólo a sus posibilidades teóricamente elaboradas) como una forma de existencia y de reproducción socioeconómica formulable (representable en germen) más allá del capitalismo, la cual lucha por su derecho a la existencia y se afirma ante la forma dominante de socialización, sino como simple movilización indirecta de la negación abstracta, que no es, en sí misma, contraria a la forma de la mercancía, toda vez que se halla dirigida a un objetivo abstracto superficial, un supuesto punto trascendente de transformación.

La emancipación social sigue siendo así una simple promesa para un futuro imaginario. Primero, sería necesario atravesar el valle de lágrimas político, antes de avistar la tierra prometida del «socialismo» y ocuparla en la práctica. En verdad, este fue el programa de la reforma social, inmanente a la forma de la mercancía, en las metrópolis y en la «modernización tardía» de la periferia capitalista; entretanto, estas dos formaciones fueron en buena parte destruidas. La idea de una inversión políticamente centrada –y, por eso, abstracta– en el cielo político, en vez de sobre la Tierra socioeconómica, era idéntica al confinamiento en la forma del fetiche del modo de socialización burgués.

El problema que se manifiesta aquí es el de la «forma embrionaria». El materialismo histórico demostró y reconoció analíticamente que la socialización capitalista y burguesa bajo la forma-mercancía surgió como forma embrionaria en el seno de la sociedad feudal. Ella no comenzó con la revolución política (como, por ejemplo, la francesa), sino mucho antes, para luego, poco a poco, después de un largo desarrollo, hacerse valer como fuerza autoconsciente con vistas a la cuestión política del poder. Las formas embrionarias socioeconómicas del capitalismo se desarrollaron mientras persistía, durante mucho tiempo, el poder feudal «paralelo y superior». Cuando en las revoluciones burguesas «el envoltorio feudal fue roto», la sociabilidad burguesa bajo la forma de la mercancía se encontraba prácticamente presente: no sólo indirectamente, como forma política y negadora, sino de modo directo y positivo, como forma real de producción socioeconómica. El movimiento político no precedió a la nueva forma de reproducción como expresión de una voluntad abstracta y simbólica; al contrario, fue su consecuencia secundaria, su necesaria forma fenoménica.

Es de gran importancia no perder de vista esta circunstancia histórica, pues el materialismo histórico «hace agua», por decirlo así, tan pronto se trata de la definición de la llamada revolución socialista. Por un lado, se asimila ciegamente la forma burguesa del movimiento político, en todas sus manifestaciones (desde el concepto de revolución hasta el de partido político), lo que indica el carácter del antiguo marxismo como simple transición secundaria de la Ilustración burguesa y de la socialización por la forma de la mercancía. Por otro lado, tal impulso, precisamente por eso, no puede apoyarse en una forma de reproducción no-burguesa y no-mercantil ya existente. La mentira palmaria del marxismo del movimiento obrero se revela en esta carencia de una forma embrionaria realmente existente. La forma en sí misma burguesa de la acción política no podía corresponder a una forma de existencia social no-burguesa y no-mercantil.

De la necesidad se hizo virtud, del carácter burgués de la inmovilidad política se hizo un carácter peculiar de la transformación política. Supuestamente, la característica específica que debía distinguir la revolución socialista de la burguesa era el no poder tener una forma embrionaria real. Los potenciales a ser transformados del desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, gracias a su carácter «total» en el conjunto de la sociedad, no debían ser presentados y movilizados según el criterio de una forma embrionaria social y comunicativa más allá de la socialización por el valor, sino de acuerdo con el criterio de la organización directamente social. O sea, «todo o nada», total inmediatez de la forma del valor dominante, sin ningún movimiento socioeconómico intermedio. En vez de eso, solamente el movimiento político –y, por tanto, ligado positivamente al Estado– de una contradicción inherente a la relación del capital, que por su propia esencia tenía que mantenerse interior al campo de las categorías capitalistas (valor, mercancía, dinero, capital, salario, Estado, democracia). En términos prácticos, y con respecto a la definición del objetivo, de esto resultó una visión burocrática que sólo podía ganar plausibilidad en el contexto del fetichismo estatal socialdemócrata y «comunista» –en la idea socialista respetuosa del «buen» Estado, del «Estado obrero», o, para formularlo de modo polémico, del «Tercer Reich» escatológico de las «hormigas azules», bajo el signo de las fuerzas productivas a escala gigantesca.

Esta idea, en muchos aspectos más inclinada al socialismo de cátedra de Lassalle que a Marx (aunque los propios Marx y Engels no estaban totalmente libres de ella), ahogó con la vigorosa colaboración del aparato sindical y partidario socialista –cuya tipología representaba, generalmente, un cuarto de horrores de la uniformidad ferroviaria del proletariado, de la mentalidad paso-de-ganso prusiana, y sobre todo de una credulidad en el Estado y en la autoridad de los «ejércitos del trabajo»– todos los ensayos de una reproducción «antieconómica» autónoma contra las coerciones del totalitario sistema productor de mercancías. Todo lo que correspondiese a esto, por más inmadura que fuese su forma, aparecía como competencia a la estrategia de la «toma del poder» y al principio «de arriba» de la economía planificada total del Estado-hormiga (cuyos fundamentos eran la forma de la mercancía).

Sería injusto, desde luego, emitir unilateralmente este veredicto sobre los aparatos sindical y político del movimiento obrero, por grande que haya sido su responsabilidad en oscurecer y aplastar el comienzo débil, inseguro y poco maduro de la «forma embrionaria». De hecho, el antiguo movimiento de las cooperativas a partir del siglo XIX, así como los llamados movimientos alternativos de la Nueva Izquierda desde finales de los años 70, hicieron surgir como del breviario marxista todo lo que en ellos fuera siempre censurado por los politicastros y fetichistas de la planificación estatal: pequeñoburguesismo masivo y mentalidad mezquina, abandono de toda perspectiva del conjunto social, atraso y autoexplotación tecnológicos, embrutecimiento de la vida en el campo y, por fin, regreso al seno de la sociedad burguesa como quiebra o «profesionalización» capitalista.

Lo que quedó, en el caso de las cooperativas más antiguas del movimiento obrero, fueron empresas dentro de la estricta norma capitalista, como la Co-op o la Neue Heimat que como es sabido cayeron en el ridículo, debido a su peculiar susceptibilidad a los escándalos de corrupción. Lo restante del joven movimiento alternativo, a su vez, poseía fundamentalmente nichos en el mercado del capitalismo-casino con una producción artesanal de lujo para una jovial y honorable clientela, o con una gastronomía noble o etnográfica y con propiedades culturales (comerciales o dependientes del Estado). Se acumuló aquí un potencial de clase media y pequeño-burguesa de la especie más sórdida, que o bien suspira por los recursos keynesianos de la distribución, o bien desde hace mucho tiempo ya siente «orgullo» de su pequeña propiedad trabajada y adquirida «por sus propias manos» –especie ésta consagrada al masoquismo protestante del trabajo y situada, políticamente, entre la mafia del SPD [Partido Social-Demócrata alemán] y los realos/* del Partido Verde. De ella puede provenir, en una crisis duradera, un aflujo para el social-nacionalismo de la «derecha radical» o de la «izquierda». Aunque existan, en el resto del movimiento alternativo, personas que no renunciaron a su pretensión emancipatoria ni a su crítica radical de la sociedad, ya no encuentran en su propio medio un terreno social adecuado para ello.

