Argentina como modelo de país perdedor

Argentina como modelo de país perdedor


Este artículo ha sido tomado de la edición brasileña de Krisis (Alemania). Robert Kurz es sociólogo y ensayista alemán, autor de «Os Últimos Combates» (ed. Vozes) y «O Colapso da Modernizaçao» (ed. Paz e Terra). Versión portuguesa de Marcelo Rondinelli. Traducción del portugués: R. D



Muchas veces se podría casi concluir que la historia sólo se mueve en círculos, sin salirse del lugar. Argentina, por ejemplo, con su aparentemente inquebrantable peronismo, ocupa de tanto en tanto los titulares de la prensa mundial: sea bajo la luz sombría de la dictadura y de los crímenes políticos, sea como cerco en torno a la sede presidencial llamando a la "Guerra de las Rosas", o incluso como ejemplo de esperanza económica y luego nuevamente como fantasma de la crisis. En esta ocasión resulta claro que la situación es mucho más grave que nunca. La dramática quiebra del Estado, que asegura al país la atención mundial, señala quizá una nueva configuración de las crisis financieras, que ya desde los años 80 se suceden en una secuencia con intervalos cada vez más cortos. Hasta ahora, todos los desastres pudieron ser siempre contenidos mediante las acciones concertadas del FMI, los gobiernos y el sistema bancario transnacional. La crisis argentina, en cambio, es hasta tal punto grave que parece difícil creer que se pueda lanzar de nuevo el ancla salvadora. Justamente por ello es que se está haciendo como si se tratase de un caso excepcional. De pronto, la prensa económica mundial (sobre todo la occidental, claro) se da cuenta de que Argentina lo hizo todo mal. Son los mismos comentaristas que unos pocos años antes sabían, del mismo modo, que Argentina lo estaba haciendo todo bien. Pero ahora descubren unos fallos sólo subjetivos. No estamos ante un fracaso del sistema, dicen, y sí frente a déficits puramente morales y culturales. Y, por supuesto, también en el caso de Argentina encontramos un intelectual local como testigo ficticio en la figura del ahora muy citado escritor Marcos Aguinis, presencia constante en la prensa, que diagnostica un «mal argentino», algo específico de aquel país. Pues bien, eso es lo que el mundo quiere oír. ¡Pero esos argentinos! ¡Y ahora quien lo admite es uno de sus propios pensadores!

«Cultura de la corrupción»

¿En qué consistirá la extraña enfermedad que se limita exclusivamente a aquel Estado? Oh, sorpresa: la Argentina, según descubrió Aguinis, padecería una «cultura de la corrupción», nadie respetaría las leyes, el sistema educativo estaría en decadencia, y la población, en vez de poner manos a la obra para atacar efectivamente los problemas, estaría mostrando una inclinación al fatalismo. Los sabios de la economía de este mundo asienten de modo significativo con la cabeza y completan el diagnóstico: programada de manera culturalmente equivocada, Argentina sería la propia culpable de los superelevados déficits presupuestarios y en especial de una política financiera sin solidez. Pues bien: comprendemos al fin en qué se diferencia Argentina del resto de los países. Es para reír. Cualquier niño sabe que ese «mal argentino» es tan raro en el mundo más o menos como el resfriado, el ratón informático o el dólar. En los cinco continentes suena la misma queja desafinada, idéntica a la formulada por Aguinis respecto a Argentina. Es la moda intelectual que se expande: la de una interpretación «culturalista» de todos los fenómenos sociales. En Alemania, por ejemplo, después de muchos escándalos financieros recientes, también se habla de un «Zeitgeist (espíritu de la época) de la corrupción». Como cualquiera engaña al fisco sin el menor escrúpulo y aprovecha cualquier oportunidad para obtener ventajas ilegales, los críticos de la cultura más conservadores hace ya tiempo que vienen acusando a la nueva mentalidad alemana de minimizar tales contravenciones, considerándolas como «delitos menores». Y después que el denominado Pisa (Programa Internacional de Evaluación de Alumnos) documentara en un estudio que, en términos mundiales, los estudiantes alemanes ocupaban los últimos lugares, el griterío sobre la crisis del sistema educativo fue creciendo. ¿Entonces Alemania es Argentina? Lo que realmente importa de la queja sobre los déficits exagerados del Estado, de las provincias y los municipios es: ¿en qué país esa queja no sería un buen y viejo tema de debate público? El alegado «mal argentino» resulta en verdad una enfermedad mundial, y menos que una enfermedad, un mero síntoma. Por ello, no sirve para explicar absolutamente nada. El centro del problema reside desde el inicio de los años 80 en el hecho de que, en el proceso de la tercera revolución industrial, la economía real y los mercados financieros de tenedores de acciones ya no van a la par. Es sabido que en aquella época se formaron dos burbujas financieras globales: por un lado, fueron inflados especulativamente los valores de las acciones; por otro, se produjo un exorbitante endeudamiento de las empresas privadas y las entidades estatales por medio de créditos y empréstitos. Ambos procesos se influyen mutuamente: unos prestan a otros un dinero que no poseen de forma real, sino especulativa; los otros financian con éste el consumo privado, el estatal y las empresas no rentables, en tanto que pagan deudas sucesivamente «renegociadas» con un dinero que tampoco ellos poseen de forma real.

