El honor perdido del trabajo
El socialismo de los productores como imposibilidad lógica
—segunda y última parte—
—segunda y última parte—
Original alemán: “Die verlorene Ehre der Arbeit”, en revista Krisis nº 10, Erlangen, 1991. Disponible en www.krisis.org, así como la versión italiana, “L'onore perduto del lavoro”, Manifesto Libri, Roma, 1994. Versión portuguesa, “A honra perdida do trabalho”, en Grupo Krisis http://planeta.clix.pt/obeco, 29.11.02. Traducción del portugués al español: Round Desk.
Robert Kurz
La categoría de «intercambio»
Tal vez en ningún otro punto se vuelva tan nítido el carácter burgués del marxismo del movimiento obrero, incluso del aparentemente más radical, como en la cuestión del «intercambio» en la ambicionada sociedad socialista supuestamente no-burguesa. Este es uno de los pocos puntos en los que las declaraciones explícitas de Marx se muestran del todo inequívocamente incompatibles con el conjunto del marxismo. Si en lo que respecta a una «ontología del trabajo», las posiciones asumidas por Marx en muchos de sus escritos se revelan francamente ambiguas, equívocas y contradictorias en sí/9, esto no vale para su definición de «intercambio» en una sociedad socialista, sobre todo en la Crítica del Programa de Gotha. Esta definición dice simplemente que en una sociedad socialista no puede existir ningún «intercambio». Aquí cae ruidosamente por tierra hasta el subterfugio habitual de los marxistas, que suelen barrer rápidamente debajo de la alfombra todas las declaraciones incómodas de Marx, afirmando que sólo son válidas para la fase «posterior» y «superior» de un comunismo aplazado para un futuro imaginario, y por tanto absolutamente irrelevantes para cualquier discusión teórica sensata. En realidad, Marx habla explícitamente de la «primera» fase del «socialismo», inmediatamente posrevolucionaria, en la cual todo el «intercambio» tiene que perder su objeto y por tanto ser abolido. No vale la pena buscar un «revisionismo» patente incluso en el plano filológico, hasta en los marxistas aparentemente más ortodoxos, pues felizmente la exigencia meramente filológica de la letra de los textos sagrados se convirtió en tan descabellada que ya nadie con pretensiones de ser tomado en serio puede argumentar en este plano.
Esta afirmación de la teoría de Marx debe en consecuencia ser considerada única y exclusivamente en su contenido objetivo, en el que su peso ya es suficientemente grande. Pues Marx tiene que formular forzosamente este argumento apodíctico contra el «intercambio» para ser coherente con la propia «crítica de la economía política». En sentido contrario, el apego del marxismo a la categoría de «intercambio» o la total falta de claridad sobre este tema demuestran una incomprensión absoluta de la tan evocada «crítica de la economía política». Es posible verificar, por las consecuencias para el concepto de socialismo, si la crítica teórica de la sociedad burguesa fue o no comprendida. ¿Por qué la apodíctica negación marxiana del «intercambio» en una reproducción socialista es tan forzosa como resultado de la crítica del modo de producción capitalista? El centro de esta crítica está en la crítica del trabajo abstracto como proceso tautológico y autorreferencial del trabajo social, como producción de «trabajo muerto» o «valor» a través del trabajo vivo. Pero esta autorreferencialidad tautológica sólo es sin embargo posible mediante el cambio de forma del trabajo, que «se representa» como su propio otro en el dinero. En otras palabras: la reproducción de la sociedad así constituida no es posible como identidad inmediata de producción y consumo, sino que se tiene que duplicar como «producción» por un lado e «intercambio» o «mercado» por otro.
El cambio de forma del trabajo vivo en trabajo muerto no puede agotarse en la «representación» del trabajo pasado «en» el valor de uso de los bienes producidos, pues en esta figura el cambio de forma permanece aún «impuro». La existencia transformada del trabajo pasado como «valor» tiene que ser separada de la forma material del valor de uso, y la abstracción social del «trabajo muerto» tiene que tornarse «tangiblemente real», «abstracción real» también en un sentido inmediatamente de cosa. Esto ocurre en el dinero, o sea, en el valor de uso de la «mercancía particular» que un proceso histórico inconsciente convirtió en «mercancía general» y, por tanto, en forma inmediata de representar la abstracción del trabajo social.