Por tanto, no se puede tratar de desenterrar de nuevo, de forma incólume y no mediada, contra el socialismo de Estado fracasado y al fin de cuentas jamás emancipatorio, la idea del movimiento de cooperativas del siglo XIX o del movimiento alternativo de comienzos de la década del 80. Por el contrario, se trata de superar críticamente la falsa polaridad entre el politicismo económico-estatal y el socialismo pequeño-burgués del terroncillo de tierra. La cuestión es saber si tendrá éxito impulsar, desde el punto de vista teórico y práctico, la crítica radical del valor hasta la forma socioeconómica embrionaria de una transformación que encuentre una salida fuera de las estructuras fetichistas. Una problemática de este tipo está expuesta no sólo a dificultades teóricas y prácticas (sobre todo en una situación de calma del capitalismo de casino y de clara parálisis de los movimientos espontáneos), sino también al momento de indolencia del antiguo seudorradicalismo de izquierda y sus restos, que no dejan de farfullar para sí mismos.

De hecho, hasta hoy toda la crítica de los diversos radicalismos de izquierda al mainstream del antiguo movimiento obrero soslaya sistemáticamente el problema de la forma embrionaria de una socialización más allá de la producción de mercancías. Al igual que sus opositores, los partidarios del socialismo de Estado, los antiguos radicales de izquierda ignoran completamente la cuestión de la determinación básica de la forma, para así buscar refugio en un énfasis ilegítimo, burgués e ilustrado del sujeto «clase» o «lucha de clases», o, si no, para poner en práctica el politicismo revolucionario burgués de un jacobinismo presumido, en una forma particularmente marcial. El radicalismo de izquierda explícitamente antiestatal, de extracción anarquista (como también fue indicado ya innumerables veces en Krisis), se mantiene con tanta más razón prisionero de las formas no superadas de mediación del sistema productor de mercancías, esto es, en el otro polo de la subjetividad burguesa, puesto que la vertiente argumentativa vinculada a Proudhon se abre a formulaciones (tendencialmente antisemitas) de una crítica reducida al capital que rinde intereses.

Incluso las iniciativas de la Comuna de París de 1870 y de los anarquistas derrotados en la Guerra Civil española no legaron ninguna idea legítima de la reproducción no mercantil, aunque siempre quede como tarea reconstruir críticamente esa historia, a fin de armar mediante reflexión histórica un nuevo movimiento de emancipación que vaya más allá de la forma de la mercancía. Los menos aptos para ello son, evidentemente, los gestores «ortodoxos» del expolio de la Teoría Crítica, que desean permanecer en la situación de una parálisis que incapacita la mediación, con la finalidad de dejar el problema fluctuando en la reflexión esotérica y fustigar a todos los que quieran superarla.

2. El concepto de fuerzas productivas y la revolución microelectrónica

Si no nos dejamos confundir por los fantasmas del pasado, tenemos que hacer el intento de elaborar definiciones socioeconómicas de una forma embrionaria, más allá de la producción de mercancías, en el nivel del actual grado de socialización, sin caer en un tosco practicismo. No se trata en absoluto, por tanto, de indicaciones directas de acción (que sólo podrían ser desarrolladas, además, dentro del contexto de un movimiento social), sino de reflexiones teóricas y analíticas para concretar la crítica del valor. La cuestión de la forma embrionaria de una reproducción no mediada ya por las relaciones monetarias y mercantiles debe ser abordada de modo histórico, analítico y teórico.

Podemos partir de una célebre problemática marxista: la cuestión de las fuerzas productivas y su relación con las relaciones de producción. Sin embargo, no es necesario de ninguna manera aceptar una secuencia determinista de formaciones sociales «cada vez más progresivas», cuya coronación debe ser, por fin, el «socialismo». En cierto modo, se puede decir que las fuerzas productivas se desarrollan siempre, pues el espíritu humano no descansa jamás; sólo que ese desarrollo, como está claro, puede tomar rumbos completamente diferentes (y alejarse, por ejemplo, de la propia producción en el tosco sentido económico o material, cuando comprendemos la reproducción social y sus «fuerzas» en un sentido abarcador y, en consecuencia, también cultural). El rumbo del proceso de desarrollo se decide en confrontaciones sociales. Sobre esto, se puede decir que, en la baja Edad Media, después de la peste, no estaba absolutamente decidido o incluso determinado que «llegara el turno» del capitalismo. En esa época, aún eran posibles rumbos de desarrollo por completo distintos, que no necesariamente conducirían al capitalismo (ni, con toda certeza, a la emancipación directa de las formas de relación fetichista). Ésta es una cuestión que valdría la pena investigar, pues puede proveer un medio de contraste al rígido determinismo histórico del antiguo marxismo. Con otro rumbo y otra forma de desarrollo, la propia cuestión de la emancipación social sería formulada, obviamente, en términos diferentes.

Pero después de que el capitalismo, con su forma específica de desarrollo de las fuerzas productivas, se impusiera a mediados del siglo XIX, la cuestión de la emancipación social y de la superación de una sociabilidad ciega e inconsciente sólo puede ser formulada en la forma de una superación del fetichismo específicamente capitalista y de su modo de socialización. Como por otro lado, sin embargo, las formas de producción y conciencia fetichistas instaladas por la mercancía capitalista fueron predominantes en su larga historia de afirmación y determinaron el propio pensamiento de la crítica social (el marxismo del movimiento obrero da patente testimonio de ello), esa formulación de la emancipación tuvo que permanecer oculta, en un primer momento, en el seno de la historia y sufrir un largo período de incubación. Para toda una época sólo se puede investigar el desajuste histórico en el interior de la envoltura del moderno sistema productor de mercancías, o sea que la cuestión de la emancipación se puede plantear únicamente en un sentido reducido e inmanente a la formación –sentido éste que vio la luz como la emancipación burguesa de la clase trabajadora en cuanto ciudadanía o reforma social, o, incluso, como la emancipación burguesa de una «modernización» tardía en sociedades consideradas como retrasadas históricas de la periferia capitalista.

Esta constelación, cuya herencia hoy nos oprime, no se debe de manera alguna a una predeterminación ontológica, sino que ella misma es el resultado de una historia originalmente abierta y controvertida. Pero después que el sistema productor de mercancías se impuso brutalmente y se convirtió en la forma universal de conciencia, sucedió lo que Marx dijera, en términos generales, del proceso social: una vez instalado históricamente un sistema, no se puede volver atrás: éste tiene que recorrer, por decirlo así, su ciclo vital, hasta que se agote y alcance sus límites internos. Tales límites son alcanzados cuando el desarrollo de las fuerzas productivas lleva a un punto en el cual éstas se vuelven incompatibles con las relaciones de producción. La envoltura petrificada de las formas sociales objetivadas se rompe entonces brutalmente con erupciones catastróficas, y puede ser atravesada para que se alcancen formas renovadas y superiores de sociabilidad, compatibles con las nuevas fuerzas productivas.

Ha de criticarse en este esquema del «materialismo histórico» el hecho de que generalice con precipitación, de forma suprahistórica, lo que probablemente sólo es válido para la historia específica del capitalismo. Como sin embargo seguimos dando vueltas dentro de ésta, no podemos simplemente descartar el esquema de Marx. De hecho, él no es en modo alguno «objetivista», como los propios críticos de izquierda siempre supusieron, sino que sólo cuenta con las efectivas objetivaciones del fetichismo, que al mismo tiempo son reconocidas como fundamentalmente superables. Si esa misma superación presenta aún un momento de condicionamiento histórico, éste es el momento necesario de un movimiento del capitalismo al no-capitalismo, del fetichismo al no-fetichismo. Una superación inmediata del condicionamiento sería una contradicción en sí. El marxismo del movimiento obrero permaneció dentro de los horizontes de la sociedad burguesa no porque haya reconocido el momento de condicionamiento, sino porque su avance fue incapaz de sobrepasar la forma fetichista del valor.