Hinchazón especulativa

Las exigencias de los acreedores sobre los deudores figuran en el sistema contable como saldo positivo: como dinero con el cual se puede comprar de todo, aunque este dinero ya haya sido gastado hace mucho tiempo en otras partes. Esas exigencias de los acreedores, que crecen mediante los cobros de intereses, alimentarán la idea ingenua de que habría «dinero suficiente por ahí» en el mundo. Pero la ficción, tarde o temprano, se tiene que desvanecer. El dinero que sólo existe bajo la forma de exigencias de los acreedores ante una absoluta insolvencia de los deudores se disuelve en el aire, del mismo modo que el dinero que no va más allá de la hinchazón especulativa de los valores de las acciones desaparece sin dejar rastros cuando las bolsas se retraen o sufren un crash. El par constituido por la formación mundial de burbujas de deudas impagables, por una parte, y de valores ficticios de acciones, por otra, debe toparse necesariamente con límites. Cuanto más se hunden bajo el peso de los intereses y cuanto menos consiguen promover una economía capitalísticamente productiva con el dinero que tomaron prestado, más cercanos se ven los deudores del espectro pavoroso de la insolvencia. Desde la crisis asiática de 1997/98 no pasó un año siquiera sin que uno de los grandes países deudores de la periferia no amenazase con quebrar irremisiblemente. Después de los «tigres asiáticos», México, Rusia y Turquía, ahora es Argentina la que está «en la mira». En los centros del mercado mundial, la crisis de las deudas todavía no alcanzó el nivel de los Estados en su conjunto; pero un poco más abajo, en muchos lugares, son las finanzas municipales las que empiezan a colapsar. Así se encuentra desagradablemente la capital alemana, Berlín, sacudida por escándalos financieros, a punto de quebrar. Los Estados de la periferia y las instancias administrativas inferiores del centro representan los eslabones más débiles del sistema, los que primero se van a romper. En este sentido, los «casos graves» de Argentina y Berlín son absolutamente comparables, aunque se trate de niveles diferentes. La opinión pública oficial –como de costumbre– no quiere pensar como un conjunto aquello que lo es.

Neoliberalismo riguroso

Existen diversas razones para explicar por qué el crash argentino, como crisis más reciente de las deudas, es más difícil de absorber que los anteriores. La Argentina de la era Menem, al fin y al cabo, siguió la ideología neoliberal mucho más rigurosamente que otros países; y por eso recibió en la época grandes elogios (de paso, también los recibió por la rígida vinculación del peso al dólar, como supuesto «santo remedio» contra la inflación). El resultado, mientras tanto, fue la desindustrialización del país, que cada vez pudo recaudar menos divisas de las exportaciones para pagar la deuda. Lo que hizo que el volumen de ésta subiera hasta un nivel récord y que hoy prácticamente ya no sea posible ninguna renegociación. Esto es, de hecho, una particularidad de Argentina, pero sólo representa una diferencia de grado en relación a otros países deudores comparables. Pero las otras razones de la creciente dificultad para combatir la crisis no tienen nada que ver con Argentina, y sí con el desarrollo general del capitalismo financiero. En los últimos tiempos la fuente de liquidez que parece brotar infinitamente del proceso especulativo está agotada en los centros. Desde el otoño de 2000 los mercados de acciones en EE.UU. y Europa no se desempeñan demasiado bien. En cuanto a los «nuevos mercados», ya experimentaron su crash: las acciones de primera línea oscilan muy por debajo de sus picos históricos de cotización de finales de los años 90. Esto significa que el margen de maniobra del «operador» se estrechó considerablemente. Si la liquidez especulativa se encoge, la posibilidad de contraer nuevas deudas o de «renegociar» las pendientes tiende también a disminuir. Las discrepancias de la crisis financiera global comienzan, por tanto, a manifestarse: por un lado, crece el endeudamiento global hasta el borde de la quiebra o más allá de ésta (Argentina); por otro, se va disolviendo en el aire el capital monetario especulativo de las Bolsas de Occidente.