El cambio de forma de la tautología social del «trabajo» se realiza de tal modo que, en el proceso productivo, el trabajo vivo se metamorfosea en la forma del valor de uso de los bienes producidos, que «son» al mismo tiempo bienes útiles concretos y trabajo abstracto muerto. El cambio de forma sólo se completa cuando, en el «intercambio» del mercado, la abstracción social de la forma del trabajo muerto se escinde como dinero de los bienes útiles, y el trabajo muerto «es representado» en una forma pura. Por tanto, el intercambio no es nada más que el proceso de realización del trabajo abstracto. Y el mercado, en el que tiene lugar ese «intercambio», no es nada más que la «esfera de realización» de la tautología social sin sujeto, o sea, del fin en sí mismo de la transformación del trabajo vivo en trabajo muerto, o incluso de la transformación del trabajo social en otra forma de sí mismo. Esta escisión de la reproducción social en «producción verdadera» e «intercambio» es simultáneamente el núcleo de la escisión en general de esta sociedad en «ámbitos» o «esferas» separadas.
Ahora se comprende fácilmente por qué no le quedaba a Marx sino negar apodícticamente desde el principio la esfera del «intercambio» en una reproducción socialista, ya que su liquidación era tan sólo la consecuencia lógica de la liquidación del trabajo abstracto, sin la cual a su vez no es concebible ninguna superación de la «economía política» o del «capital». Si él hubiese tratado como una categoría funcional del socialismo el propio «proceso de realización» del fetiche social del «trabajo», habría tenido que hacer pasar, conscientemente, una determinación básica del capital por una categoría «socialista». El marxismo hizo exactamente eso, al formular la cuestión de cómo serían los aspectos del «intercambio» en el socialismo. De tal modo, absorbió inconscientemente en su concepto de socialismo una premisa legada por la lógica de la mercancía, lo que por sí solo bastaba para hacer fracasar miserablemente toda la determinación teórica y práctica de una planificación social ex ante. El postulado del «intercambio» en el socialismo no es sino la consecuencia lógica del trabajo abstracto, también él presupuesto ciegamente.
La disculpa que se puede alegar es obviamente el «muy débil desarrollo de las fuerzas productivas». Si esta fórmula tan inflada no ha de servir sólo para una superficial apología, cabe preguntarse lo que en resumidas cuentas quiere decir. Ante todo, se debe trazar una nítida línea divisoria con relación a la apologética predominante hasta ahora del «socialismo real» que se desmorona ante nuestros ojos. Esta apologética utilizaba la citada fórmula para justificar –hasta la más completa confusión– un «socialismo difícil», como si el concepto de socialismo fuese posible sin sus condiciones, como si la «existencia real» del trabajo abstracto y del «intercambio» fuese la «dificultad» del socialismo y no su imposibilidad lógica.
¿En qué medida el desarrollo de las fuerzas productivas es «muy débil»? En la medida en que es el gasto de la fuerza de trabajo humana en general el que determina esencialmente la producción, esto es, en la medida en que la propia fuerza de trabajo humana como tal sigue siendo la fuerza productiva esencial. En esta medida, el trabajo abstracto no puede ser superado y no puede haber socialismo. Sólo cuando la ciencia como fuerza productiva, en cuanto forma diferente y superior de la actividad reproductiva humana, comienza a exceder el gasto de la fuerza de trabajo humana en la propia producción, el trabajo abstracto entra en crisis, se torna obsoleto y tiene que ser sustituido por el «ocio productivo», un fenómeno hoy en ascenso en los países occidentales más desarrollados. También la ciencia como fuerza productiva es fuerza productiva humana, pero en un plano diferente y en un nivel más elevado.