El esquema de Marx sobre el papel de las fuerzas productivas fue movilizado por el marxismo histórico sólo en relación con la historia interna del sistema productor de mercancías, pero no en lo que se refiere a la superación de ese propio sistema. En realidad, la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción sólo conduce a la crisis absoluta en el final de la historia sistémica de desarrollo y en el umbral de la superación. Pero desde el inicio ella fue también el motor interno del desarrollo capitalista, que llevó a crisis relativas («crisis de afirmación») y superó las formaciones históricas obsoletas del sistema productor de mercancías, sin llegar a tocar su propia forma básica. Sólo en esta versión «débil» el marxismo fue capaz de comprender el concepto de transformación de Marx, toda vez que estaba preso de la historia aún inconclusa del desarrollo de la modernidad. Por eso el socialismo tomó posesión del legado del liberalismo, así como este tomara posesión del legado del absolutismo. Reforma protestante o calvinista y centralización absolutista, Revolución Francesa o Americana, revolución rusa de octubre o movimientos nacionales y anticolonialistas de liberación forman una red única en la historia de afirmación de la socialización por la forma de la mercancía, en la cual todo momento de emancipación de la respectiva situación anterior representaba una nueva etapa de represión e interdicción.

El socialismo de Estado del Este y el nacionalismo libertador del Sur se encuentran hoy tan fundamentalmente desacreditados como paradigma de emancipación social que sólo idiotas históricos pueden aferrarse a los conceptos «débiles» de transformación procedentes de ellos. Si comprendemos el colapso de estos paradigmas, de acuerdo con su clasificación histórica, no como «victoria» del capitalismo occidental, sino como el inicio de una crisis absoluta del sistema productor de mercancías, en cuyo final se rompen todas las cadenas históricas evolutivas de la forma del valor, entonces entra en escena la versión «fuerte» del esquema de transformación de Marx. En el plano de las fuerzas productivas, es sin duda la microelectrónica, como tecnología universal de racionalización y de comunicación, la que conduce al umbral de un tipo de transformación ya no más inmanente al sistema. En la misma medida en que la revolución microelectrónica se vuelve la fuerza productiva de la crisis para el sistema productor de mercancías, también puede volverse una fuerza productiva de la emancipación social en relación a las formas fetichistas del valor.

Con esto ya se afirma una diferencia fundamental respecto a los movimientos alternativos de los años 70 y 80. Pues las antiguas nociones de una «forma de vida y producción diferente» estaban vinculadas en gran parte a una «crítica reaccionaria de las fuerzas productivas». La microelectrónica, los ordenadores y los potenciales de automatización en la producción industrial eran excomulgados. Esta crítica a las fuerzas productivas no podía ni quería vincular la cuestión de la emancipación social a la superación del «trabajo abstracto», sino, por el contrario, al retorno a un nivel histórico inferior. Con ello, el movimiento alternativo se mantuvo prisionero del sistema de los «empleos»: tomó el partido del «trabajo» (que debía ser perfeccionado de manera supuestamente alternativa y socialmente satisfactoria) contra las fuerzas productivas originadas por el capitalismo. De esta forma, se volvió compatible incluso con ideologías conservadoras y culturalmente pesimistas, que desde finales del siglo XVIII –en la figura, por ejemplo, del romanticismo literario, político y socioeconómico– intentaban hacer girar hacia atrás la rueda de la historia (aunque el romanticismo no se agote en este simple impulso). En la mayoría de los casos, algún estadio anterior de desarrollo dentro de la historia de afirmación del capitalismo era fantasmagóricamente transfigurado y transformado en una utopía «negra», reaccionaria. El movimiento alternativo no era idéntico al conservadurismo político y cultural, pero, en la medida en que quería resolver la cuestión de la emancipación social en términos retrógrados, contra las fuerzas productivas, se convirtió en la puerta de entrada de las ideas políticamente conservadoras en los «nuevos movimientos sociales». En el Partido Verde, lo que quedó del debate de principios de la década del 80 fue casi exclusivamente el flirt de la coalición política de un conciliábulo «conservador en lo que se refiere al valor» con el CDU [Unión Demócrata-Cristiana], el partido del gobierno.

En oposición a ello, se ha de retornar, en este punto, al movimiento radical de oposición propuesto por Marx, esto es, al sentido de la transformación «fuerte», a la toma de partido por las fuerzas productivas microelectrónicas contra las relaciones de producción del capital. Pero esto no puede ser una prolongación del antiguo marxismo y su fetichización de las fuerzas productivas –prolongación ésta irreflexiva y dotada de una simple crítica superficial del valor. Esto se aplica tanto al concepto de fuerzas productivas como a la cuestión de su relevancia en una forma embrionaria transformadora de las relaciones sociales no fundamentadas en la forma de la mercancía. Se ha de tratar, por tanto, de un retorno «superador» del concepto de transformación en Marx, no de una simple repetición.

Es precisamente este problema el que la mayoría de los representantes de lo que quedó de la Teoría Crítica y del marxismo «ortodoxo» no quieren ni pueden comprender. Se consideran capaces de rebatir la crítica de la fuerza productiva por parte del movimiento alternativo con una simple repetición de los fundamentos marxistas sobre la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Así, ignoran un momento decisivo, que constituyó siempre el punto débil del marxismo: el hecho de que la crítica a la ciencia natural, a la técnica y al industrialismo no es únicamente reaccionaria e irracional, sino que también –y no sin razón– advierte sobre el carácter destructivo y represivo del desarrollo capitalista de las fuerzas productivas (cfr. el artículo «Weltgesellschaft ohne Geld» [Sociedad mundial sin dinero], de Norbert Trenkle, en Krisis, nº 18). El marxismo quería absolver de la represión al aspecto científico y tecnológico de la modernización y hacer de ella, la represión, un producto exclusivo de la propiedad y del lucro capitalistas (a los que sólo podía concebir, igualmente, de una forma sociológicamente reducida). Ciencia natural, técnica e industria debían ser asimiladas al «socialismo», sin ninguna modificación.

Sin embargo, esto corresponde a la versión «débil» de una simple transformación de la historia interna, en la cual cabe involuntariamente al marxismo /socialismo –como en el caso de su primo keynesiano aún más débil, en una determinada época– la tarea de representar a las fuerzas productivas (fordistas) más progresivas del momento dentro de una nuevo impulso de desarrollo del sistema productor de mercancías. Así, el lado destructivo y represivo del valor de uso capitalista en la producción y en el consumo era tan incapaz de ser incluido en la crítica como la forma fetichista básica del valor. De ahí resulta necesariamente una doble correlación: una crítica limitada a la historia interna de los estadios de desarrollo vueltos obsoletos del sistema productor de mercancías aún no agotado y una afirmación ciega de la última y más novedosa figura técnico-material del capital componen una unidad tan indisoluble como, a la inversa, una crítica radical de la forma básica del valor y la crítica correspondiente de la estructura técnica y del valor de uso capitalistas. Como el marxismo no entendió y no podía criticar la «abstracción real» del valor, era fatal que se le escapase también la íntima correlación lógica e histórica entre la forma de la mercancía liberada y las abstracciones científicas. De este modo, un aspecto de la crítica al capitalismo permaneció oscurecido (inclusive en el propio Marx), lo que permitió su adopción irracional por el romanticismo reaccionario, que acompañó como una sombra el avance de la modernización bajo la forma de la mercancía.