Círculo vicioso

De este modo, queda reducida la capacidad del sistema financiero global de impedir las crisis, porque la disparidad entre los mercados financieros y la economía real se hace patente más que nunca. Como consecuencia (no admitida) de la recesión y el retroceso de la dinámica especulativa de Occidente, el nivel de la actividad económica norteamericana ya ha caído, y con eso la locomotora de la actividad económica mundial se paró. De pronto, se hace evidente un círculo vicioso: la economía de EE.UU. sólo volverá a ponerse en marcha si la burbuja de los valores accionarios se vuelve a inflar; los valores financieros, a su vez, sólo pueden subir en la escala necesaria si la actividad económica real da la señal para ello. Esto equivale a decir que se vuelve a producir violentamente aquella relación «normal» entre la economía real y el capital financiero que desde hace más de una década parecía estar cabeza abajo. El resultado es la contracción que se observa tanto en la actividad económica real como en los mercados financieros. Esta situación torna perfectamente comprensible por qué es necesario hacer como si la crisis argentina fuese un mero caso aislado y excepcional. En el momento de la crisis asiática hubo, de la misma manera que en el caso de Rusia, una reacción en cadena y una evasión general del capital monetario de los «emerging markets», porque los mercados financieros, con su permanente movimiento hacia arriba, eran un «puerto seguro». Sólo que ahora la dinámica especulativa de los propios centros capitalistas está muerta. ¿Adónde debe evadirse el capital monetario? La liquidez también se encogió con el crash y la parálisis de las Bolsas occidentales, pero todavía hay tanto que sobra que se hacen necesarios nuevos campos para las operaciones. Así, de momento los analistas tienen que manifestar una «serenidad» forzada, para aislar el problema de Argentina, mientras los operadores son impelidos incluso a elevar sus inversiones en el mercado financiero (tanto en acciones como, y sobre todo, en préstamos) de Brasil, México, Sudeste asiático, etc.

Recesión estadounidense

De este modo, el capital monetario «caliente» que busca aplicación, si hacemos la comparación con la crisis asiática de 1997/98, fluye ahora en la dirección contraria. Pero la base de la economía real de los «emerging markets» empeoró dramáticamente con la contracción de la actividad económica de los EE.UU. Corea del Sur es un buen ejemplo de lo absurdo de esta situación: allí, el año pasado, las inversiones externas directas retrocedieron casi el 25%, mientras el flujo para acciones y préstamos crecía en escala casi equivalente. Se observa aquí algún desajuste (o al menos indicios de que éste existe). Esta vez es cierto que la crisis de la economía real va a tener muchas más dificultades para obtener una compensación en el capital financiero. Si el nivel de la actividad económica estadounidense no despega de nuevo a tiempo, las exportaciones del conjunto de los países deudores, en Asia, América Latina o cualquier otro lugar, se vendrán abajo; la consecuencia serán nuevas crisis financieras y monetarias. Todos estos países están amenazados de acabar tarde o temprano en la insolvencia, como sucede con Argentina, que al final de cuentas no es ningún caso excepcional. ¿Qué sucederá? Una posibilidad: las deudas, que se volverán insostenibles, serán algún día necesariamente anuladas (no sólo suspendidas por una moratoria), tal como el legislador Solón lo decretó en la antigua Atenas. Entonces los acreedores serán expropiados y el maravilloso dinero de los préstamos estará de pronto tan poco disponible «por ahí» como el dinero representado por los valores ficticios de las acciones después de la caída de las cotizaciones. Esta expropiación, sin embargo, no amenaza sólo a unos pocos grandes capitalistas financieros, sino también a millones de pequeños inversores, ahorristas, jubilados, etc. Son grandes sectores (sobre todo en Occidente) de población a los que hoy sólo les queda elegir de qué manera se hundirán hasta el fondo del pozo: si como deudores o como acreedores, porque directa o indirectamente son ambas cosas a la vez. A diferencia de la Atenas de Solón, después de un desendeudamiento no proseguirá la vida normal; son los fundamentos mismos del orden social los que de este modo se pondrían en cuestión. Ésa es la principal razón de por qué se puede hablar tan poco de la anulación de las deudas actuales: sería exponerse demasiado.

Fachada de normalidad

O entonces –y ésta es otra posibilidad– la exigencia a los deudores se cumple sin piedad: en este caso, para que sean cubiertos los costos, tendrán que ser extraídos de la población de los países deudores. Esta extracción será tanto más profunda cuanto menores sean las posibilidades de renegociación a través de las instituciones financieras internacionales. Ya en las crisis que se sucedieron hasta hoy en Asia, México, Rusia, Turquía, etc., la fachada de normalidad capitalista-financiera sólo se pudo volver a levantar a costa de millones de personas que vieron estancarse su existencia social. El caso de Argentina parece trazar una nueva configuración de esas amargas consecuencias: en principio, vastos sectores de la población tendrían que dejar de comer y beber durante algunos meses para que las exigencias de los acreedores quedaran satisfechas. La situación amenaza con volverse incontrolable: o el capital financiero capitula, o se inicia una catástrofe social como nunca se ha visto. Argentina es un precedente para el desarrollo global de los próximos años.



Febrero, 2002