El «ocio productivo» implica entre otras cosas que las ciencias naturales y las aplicaciones tecnológicas, yendo más allá del gasto repetitivo de la fuerza de trabajo, vuelven a esta última superflua en un período de tiempo cada vez menor. O sea que la supervisión de los componentes de la producción puestos en marcha y su dirección y posterior desarrollo sobrepasan el gasto de fuerza de trabajo y la sustituyen. De este modo, el propio proceso tautológico y fetichista de cambio de forma del «trabajo» en algo muerto y otro diferente de él mismo, o sea, en «valor» y «dinero», se agota y pierde sentido. Sólo el gasto repetitivo de fuerza de trabajo, como «representación» regularmente renovada de grandes volúmenes de trabajo, puede funcionar como «trabajo», pero no el «ocio productivo» de la ciencia, que se extingue antes incluso de la producción verdadera y propia y no se repite millones de veces ni se «representa» en los productos muertos.
En lo que se refiere al intercambio, el mismo proceso se revela en el plano fenoménico como la «separación» real y como la real ligazón en red de la reproducción social. La «debilidad» de las fuerzas productivas se manifiesta en el marco de la producción en el hecho de que está última está determinada principalmente por el gasto de fuerza de trabajo humana. En lo que respecta a la reproducción total y a las relaciones sociales, esta debilidad ha de aparecer como separación relativa de los productores, y por tanto como necesidad de un «intercambio». Sin embargo, es importante comprender que esta «separación» es sólo un fenómeno, y no la propia esencia y presupuesto. Esencia y presupuesto es la producción como gasto de fuerza de trabajo y, así, como tautológico fin en sí mismo, que aparece en la separación de los productores y se instaura como «mercado» o como esfera de «intercambio», para «realizar» la tautología social del «trabajo». La separación de los productores y, como consecuencia, el «intercambio» son las formas fenoménicas del trabajo abstracto o de la tautología en que se resuelve el puro gasto de fuerza de trabajo.
Aquí conviene sin embargo proceder a una pequeña corrección de la terminología marxiana. Marx repite frecuentemente que se trata de «trabajos privados independientes entre sí». Pero las cosas no son exactamente así. Los «trabajos» son sólo realmente independientes entre sí cuando aún no se trata de «trabajos privados», cuando las formas de reproducción están basadas aún en la consanguinidad, esencialmente ligadas a la naturaleza (de los pueblos primitivos a la «casa completa»), y cuando rige una economía casi autárquica, donde el «intercambio» ocurre sólo de manera casual, ocasional o marginalmente como «intercambio de excedentes»/10.
En niveles más elevados del desarrollo de la producción de mercancías, en los cuales ya se formaron elementos del trabajo abstracto y donde consecuentemente el «intercambio» alcanza cierta regularidad y constancia, los productores permanecen realmente separados como antes, y sin embargo son cada vez menos «independientes» entre sí. Hasta se podría decir que cuanto más «privados» se vuelven los trabajos, menos «independientes» son entre sí en el sentido concreto y material. La razón de ello reside en el desarrollo de las fuerzas productivas que supera la relación inmediata con la naturaleza y hace surgir una división del trabajo de orden superior a la tosca división del trabajo que imperaba en la relación inmediata con la naturaleza. De este modo, entre los productores separados se crea una interdependencia material que los convierte tendencialmente en productores de trabajo abstracto y que impone la duplicación fetichista del trabajo como «valor» o dinero en la esfera escindida del «intercambio».
El nexo que liga materialmente a los trabajadores separados como totalidad de la reproducción social existe por tanto «en sí», pero no «para» los productores, o sea, existe «externamente» a ellos, como objetividad que se les contrapone y como cuasi naturaleza del propio proceso social en el que actúan («segunda naturaleza»). Cuanto más progresa la división social del trabajo en esta forma, más se vuelve el trabajo la esfera escindida del trabajo abstracto y aparece como extensión manifiesta de la esfera de realización del «intercambio», y tanto más se eleva el grado de desarrollo de la cultura social, aunque siempre como «esfera» escindida, puesto que la «sociabilidad» en general ya no puede manifestarse en una unidad orgánica como el proceso de la vida y del trabajo. Lo trabajos se tornan cada vez más trabajos privados y separados, pero precisamente por eso cada vez más interdependientes.