A partir de los años 70, cuando se hizo cada vez más claro que la crisis de la etapa fordista de desarrollo implicaba también una crisis ecológica, y cuando la devastadora destrucción de los fundamentos naturales en los Estados del socialismo real llegó al público, el movimiento alternativo de los verdes, sucesor de la revuelta de 1968, abdicó en buena parte del marxismo y echó mano del motivo anti-industrial y de la crítica de la ciencia. Se puede calificar la entonces ascendente crítica ecológica al enfático concepto de las fuerzas productivas, en el sentido de la lógica hegeliana de la superación, como pura y simple negación. Esta negación era doblemente insuficiente: a la par que sus momentos destructivos y represivos en la historia de la modernización, el desarrollo de las fuerzas productivas era negado en general, o sea que se tiraba a la criatura con el agua del baño. En consecuencia, esa crítica de las fuerzas productivas tampoco llegó a una crítica de la forma del valor y su fetichismo, sino tan sólo a ideas diversas de la producción pequeño-burguesa de mercancías, para después regresar, en la «política económica verde», a los modelos keynesianos. El marxismo del movimiento obrero y su déficit ecológico no fueron de tal modo superados, sino únicamente reprimidos ideológicamente.

En la propia medida en que la crisis absoluta del sistema productor de mercancías y, por tanto, la transformación «fuerte» entran en el campo de visión, se torna necesaria, en la cuestión de las fuerzas productivas, la segunda negación, «negación de la negación», que, como se sabe, no reconduce al punto de partida originario, sino que, más bien, supera los antagonismos no mediados. Se trata, en consecuencia, de tomar partido por las fuerzas microelectrónicas contra las relaciones de producción capitalistas, pero, al mismo tiempo, de superar el destructivo valor de uso de la estructura de producción y consumo capitalistas. Esa crítica superadora tiene que distinguir entre esencia y apariencia de la revolución microelectrónica. La esencia de estas nuevas fuerzas productivas es un potencial, o sea, una posibilidad que el capitalismo no produjo en beneficio propio, sino para su abstracto fin en sí mismo de la valorización. La realidad aparente de ese potencial no puede dejar de ser afectada por tal hecho. De acuerdo con su configuración material, la apariencia concreta de las fuerzas productivas microelectrónicas es también capitalista, y debe ser superada juntamente con su forma social.

Esta negación de la negación es tanto más necesaria cuanto que, irónicamente, la izquierda posmoderna –como reacción no mediada a la simple negación insuficiente del marxismo– parece retomar hoy el tosco fetichismo del antiguo movimiento obrero ante la crítica a la fuerza productiva del movimiento alternativo verde. Sin ninguna clase de reflexión sobre el conjunto (global o estructural) de las condiciones de reproducción en el ámbito social y ecológico, la «última palabra» de la técnica de consumo capitalista se convierte en un «must» [algo esencial o imprescindible], sin que se perciban siquiera los dolorosos límites de la imbecilidad y de la amenaza pública.

La propia inversión fetichista entre relación social y material, que también se manifiesta en el aspecto del valor de uso capitalista, es aclamada como visión positiva del futuro. Tal hecho se burla de toda pretensión emancipatoria. No por azar esta tendencia posmoderna va acompañada por la indiferencia con relación a las formas de mediación tácitamente supuestas del dinero, cuya superación no constituye un tema serio. El antiguo marxismo del movimiento obrero, la crítica alternativa de las fuerzas productivas a cargo del Partido Verde y la izquierda posmoderna representan sólo variantes de la misma incapacidad (y de la misma mala voluntad) de superar el sistema productor de mercancías. Contra esto, se ha de defender una superación de la forma del valor fetichista, que incluye en la negación superadora tanto la forma aparente de mediación del dinero como la forma fenoménica del valor de uso capitalista, aprovechando los potenciales de la revolución microelectrónica justamente por el hecho de escoger de manera crítica los artefactos capitalistas, en lugar de someterse, sin ninguna crítica, a la lógica represiva de su valor de uso.

Esta discusión se agrava en la cuestión de la forma embrionaria. Con el temor de recaer en un nivel inferior de las fuerzas productivas capitalistas, el propio marxismo crítico y parte de la izquierda posmoderna insisten en una revolución inmediata de la sociedad como un todo, aunque critiquen, por otro lado (al menos en parte), el estatismo y el politicismo. Aquí se pone de manifiesto cierta oscuridad e incoherencia, pues el rechazo de una forma embrionaria de reproducción socioeconómica más allá del valor está ligado, forzosamente, a una concepción estatista de la revolución hecha «desde arriba», o sea, a partir de un punto central arquimediano.

La referencia a consejos como órganos de representación social también es insuficiente, ya que los consejos, al fin de cuentas, tienen que representar algo, es decir, componerse de elementos. La miseria de los movimientos históricos de los consejos consistió, precisamente, en el hecho de poder representar sólo las formas capitalistas del «trabajo» (empresas o emprendimientos que establecen la mediación entre la casa y el mercado), pero no formas embrionarias de una reproducción independiente de la socialización por la abstracción real del valor. Justamente por eso, la forma de organización de los consejos recayó en la forma burguesa del partido político de orientación estatal, y por ella fue dirigida y absorbida.

La miseria, claro está, tenía algo que ver con el carácter de las fuerzas productivas en el punto culminante del desarrollo capitalista. En cierto modo, el antiguo marxismo del movimiento obrero podía alegar, a favor de su concepto estatal y centralista de transformación, la propia situación de las fuerzas productivas: desde los tiempos de la máquina de vapor y del ferrocarril hasta el florecimiento de las industrias fordistas, los agregados de los potenciales técnico-científicos sólo eran representables, de hecho, en una medida social relativamente grande. Esto se aplicaba, literalmente, a las máquinas, a los edificios y a las técnicas de suministro de energía. El individuo era pequeño frente a una maquinaria monstruosa. Y «grande» era sinónimo de progreso. De ello resultó también, por decirlo así, cierta megalomanía pueril: empresas y naciones competían por construir la mayor turbina del mundo, el mayor predio del mundo, el mayor petrolero o el mayor barco de guerra del mundo.

Como consecuencia, también era grande la medida de organización para poder realizar y movilizar tales fuerzas productivas. Esto ya constituía un factor en la generación espontánea del capitalismo. En realidad, la forma embrionaria más antigua de la modernidad, en lo que se refiere a las fuerzas productivas, fue una fuerza destructiva: la innovación en las armas de fuego. Los poderosos cañones de los inicios de la era moderna y las fortificaciones megalómanas vinculados a éstos ya no podían ser representados en la forma descentralizada y autóctona de las antiguas sociedades agrarias, sino que exigían la movilización de la industria de armamentos, de los ejércitos permanentes, de la economía monetaria y de la centralización social.

Las formas embrionarias del modo de producción capitalista sólo pudieron desarrollarse sobre esta base. Y todos los partidarios de los impulsos ulteriores de desarrollo del sistema productor de mercancías, inclusive el socialismo y sus partidos, permanecieron prisioneros de la idea de una forma de socialización hipercentralizada y estructurada en forma de pirámide. No solamente las dictaduras de la «modernización tardía», sino también las democracias occidentales más desarrolladas son «Estados-sol» negativamente utópicos y, bajo todos los aspectos, constructores de pirámides. Los aparatos burocráticos y los mercados de grandeza nacional o continental corresponden a fuerzas productivas o destructivas cuyos agregados sólo pueden ser puestos en movimiento por los enormes «ejércitos del trabajo» y de la guerra.