El proceso en que se forma y se extiende la producción de mercancías, esto es, el trabajo abstracto, podría ser caracterizado al mismo tiempo como proceso social de ligazón en red de la producción y de la reproducción, sin el cual ni siquiera existiría nada como «sociabilidad». Se observa así una lógica peculiarmente contradictoria de este proceso de ligazón en red basado en la forma de la mercancía. En cuanto la forma de la mercancía representa una forma superior de sociabilidad y de cultura social sobre todo en los intersticios de la reproducción precapitalista (con su floración culminante en la cultura urbana, relativamente breve, de la antigüedad), todavía no se halla desplegada y no puede corresponder plenamente al concepto de trabajo abstracto. Pero a medida que la propia forma de la mercancía se vuelve la forma social de reproducción y despliega completamente la lógica tautológica del trabajo abstracto –y esto sólo puede ocurrir cuando la propia fuerza de trabajo asume la forma de la mercancía, o sea, con el principio de la plusvalía–, al mismo tiempo se convierte gradualmente en obsoleta, esto es, se torna claro que ella no es en sí misma una forma superior de sociabilidad, sino un simple «momento de mediación» para la preparación y formación efectiva de esta forma superior. En otras palabras, la forma de la mercancía es solamente un ciego estadio transitorio en el proceso de socialización de la reproducción humana.
Esta circunstancia está oscurecida justamente por la existencia milenaria del «intercambio», de la mercancía y del dinero: un estadio larvario «trabado» y no desarrollado que ha durado milenios y que sólo fue roto con la relación capitalista de la «modernidad», en el despliegue sin precedentes de la dinámica del trabajo abstracto. Sólo ahora la forma de la mercancía se vuelve transitoria en la figura de la «plusvalía». Sólo en este movimiento transitorio la forma de la mercancía se torna por primera vez la forma social total de la reproducción. Ella se revela como pura contradicción en sí misma, como forma de crisis en la transición hacia la verdadera socialidad. El capitalismo como un todo puede entonces ser entendido como proceso histórico de crisis, no como el fin de la historia, sino como los dolores de parto de la verdadera sociedad humana; el comienzo de la genuina historia humana se encuentra aún en el futuro.
Este concepto de capital como crisis en sí puede ser comprendido de un modo doble que se expresa en el ciclo de crisis de la historia interna del capital. En la fase ascendente del capital o en la primera fase de transición social, la crisis se presenta aún predominantemente como crisis de afirmación de la relación capitalista, esto es, aparece como crisis de las decadentes formas precapitalistas de reproducción, como volatilización de todas las relaciones corporativas, estables y fundadas en el parentesco de sangre/11, cuya crisis todavía encubre y domina a la contradicción del propio capital. Este dominio de la crisis de afirmación incluye también las dos guerras mundiales, y en esta fase la crisis no puede aún manifestarse en su núcleo «económico» como crisis de la propia forma, ni puede producir todavía un concepto puro de crisis. La crisis del capital en sí mismo, en la cual el carácter transitorio de la forma de la mercancía se hace plenamente manifiesto, se anunció por primera vez en el período de la fundación del imperio alemán y, después, a escala cada vez mayor, en la crisis económica mundial. Sólo hoy, sin embargo, esta crisis empieza a emerger a la superficie con todo ímpetu en su forma pura, lo que hace de la abolición de la forma de la mercancía una cuestión directa de supervivencia.
Es también en este contexto que se debe considerar el apego del marxismo a la categoría del «intercambio». Varios momentos de la crisis de afirmación del trabajo abstracto fueron confundidos con la crisis del propio capital; esta es sólo otra manera de decir que el marxismo del movimiento obrero se mueve aún, sin saberlo, en el interior del trabajo abstracto, y por tanto de la propiedad privada. En estas crisis de afirmación o de la fase de ascenso del principio de la «plusvalía» y del trabajo abstracto, la ligazón en red de la reproducción social concreta y material no había llegado todavía al punto de poder despojarse del envoltorio del trabajo abstracto. En el nivel fenoménico, ello se expresa en el hecho de que la relativa separación de las diversas unidades sociales de reproducción no fue superada aún en el plano concreto y material, de manera que la necesidad del «intercambio» conserva una plausibilidad casi ontológica.