La revolución microelectrónica, en relación a ello, no sólo lleva al absurdo la sustancia viva del capital, el «trabajo» abstracto, sino que también rebaja la centralización social promovida por los Estados y mercados a una forma arcaica e inconveniente de organización, volviendo ridícula la megalomanía de la modernidad. En la propia medida en que el capitalismo es empujado tecnológicamente a una carrera por la miniaturización a través de las fuerzas productivas creadas por él mismo, se desintegra no sólo su sustancia, sino también su forma externa. Si, hace unas pocas décadas, los antiguos ordenadores llenaban salones enteros y exigían la fuerza del capital de grandes empresas, hoy los aparatos portátiles poseen potencialidades mucho mayores y hasta pueden ser adquiridos por individuos corrientes.

La socialización no está en la grandeza, sino, a la inversa, en la pequeñez de la tecnología. Los potenciales más desarrollados de máquinas operadoras, tecnologías de control y medios de comunicación son movilizados en pequeña escala y ya no necesitan de ningún «ejército del trabajo» o de centralización social. La reproducción puede volver a una forma descentralizada, pero no a las formas de reproducción descentralizada y comparativamente aisladas entre sí de la sociedad agraria, que sólo estaban ligadas superficialmente por estructuras de dominación; en estadios superiores de desarrollo, ella tendrá que que evolucionar hacia una estructura descentralizada, ligada en red comunicativa. A propósito, esto no vale sólo para la microelectrónica, sino también, al menos en perspectiva, para la sustitución de la energía fósil por la energía solar. Si los sistemas energéticos de los combustibles fósiles exigen grandes tecnologías y formas organizativas centralizadas, la técnica solar, a su vez, es tan descentralizada y utilizable en pequeña escala como la microelectrónica. Tal vez los representantes del capital se asusten ante el desarrollo forzado de la energía solar porque presienten que, con ello, el capitalismo y sus formas centralizadas de dominación pueden desaparecer.

El vínculo entre electrónica y energía solar abre la posibilidad de que el hombre pueda escapar (parcialmente, paso a paso) al capitalismo y romper su pretensión totalitaria, cosa que, en el pasado, sólo era posible con la migración hacia regiones inexploradas por éste (en la época de los pioneros en los Estados Unidos, por ejemplo, ello se daba con el éxodo rumbo al lejano oeste, que era también, muchas veces, una huida de las exigencias capitalistas, lo que hoy suena desagradable, y por eso es silenciado). Sólo que esta posibilidad de huida, hoy de manera totalmente nueva y diferente, fue acarreada por el desarrollo de las propias fuerzas productivas. El espacio de huida ya no es más externo, territorial, sino interno y social. Y tampoco se trata de un retorno de la socialización al estado primitivo, como pretendiera el movimiento alternativo de finales de los años 70 y comienzos de los 80 –movimiento éste que criticaba las fuerzas productivas y era, en el peor de los sentidos, «romántico». Por el contrario, en los poros y sobre las ruinas de la socialización capitalista cada vez más arcaica pueden florecer las formas embrionarias de una reproducción no dictada ya por la forma de la mercancía, que entran en discusión e intercambio con el capital, afirman su derecho a la existencia y, finalmente, superan, del todo, la reproducción capitalista.

El análisis de la relación entre fuerzas productivas y relaciones de producción bajo los supuestos de la microelectrónica deja claro también que ya no existe la necesidad de una palanca central, con apoyo inmediato en la sociedad como un todo, para la transformación «fuerte». Este pensamiento es tributario aún de la antigua concepción del mundo de las fuerzas productivas modernas premicroelectrónicas. Hoy, el carácter de la sociedad en su conjunto aparece, más bien, como mediado en perspectiva, como forma de movimiento, y no como acto central de la revolución. Del mismo modo que los pioneros norteamericanos escaparon temporalmente del capitalismo, a pesar de que llevasen con ellos herramientas (aunque primarias) producidas por el capitalismo, así también se puede hoy, en un estadio muy superior de desarrollo, escapar de las exigencias capitalistas en medio del territorio capitalista, utilizando la microelectrónica y la energía solar en beneficio de las formas de reproducción no-capitalista.

Pero esto significa, también, que una forma embrionaria de reproducción social más allá del valor no empezará con la producción, sino con la utilización de chips. De hecho, la producción del elemento básico de la microelectrónica requiere un importe de capital mayor que el que requerían las antiguas fuerzas productivas fordistas, aunque no sus «ejércitos de trabajo». Los costos se concentran sobre todo en la complejidad de las condiciones de producción de chips, que hoy llegan incluso a obligar a las empresas internacionales a firmar «alianzas estratégicas» para el desarrollo de la generación futura.

Al menos en parte, Alemania Oriental se hundió en la ruina por pretender, a toda costa, desarrollar y producir su propio chip, lo que consume muchos recursos, en vez de comprarlos a precios más módicos en el mercado mundial. Pero ese error de cálculo no fue casual. Se remonta a la arraigada conciencia del socialismo centralizado de que los sujetos metafísicos «partido y clase» deben ejercer, desde el inicio, el control absoluto sobre toda la producción, siendo decisiva, para eso, la industria de base en especial. Por eso la atención socialista se concentró, al principio, en las empresas de carbón, hierro y acero, a cuyos empleados se calificó de «núcleo de la clase». Ese razonamiento fue traspuesto a las fuerzas productivas microelectrónicas. Un movimiento de superación de la forma del valor pondrá en jaque al sistema de reproducción desde una perspectiva completamente inversa. Las industrias y la producción de base de la propia microelectrónica no serán la piedra de toque, sino el arco de bóveda de la transformación. No se trata de un control centralista, sino de la constitución y del desarrollo de espacios sociales de emancipación.

Algo enteramente distinto se da con la cuestión de la utilización de la microelectrónica para fines emancipatorios. Si la tecnología de producción tiene que permanecer, por ahora, en manos del capital, su utilización, a su vez, no necesita corresponder a patrones dictados por el capitalismo. Aquí reside, justamente, el primer punto de partida de una crítica a la estructura capitalista del valor de uso. Las formas aparentes de utilización de las fuerzas productivas microelectrónicas están dirigidas absolutamente a fines capitalistas de producción y consumo, en los cuales se manifiesta el fin en sí mismo del valor y la reificación fetichista de la mercancía.

Mientras la izquierda posmoderna vea con buenos ojos el comunismo reificado y, en sus efectos, altamente destructivo, será desviada hacia el campo de acción capitalista e insertada en los mecanismos sociopsicológicos del estatus consumista y en luchas autoafirmativas de competencia. La afirmación de que el potencial crítico de esta sociedad debe ser revocado justamente (o única y exclusivamente) por el hecho de que el capitalismo ya no es capaz de satisfacer las necesidades que él mismo ha producido, es muy simplista. En tanto la estructura de las necesidades resulte de la estructura del valor de uso específicamente capitalista, ella será parte integrante de la abstracción fetichista del valor y, por tanto, de la tutela de los hombres por las formas sociales sin sujeto. Por eso, la apelación a esas necesidades, para las cuales ya no se producirá una renta monetaria suficiente, no llevará jamás a un movimiento emancipatorio. La contradicción entre el capitalismo y los potenciales que él mismo ha producido reside en un plano completamente diferente y no se deja movilizar de manera tan simple.