La relativa separación de los productores, las necesidades materiales y técnicas y la determinación del trabajo abstracto no pueden ser distinguidas aún analíticamente, aunque Marx ya haya dado aquí el paso teórico decisivo; con todo, para un programa social concreto de superación de las condiciones dadas ese paso no es todavía suficiente, y el marxismo del movimiento obrero se muestra incapaz, incluso en el plano teórico, de efectuar la concreción. La laguna de la «separación» se muestra probablemente con la máxima evidencia en la relación entre «ciudad y campo», pues aquí no se puede pensar en otra relación que no sea la de «intercambio». Hasta ahora no se ha producido ninguna «red» directa y abarcadora, ni siquiera en el interior de las industrias, como por ejemplo entre la producción textil y la industria minera.
Esto sólo significa que el trabajo abstracto no cumplió aún por completo su «tarea» (tal formulación sólo es posible obviamente a posteriori, ya que no hay nadie que «imponga la tarea») de desarrollar las fuerzas productivas, y por tanto la cada vez más vasta ligazón en red concreta y material. La «ligazón en red» de la reproducción concreta y material sólo se vuelve incompatible con el envoltorio del trabajo abstracto y por tanto con el «intercambio» como su forma fenoménica a partir del grado de desarrollo de las fuerzas productivas en que hoy empezamos a entrar. Sólo ahora se disocian indiscutiblemente, por un lado, la ligazón en red de la reproducción material concreta, urdida «a espaldas» de los productores, y por otro, la determinación de la forma de esa reproducción encarnada en la tautología fetichista del «trabajo» que se manifiesta como «intercambio». La «separación» de los productores perdió definitivamente cualquier fundamento material y técnico y se limita ahora a la determinación de la forma puramente abstracta, que se vuelve con ello obsoleta e insostenible.
La «superación del divorcio entre ciudad y campo», que el movimiento obrero entendía aún como utopía trascendente de una futura sociedad socialista, fue realizada por el propio capitalismo a través de la industrialización y cientifización de la agricultura, así como lo fue la fusión de las industrias cada vez más entrelazadas en un único y gigantesco conglomerado de reproducción, consumada por la microelectrónica, por la automatización flexible y por la ligazón en red informatizada. En la determinación de la forma del trabajo abstracto o del «intercambio» esto significa que las cosas muertas están socializadas, mientras que los productores vivos, cuya actividad productiva y reproductiva se entrelaza sin embargo de modo general y abarcador, se han transformado, en su condición de seres sociales, en mónadas del dinero, totalmente separados entre sí. Esta situación, no obstante, es insostenible y precaria: la separación total, que ahora reside sólo en la pura forma social sin ningún contenido, exige urgentemente una «inversión», esto es, la socialización de las propias personas en vez de las cosas. En su ápice histórico, el trabajo abstracto entra en colapso; su victoria definitiva sobre los restos precapitalistas coincide con su derrota definitiva, y por tanto con la crisis del «intercambio» convertido en absurdo/12.
Pero sería un error dar por agotada la lógica del «intercambio» entre unidades separadas de la reproducción social sólo porque la ligazón concreta en red del contenido efectivo implica la disolución del fundamento material y, por así decir, «técnico» de esta forma de relación social. Aunque el nexo de la forma –ahora puro y sin contenido– del trabajo abstracto y del «intercambio» se vuelva completamente obsoleto y se manifieste en todos los planos como un proceso de crisis cada vez más insoportable, la superación consciente de estas determinaciones formales encuentra inicialmente en el propio sujeto obstáculos casi insuperables. Es cierto que los obstáculos, al menos en parte, provienen del desarrollo desigual a escala mundial. El trabajo abstracto alcanzó su horizonte de crisis absoluto, lo que es demostrado por el hecho de que los retrasados históricos del Sur y del Este están definitivamente configurados según esta forma de reproducción y según las determinaciones del sujeto que le son propias (Estado de derecho, democratización), restringiendo así para siempre cualquier espacio ulterior de desarrollo. Lo que ahora aparece como la victoria definitiva de la libertad occidental, de la democracia y de la «economía de mercado», como el «fin de la historia», ya es en verdad parte de su crisis definitiva, en que comienzan a vacilar justamente aquellas determinaciones básicas que ligan entre sí a todas las partes de la sociedad mundial como sistema planetario productor de mercancías, a pesar de los diversos niveles de desarrollo. Pero no es sólo la diversidad de los estadios de desarrollo lo que confunde la visión y crea la impresión de que el colapso del «socialismo real» no es el comienzo del fin del trabajo abstracto y por tanto de la forma de la mercancía en general, sino simplemente la victoria de la verdad sobre el error o el «regreso» de un descarriado a la eternidad ontológica de la sociedad burguesa. Más bien, es el lado más profundo de la subjetividad burguesa, incluso en los países más desarrollados del propio capital, el que huye despavorido ante la perspectiva de una superación de sus límites.
Para la conciencia burguesa (incluyendo al movimiento obrero), la subjetividad constituida por la forma de la mercancía es idéntica a la subjetividad tout court. Esto es absolutamente correcto en la medida en que el sujeto social constituido por la forma de la mercancía fue el primero y hasta ahora el único de la historia universal; no hay ningún término de comparación. Los «primeros filósofos» y el pensamiento científico en general surgieron juntos con la forma de la mercancía (Thomson, Sohn-Rethel, entre otros) y con las primeras formas embrionarias del trabajo abstracto, así como el «decir Yo» en el sentido de una subjetividad no sólo personal, sino también social, que hace valer su «interés». Todas las condiciones de vida y relaciones sociales que están más allá de esta forma y la vuelven distinta y en consecuencia reconocible se encuentran en la vieja dependencia de la naturaleza, en la cruda relación con la naturaleza y con los fetiches naturales, a partir de la cual la humanidad se lanzó, por medio de la forma de la mercancía, al mar «abierto» de la subjetividad social. Todos los conflictos históricos y sociales propulsores de la modernidad se desarrollaron en el interior de esta forma. El objetivo oculto del viejo movimiento obrero era, y sólo podía ser, el de alzarse, a través de la acción colectiva y de la organización de las masas de productores inmediatos, de la condición no-social y no-individual de mero instrumento de la unidad de reproducción feudal y preburguesa a la individualidad del ser social autónomo, esto es, a la liberación del carácter de mercancía de la fuerza de trabajo.
La definición de sujeto aquí contenida no se agota, sin embargo, en lo que respecta al concepto de individualidad, en la necesidad técnico-material del «intercambio» entre sectores realmente separados como «ciudad y campo». En realidad, el individuo así constituido se concibe necesariamente por su «naturaleza» (o sea, por su segunda naturaleza social) como un ser que se enfrenta al todo de la sociedad y que sólo puede entablar contacto con este todo única y exclusivamente a través del «intercambio», so pena de pérdida del Yo. Las modalidades de esta relación pueden ser muy diversas o pensarse dentro de los ropajes más fantásticos; sin embargo, permanecen como secundarias y dependen de la forma vacía y estéril: «Intercambio, luego existo». El obrero aislado se concibe como portador de la fuerza de trabajo, sin pensar jamás en el hecho de que así se encuentra ya siempre determinado por la forma del trabajo abstracto. Con necesidad lógica, concibe su cuota individual del trabajo social global como su propio «intercambio» individual con «la sociedad», a la cual le cabe legislar con «justicia» y según las necesidades de él (como trabajador abstracto). Con todo, este modo de pensar o esta ideología corresponden a un estadio relativamente avanzado en el desarrollo del trabajo abstracto y por tanto del proceso social de ligazón en red. Esto es evidente si lo comparamos con la originaria ideología burguesa de base que se convirtió en la ideología de los comienzos del movimiento obrero y, aun en el siglo XX, de sus corrientes anarquistas (Proudhon), cooperativistas, etc. La más elemental definición burguesa del sujeto (o del concepto correspondiente de individualidad) no se refería todavía al «intercambio» del individuo con «la sociedad», sino al «intercambio» del productor o «trabajador» (o de su familia) con otros productores semejantes. Aquí, el hecho de que cada cual sea un individuo social porque «representa» una determinada cantidad de trabajo social abstracto no se separaba todavía de las formas de la división del trabajo: el «intercambio» podía así ser pensado ideológica y directamente como la relación entre «trabajadores honestos», casi como el «intercambio» entre panaderos, herreros, zapateros y campesinos/13. En la primera fase de la división capitalista del trabajo, el movimiento obrero se limitó a «colectivizar» mecánicamente esta determinación burguesa básica de la individualidad y de la subjetividad, convirtiéndola en una ideología del «intercambio entre trabajadores honestos» entre colectivos (cooperativas) de panaderos, herreros, zapateros o campesinos. La crítica del capital se restringe aquí, muchas veces de manera explícita, a la negación de las formas secundarias y de las metamorfosis incomprendidas del dinero, sobre todo del capital monetario que rinde intereses («sin trabajo»), como sucede de modo ejemplar en Proudhon.