Los potenciales de utilización de una forma emancipatoria embrionaria no se encuentran en los jueguitos Nintendo. Además, los propios especialistas discuten si la transición de los discos de vinilo hacia el CD, por ejemplo, representó un avance en el plano del valor de uso (en lo que se refiere a la calidad de sonido). Este desarrollo sólo tenía como objetivo alcanzar nuevos niveles de producción, a fin de mantener la máquina del trabajo en movimiento. Éste es solamente uno entre varios ejemplos del hecho de que el fin en sí mismo de la valorización hace ya mucho que tomó en cuenta la estructura del consumo. En oposición a ello, un movimiento social contra el sistema productor de mercancías tendrá que dirigir los propios potenciales microelectrónicos hacia fines emancipatorios de reproducción. Si los aparatos microelectrónicos consisten cada vez más en módulos que se sustraen a las iniciativas transformadoras de los usuarios o incluso a la simple reparación, esta tendencia no sólo obedece a razones económicas («obsolescencia planificada»), sino al intento de control social: el trato de las personas con los productos no puede ser neutro; éstas tienen que seguir, como idiotas fetichistas del consumo y del trabajo, la estructura predeterminada del valor de uso capitalista.

Por eso, la propia utilización emancipatoria de la microelectrónica tendrá que ser reformulada y experimentada, o sea, se ha de desarrollar una combinación de hardware y software propios, determinados por objetivos a ser previamente definidos. Para ello es preciso, sin duda, el conocimiento correspondiente y la participación de las personas capaces de lidiar con los potenciales de la microelectrónica. Por fin, es necesaria también una ampliación consciente de ese conocimiento, como, por ejemplo, en la forma de una «formación politécnica» en microelectrónica y energía solar, que tanto puede ser organizada por cuenta propia como formulada en exigencias al sistema de enseñanza. Las antiguas ideas socialistas, por tanto, son plenamente reconstruibles en formas análogas y adaptadas a las nuevas tareas. El objetivo de la emancipación no puede ser el idiota cien por cien automatizado, sino la persona autorreflexiva, que regula conscientemente su contexto vital y no está dominada por cosas muertas. Este objetivo tiene que figurar en las formas embrionarias de reproducción, pues, de lo contrario, ellas no merecerían tal nombre.

3. La superación de la propiedad privada de los medios de producción

La noción modificada o «superada» de las fuerzas productivas y de su vínculo con las relaciones de producción sólo es, obviamente, la condición para dar solución al verdadero problema: la superación de la forma del valor fetichista en las relaciones sociales. En este punto también es preciso, en primer lugar, abrirse camino entre la concepción reducida, inmanente al sistema, del marxismo del movimiento obrero y del movimiento alternativo o de las cooperativas. Como en la cuestión de las fuerzas productivas, encontramos asimismo aquí un apego especular y complementario a las estructuras fetichistas. Tanto el marxismo politicista como el movimiento alternativo reducen su objetivo a una crítica y superación de la propiedad privada de los medios de producción, aunque de modos diferentes. Sin embargo, cuando se habla de la institución «propiedad privada», está claro que se trata de un momento del sistema productor de mercancías, a saber, de su forma jurídica. Con esto ya queda claro que ese momento no puede ser superado aisladamente, sin superar los otros momentos de la forma del valor e incluso ésta misma en cuanto tal. El intento de eliminar la propiedad privada de los medios de producción y mantener, al mismo tiempo, las formas de mediación de mercancía y dinero, sólo puede conducir a paradojas sociales.

El hecho de que la propiedad privada pueda ser pensada como factor de tal manera aislado y de que le sea imputada la responsabilidad por todos los males capitalistas reposa en un equívoco típico e ingenuo de la Ilustración: la propiedad privada es declarada, erróneamente, como simple «fuerza subjetiva» a disposición de los poseedores y de los «dominadores» –la apariencia de soberanía y el supuesto arbitrio por parte del personaje que se encuentra al mando es aceptada como un dogma. Esto suele ser acompañado por la noción igualmente ingenua y afirmativa de la riqueza capitalista, que estaría sólo «distribuida de modo desigual e injusto». Algunos elementos de este concepto reducido de «propiedad privada» se encuentran también en Marx y Engels, aunque sea el propio Marx el que proporcione, al mismo tiempo, el instrumental para la crítica de esa concepción.

En realidad, la institución de la propiedad privada está lejos de resolverse en una «fuerza subjetiva». Semejante noción sólo ve el cálculo subjetivo de los poseedores de los medios de producción, y no su determinación formal objetivada que se impone a los supuestos «poderosos» como principio de coacción externo y penaliza en un instante cualquier desvío de las leyes de forma y movimiento del valor. Los males del capitalismo, por tanto, no deben ser imputados a las decisiones subjetivas de sus agentes funcionales, sino a la propia forma de reproducción y mediación fetichista y sin sujeto. Forzosamente, esa experiencia fue y es hecha por aquellos que ocupan empresas, en el intento de tomar en sus propias manos un emprendimiento al borde del abismo económico. En la década del 80, cuando empezó la crisis de la industria de la construcción naval alemana, una publicación del viejo marxismo deslumbraba con el título: «¡Imagínenlo solamente, el astillero nos pertenece!». ¿Y que se ganaría con esto? Absolutamente nada, pues las leyes de competencia del mercado continuarían en vigencia: los empleados tendrían que explotarse a sí mismos, echar mano a la demagogia obrerista, a la racionalización, etc., o si no, con toda la belleza que acompaña a la propiedad colectiva, decretar su propia quiebra.

Ambas formas de propiedad, la propiedad cooperativa y la propiedad estatal, que figuran, en la concepción reducida y en buena parte ligada a la producción mercantil, como superación de la propiedad privada, se dejan engañar por aquel equívoco ilustrado del «poder subjetivo». En verdad, sin embargo, cualquier forma de propiedad que repose sobre la «valorización del valor» y cuya producción, por lo tanto, sólo pueda ser socialmente mediada por las relaciones de mercado, ya es por definición propiedad privada. La división funcional ampliamente diseminada y profundamente escalonada de la reproducción social que no se manifiesta de entrada por la comunicación y vínculos comunes, sino sólo a posteriori por el intercambio de productos, forma la matriz de una socialización fetichista basada en el valor, o sea, en la cualidad metafísica aparente de los productos, y no en la comunicación directa entre las personas. Esa matriz impone a priori la categoría de propiedad privada a las unidades de producción implicadas.

La matriz del valor sólo remotamente tiene algo que ver con las relaciones mercancía-dinero precapitalistas. De hecho, en las antiguas sociedades agrarias (por no hablar de las sociedades de recolección y de caza), la matriz de socialización no era el valor como cualidad metafísica de los productos, sino un contexto de formas de subsistencia que sólo conocían el intercambio de mercancías marginalmente o en la forma de «nicho» (Marx); esto significa que sólo los excedentes o relativamente pocos productos específicos entraban en las relaciones de mercado. Una división funcional en el mercado más amplia y rica en escala no es necesariamente, con todo, un resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, sino más bien una consecuencia lógica del capitalismo, que hace del valor su fin social en sí mismo. Al contrario de lo que afirma la teoría económica, la división funcional ampliada por el desarrollo de las fuerzas productivas no conduce, necesariamente, a la totalización de las relaciones dinero-mercancía. Esta visión confunde un dato histórico con un dato lógico. Es el capitalismo, como autorreferencia del valor a sí mismo (como máquina de valorización), el que hace que el desarrollo de las fuerzas productivas parezca idéntico a la universalización del mercado. Un mercado universal y total sólo puede nacer como esfera de realización de la producción abstracta de plusvalía. Para la conciencia burguesa, esto es idéntico a fuerzas productivas desarrolladas, pues estas últimas siempre se ofrecen a ella en la forma de la matriz del valor.