El concepto de «intercambio» entre la «sociedad» y el individuo «trabajador» –no importa si hombre o mujer, cualificado o descualificado, cristiano o musulmán, nacional o extranjero– indica al contrario, por su grado superior de abstracción, un estadio superior de desarrollo del trabajo abstracto. Una vez elaborado, en la ideología y en los hechos, el concepto puro del par antitético de «individuo» y «sociedad», el movimiento obrero moderno (para nosotros ya «viejo») se reveló como su protagonista más celoso y obstinado. Es en los estadios más avanzados del desarrollo del trabajo abstracto, y por tanto del proceso social de ligazón en red, que la categoría del «intercambio» pierde progresivamente, incluso en el terreno del movimiento obrero, los últimos harapos concretos y materiales para presentarse en su pura y estéril desnudez como abstracta y burguesa determinación del sujeto.
El «socialismo» como utopía de una «sociedad del trabajo», como pura totalidad del gasto de la fuerza de trabajo, realizada aproximadamente tal vez en Corea del Norte o, en un nivel técnico más elevado, en Alemania Oriental, implica también la forma más pura y más abstracta de «intercambio» como pura categoría funcional burguesa, como forma de relación por así decir típica e ideal de las abstracciones reales de «individuo» (fuerza de trabajo) y «sociedad» (Estado). Hacer descender sobre la Tierra los ideales celestiales de la Ilustración burguesa se reveló sin embargo como un verdadero infierno, y la pura definición burguesa del sujeto, como una desubjetivización de los individuos fantasmagóricamente burocrática y casi idiota, tan pronto como éstos se formaron, aunque sólo aproximadamente. Es una de las ironías más sarcásticas de la historia mundial el hecho de que no haya sido el desarrollo orgánico de la sociedad burguesa occidental el que produjera una caricatura tan tétrica. En ésta, realmente, el «desencanto» del sujeto burgués del «intercambio» empezó mucho antes y tuvo mucho más tiempo para recuperar su sobriedad, coincidiendo este proceso con el desarrollo de las fuerzas productivas destinadas a romper con el trabajo abstracto.
Sólo la parte más atrasada de la sociedad burguesa, en que era objetivamente inevitable una «forma burguesa de modernización tardía», pudo alimentar la ilusión de un «intercambio planificado», esto es, la tentativa necesariamente superficial y condenada al fracaso de realizar inmediatamente las categorías ideales típicas de la sociedad burguesa en su forma más pura y abstracta e incluso concebir esta empresa monstruosa como «socialismo». Comparadas con el nivel material y real obtenido con la ligazón en red de la reproducción, las seudo-realizaciones externas de una sociedad de trabajo total, o sea, de un Estado y de un «intercambio planificado» impregnados por las categorías burguesas en estado puro e ideal, se muestran como espejismos o escenarios hollywoodenses de cartón piedra y dimensiones fabulosas. La sociedad del trabajo supuestamente totalizada produce únicamente hierro viejo y nada más; el Estado supuestamente totalizado posee una capacidad de intervención mucho menor que la de cualquier consejo de provincia y no logra recaudar siquiera los impuestos; el supuesto «intercambio planificado», por fin, se revela como una simple cortina de humo para encubrir el mayor mercado negro de la historia mundial, o como una especie de sistema de prebendas, comparable quizás a la posición social del aparato eclesiástico en la Edad Media. Mantener a los pueblos sometidos por las armas durante algún tiempo, esto ya lo sabía hacer Gengis Khan. Lo que el «socialismo real» produjo fue la caricatura de una sociedad burguesa «pura», como ningún cerebro humano lo hubiera podido imaginar de forma más maligna. Una caricatura, pues las variantes de la determinación de la forma relativas a Occidente son hasta cierto punto un intento de «realización de ideas», es decir que se trata de la ideología burguesa «realizada», de la «falsa conciencia» convertida en realidad institucional como paradoja de una artificiosa recuperación de la forma burguesa, en la cual la inconsciencia debía consumarse conscientemente. La sociedad burguesa «pura», crecida orgánicamente, como la encontramos hoy en su nivel de desarrollo más elevado en Occidente, deja a su ideología del «intercambio de trabajo honesto», fundada en la sociedad del trabajo, allí donde debe estar: en el cielo de las ideas. Ella está realmente fijada al ciego automovimiento del trabajo abstracto, cuya dinámica, junto con el desarrollo de las fuerzas productivas, liberó la individualidad abstracta y la subjetividad burguesas con mucha más fuerza y pureza que la «realización» –sólo exteriormente aplicada a sociedades atrasadas– de los ideales burgueses del «intercambio de trabajo honesto» entre el individuo y la «sociedad».