Propiedad estatal y propiedad cooperativa permanecen, de acuerdo con su concepto, en el interior de esta determinación de la forma fetichista. El Estado es la universalidad abstracta jurídica y, por tanto, política de una sociedad de productores de mercancías, así como el dinero es su universalidad abstracta económica. Tal universalidad o conjunto de miembros sociales es abstracta en razón de no estar mediada por una comunicación concreta sobre relaciones sensibles y materiales concretas de la reproducción común, sino por la abstracción del valor. Si el Estado se vuelve propietario de empresas productoras de mercancías, el polo jurídico-político usurpará el polo económico de la universalidad abstracta, lo que es explicable por ciertas constelaciones históricas en el desarrollo del sistema productor de mercancías, aunque sea disfuncional a largo plazo, ya que la sustitución del mecanismo de competencia económica por directivas políticas acarrea una enorme pérdida debido a la fricción con la producción del valor o de la plusvalía.

Al mismo tiempo, el carácter de propiedad privada se adhiere doblemente a la propiedad estatal. En primer lugar, el aparato estatal se presenta a los productores –toda vez que no representa a su propia colectividad concreta, sino a una universalidad abstracta que les es externa como individuos– bajo la máscara de una paradójica «esfera privada universal» (como ejecutor universal de la «valorización del valor») y obliga con esto a que, en relación con él, aquéllos se presenten igualmente en la forma de esfera privada, de manera que se comporten como propietarios privados de su medio de producción «fuerza de trabajo». Como ciudadanos, estos últimos no se hallan concretamente más implicados en la determinación de los medios de producción en la propiedad estatal que los peones de las caballerizas, en su calidad de cristianos, en la propiedad feudal de la Iglesia católica durante la Edad Media.

En segundo lugar, el aparato estatal, a medida que usurpa las funciones empresariales, se escinde necesariamente en posiciones económicas contrarias dentro de la esfera privada, ya que, al fin y al cabo, las empresas estatales son mediadas también por relaciones de mercado y dinero. Con ello, la forma del valor se venga de la pretensión totalizante del Estado. Dentro del círculo social de una planificación del Estado consonante con las categorías del valor, toman posición intereses opuestos de las unidades aisladas de producción, que sólo pueden apropiarse de la riqueza social bajo la forma monetaria y, por tanto, de modo privado. En cuanto a esto, las crédulas declaraciones que descienden del cielo político poseen escasa importancia. Un fenómeno análogo, además, vuelve a ocurrir en el interior de las empresas capitalistas, en la forma del proyecto ultra-neoliberal llamado «profit-center»: ya no es la empresa como un todo la que debe ser portadora de la «creación del valor», sino, directamente, las secciones aisladas, que se comportan también entre sí como productores privados, en cierto modo como «empresas dentro de la empresa». A largo plazo, desde el punto de vista de la empresa como un todo, este proyecto sólo puede llevar a desdoblamientos paradójicos y disfuncionales.

Considerada como un todo, la propiedad estatal es sólo una forma paradójica de la propiedad privada. Esto en nada es alterado cuando esa propiedad estatal no es administrada por el Estado burgués, sino por un «Estado de los trabajadores», liderado por los sujetos metafísicos de la «clase trabajadora» y del «partido (político) de los trabajadores». Pues las relaciones estructurales que resultan de la propiedad estatal siguen siendo las mismas, independientemente de sus depositarios sociales. En este sentido, el discutidísimo análisis del socialismo de Estado hecho por Charles Bettelheim en los años 70 es insuficiente y continúa prisionero del horizonte conceptual del marxismo del movimiento obrero. Bettelheim concibió los elementos de la esfera privada de modo sociológicamente reducido, como mera estratagema subjetiva de cierto grupo sociológico –los dirigentes empresariales– en el uso de su «fuerza». No percibió que la forma de la propiedad privada, independientemente de las declaraciones sociológicas de buena voluntad, es inherente a todo modo de producción fundado en el valor. No importa el sujeto histórico constituido por el respectivo sistema productor de mercancías: este sistema siempre produce una especie análoga de élites funcionales, correspondientes a las formas de una «valorización del valor». En tal sentido, todo Estado es, por definición, un Estado burgués, así como toda nación, en su esencia, es una nación burguesa, todo dinero, como forma universal de mediación, es un dinero burgués, y toda producción de mercancías, como forma universal de reproducción social, es una producción burguesa de mercancías. El atributo, en rigor, es superfluo; sólo tiene relevancia para una conciencia que únicamente logra pensar en el interior de las categorías burguesas y pretende resolver las contradicciones del modo de producción capitalista en el terreno de esas categorías burguesas reales. El problema, con todo, reside en las relaciones estructurales, del modo como éstas son dictadas por la forma social fetichista del valor, y no en los intereses sociológicos secundarios (relacionados a priori con esa estructura) de los grupos, categorías o clases sociológicos, cuya propia existencia es un producto histórico de la forma del valor.

La propiedad cooperativa no sale mejor parada que la propiedad estatal, en la medida en que se trata de una empresa productora de mercancías en la forma de cooperativa. El portador de esta propiedad no es, de hecho, una universalidad jurídico-política abstracta de la sociedad, sino un sujeto colectivo particular. Como esa colectividad representa una unidad abarcable con la vista, la idea de cooperativa estuvo siempre vinculada a la forma embrionaria de una reproducción liberada del capitalismo. El propio movimiento alternativo de comienzos de los años 80 propagaba una «producción relevante» en «estructuras igualitarias sin jefes» como elemento de un modo de vida alternativo y emancipatorio. Pero, desde su inicio, el carácter alternativo se limitó al espacio social interno de un emprendimiento productor de mercancías. La mediación social, por el contrario, desembocaba «obviamente» en el mercado, en el cual los productos de la cooperativa o de la empresa alternativa debían ser vendidos.

Con esto, naturalmente, la forma de la mercancía no es superada. Las empresas alternativas siguen formando parte de la economía universal de mercado, que sólo puede existir como esfera de realización del capital. Por eso, siguen formando parte de la reproducción capitalista y se someten a las leyes coercitivas de la competencia. Como «ganadores de dinero», los miembros de semejantes empresas continúan manteniéndose sometidos, a pesar de la voluntad contraria, a la forma económica del interés privado. La universalidad económica abstracta del dinero tiene que imponerse, en última instancia, como determinante de su modo de vida y de producción. Por esta razón, las empresas cooperativas o alternativas, o bien naufragaron o bien se mantuvieron sobre la superficie a fuerza de la «autoexplotación», para al fin transformarse, con el pretexto de la «profesionalización», en fabriquillas pequeño-burguesas dentro de la más estricta normalidad, con jefe, presión productiva, etc., que suspiran por créditos bancarios.

Así, queda claro que toda mediación social a través de la forma del valor económica acarrea necesariamente la correspondiente forma jurídica de la propiedad privada en cualquiera de sus figuras. Eso es particularmente válido cuando el celo reformista y emancipatorio osa acercarse, en apariencia, a la propia forma de mediación, pero, en vez de su superación, sólo se propone inventar un sustituto cualquiera para el valor. Esto se vuelve absolutamente nítido en los «embustes monetarios» –así calificados por Marx– de, por ejemplo, un Proudhon o una secta económica como la representada por los seguidores de Silvio Gesell. Como su crítica a la forma de mediación capitalista se limita al aspecto del capital que rinde intereses, lo único que pretenden es introducir un «dinero libre de intereses» como compensación directa a las unidades de producción, sin percibir como tal el problema de la forma del valor abstracta. Tal crítica reducida de la forma de mediación capitalista queda incluso por detrás de la crítica que el antiguo marxismo hace a la propiedad privada: como la solución les parece, exclusivamente, el «dinero honesto», para Proudhon, Gesell y sus secuaces la propiedad privada de los medios de producción es particularmente sagrada. Lo que tienen en mente ya no es, en modo alguno, la emancipación social, sino una sociedad de pequeños burgueses y la reducción de la socialización por la forma de la mercancía a un capitalismo de microempresas, con toda la obtusidad represiva del fetichismo del trabajo y de la producción.

Aún más obtusos e igualmente incapaces de perseguir una intención emancipatoria y crítica de la sociedad son los «anillos de trueque» que están nuevamente de moda (y que, en conjunto, son compatibles con el ideario geselliano). Si el socialismo de las cooperativas todavía tenía en vista al menos la cooperación emancipatoria de un espacio interno social y éste se reducía, en los gesellianos, a un capitalismo pequeño-burgués de microempresas, los anillos de trueque, a su vez, presuponen individuos abstractos totalmente asocializados, que intercambian servicios entre sí, sin ingresar siquiera en la actividad cooperativa de producción. La relación socioeconómica se limita a la organización de una forma alternativa de mediación de las compensaciones productivas, que discurre paralelamente al mercado oficial. Tampoco aquí es superada la propiedad privada, sino tan sólo restringida a la capacidad individual de promover trueques de una producción cualquiera (cuidar niños, tejer alfombras, etc.) con otros individuos; la reproducción de los «débiles en producción», como deficientes o enfermos, no es tenida absolutamente en cuenta. Tal anillo de trueque no representa una alternativa al modo de producción capitalista. Sólo ofrece un expediente, en el trato con cosas secundarias, a individuos que han entregado completamente su capacidad productiva de cooperación al capital y al Estado. En este sentido, los anillos de trueque no son la promesa de una emancipación social, sino apenas la última forma decadente de los antiguos principios fracasados en el interior de la forma del valor, hoy irremediablemente disuelta en átomos sociales.

De estas reflexiones críticas resulta, necesariamente, una segunda característica esencial, que distingue las formas embrionarias de una nueva emancipación social del antiguo movimiento alternativo: la nueva crítica al socialismo de Estado no sólo tendrá que tomar partido por las fuerzas productivas microelectrónicas contra las relaciones capitalistas de producción, en vez de negar estas fuerzas productivas en beneficio de un nivel más bajo de «trabajo abstracto» sin superar; por la misma razón, no podrá organizarse en la forma de cooperativas productoras de mercancías ni, mucho menos, podrá desembocar en las formas sucedáneas del intercambio mercantil y de la «compensación productiva» («embustes monetarios», anillos de trueque). Más bien, la tarea consiste en perseverar en la superación de la propiedad privada de los medios de producción, aunque ya no desde aquella perspectiva ingenua e ilustrada de un «poder a disposición» de un determinado grupo sociológico y, por tanto, tampoco como paradójica propiedad estatal, sino como desvinculación de un espacio social de cooperación emancipatoria respecto al intercambio mercantil, a la relación monetaria y a la compensación productiva abstracta. En una palabra: se trata de desarrollar elementos y formas embrionarias de una «economía natural microelectrónica» que escape fundamentalmente al principio de socialización del valor y ya no pueda ser asimilada por éste.

A primera vista, la expresión «economía natural microelectrónica» suena paradójica, pues la conciencia moderna determinada por la forma del valor se acostumbró a traducir «economía natural» por «relaciones sociales agrarias atrasadas» y la considera incompatible con las fuerzas productivas industriales avanzadas. Sin embargo, se trata más bien de una expresión neutra que sólo indica que determinadas actividades reproductivas no asumen la forma de la producción mercantil y que, por tanto, no forman parte de las relaciones monetarias. En las sociedades precapitalistas, la reproducción económica natural estaba ligada a otras formas de fetichismo social, no determinadas por el valor. No se trata, por supuesto, de retomar tales formas, sino de superar el fetichismo en general con ayuda de la microelectrónica, utilizada con fines emancipatorios. En este contexto, «economía natural» indica solamente que la reproducción no asume la forma del valor y que los medios de producción serán tratados de acuerdo con el carácter material y sensible de los productos y en vista del placer humano, esto es, que no se someterán más a la abstracción fetichista de la forma del valor.

El sabor anticuado del concepto de «economía natural» deriva también de que, en gran parte, es utilizado como sinónimo de «economía de subsistencia» y ésta, a su vez, es entendida como «reducción a la pura supervivencia». A ello se suma la observación de que, en la historia rica en crisis de la modernización, los proyectos de economía natural o de subsistencia fueron casi siempre, de hecho, ciegos resultados de grandes crisis económicas o militares, sin una perspectiva social propia desarrollada con conciencia, y, por tanto, sólo podían manifestarse como simples medidas de urgencia o «técnicas de supervivencia», cuya condición consistía, justamente, en la ruina del nivel de socialización y en el retorno forzado de las personas a métodos primitivos de producción para la supervivencia. La cooperación, en tales casos, difícilmente va más allá de los contextos familiares y está cubierta por formas de «intercambio natural» que, obviamente, no representan una perspectiva más allá de la forma del valor, ya que están condicionadas simplemente por la falta de una moneda aceptable o por la ausencia general de medio circulante.

Como se sabe, este fue el caso de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se usó la «moneda de los cigarros» y floreció, en los zaguanes de los edificios, una «cultura doméstica de conejos» (durante mi infancia, todavía pude presenciar cuando mi abuelo atrapó a uno de esos animales criados en el cobertizo, que mi padre mató a martillazos y colgó de la puerta de la cocina para arrancarle la piel). Y no es diferente lo que sucede hoy en varias regiones económicamente arruinadas del mundo, cuando, por ejemplo, en los villorrios de los alrededores de Moscú tienen que alimentarse de su pequeña huerta, cuando las familias en Kazajastán se dan por contentas con poseer una vaca o cuando los cerdos son engordados en las bañeras de las casas de La Habana. Una «economía de subsistencia» semejante no parece admitir sino la esperanza de que, lo más pronto posible, la economía de mercado recupere su movimiento. En el pasado, esto fue, efectivamente, lo que ocurrió, y las rupturas de la socialización se alternaron con nuevos impulsos de desarrollo del sistema productor de mercancías, mientras que, para las regiones de crisis contemporáneas, es más que dudoso que algún día lleguen a ponerse en pie sobre el terreno de la economía de mercado.

Los representantes de la Teoría Crítica «ortodoxa» y la izquierda posmoderna, que se apartan del problema de la superación de la forma del valor y rechazan su concreción, sofocan de buen grado todo debate sobre una forma de socialización emancipatoria, al suponer que ésta sólo es capaz de acabar en la producción pequeño-burguesa de mercancías o en una primitiva economía de subsistencia, cuya praxis consistiría en criar una vaca en el garaje o un cerdo en la bañera. Esta polémica ciega, que al mismo tiempo rechaza toda crítica a la estructura capitalista del valor de uso, sólo revela el temor pequeño-burgués frente a la crisis y, simultáneamente, la incapacidad y la mala voluntad de replantear la cuestión de una superación de la propiedad privada de los medios de producción, más allá del marxismo del movimiento obrero y de sus ilusiones estatales. El mismo problema que ya se impusiera en la cuestión de las fuerzas productivas y su concepto, se impone, con tanta más evidencia, en la cuestión de la superación de las formas mediadoras burguesas, definidas por el valor.

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* Realos, «realistas» y fundis, «fundamentalistas», sectores en que se dividió el Partido Verde alemán (Die Grünen). Rudolfph Baro o los ya citados Trempert y Ebermann pertenecían al sector «fundi». [Nota del traductor español]