Esta liberación llegó al punto de hacer que la «desubjetivización del sujeto» en Occidente ya no tenga que expresarse en una burocracia de guardia republicana o en la transformación de la sociedad en un gran campamento de boy-scouts, como fue el caso de Alemania Oriental. Existe sin duda una gigantesca burocracia también en Occidente, pero ésta se reveló como una mera instancia ejecutiva del movimiento ciego y reificado del «sujeto automático» del trabajo abstracto. En el «socialismo real», por el contrario, la «pureza» de la abstracción real tiene que presentarse como encarnación caricaturesca, anticuada y lastimosa de los ideales burgueses, justamente porque en aquellas sociedades no se consumó el sujeto individual burgués de la abstracción real, lo que corresponde a un desarrollo técnico-material atrasado de las fuerzas productivas dentro del envoltorio de la forma burguesa. En estos países aún existen de hecho «obreros y campesinos» que trabajan con «hoz y martillo». El peculiar desarrollo de las contradicciones de una «forma burguesa de modernización tardía» produce así una caricatura histórica, que es una formación social resultado de la tensión entre atraso material e individualidad insuficientemente desarrollada, por un lado, y el voluntarismo burocrático que «realiza» institucionalmente los ideales burgueses de «intercambio» y «trabajo», por otro.
La ideología encarnada por la sociedad burguesa más moderna acaba pues necesariamente por oponerse como aparato externo a los sujetos del «trabajo» y del «intercambio» de la sociedad burguesa aún (relativamente) toscos y escasamente desarrollados. La «lucha de clases», la figura arquetípica por la cual se impuso la «sociedad del trabajo» burguesa, se conservó petrificada tanto en los aparatos estatales y partidarios del «socialismo real» como en los sindicatos y en la socialdemocracia occidentales. Si el «eje racional» de este desarrollo consiste naturalmente en impulsar el trabajo abstracto todavía insuficientemente desarrollado y en imponer la sociedad burguesa «pura», en el Este asumió los rasgos de una «modernización tardía» y de formas particularmente paradójicas de antinomia social. Lo que queda de esta construcción son las industrias de base y los fundamentos de una infraestructura moderna. Pero el horizonte temporal de este «núcleo racional» ya hace mucho que fue superado. Las masas del Este, con todo derecho, reivindicaban la transición hacia una sociedad burguesa «normal», que sostuviese sus ideales en el cielo de las ideas en vez de dejarlos caer a tierra, envueltos en trajes de los años cincuenta, dándose aires de importancia y regulándolo todo hasta bordear la imbecilidad; querían una sociedad que al fin enviase al museo la anticuada «lucha de clases» y que «liberase» los elementos de la individualidad y subjetividad burguesas abstractas penosamente formados –una sociedad que, en una palabra, volviese finalmente operativo el «intercambio», dando así libre curso a la perfección del trabajo abstracto en su «esfera de realización», en lugar de fundar este «intercambio» en la insensatez lógica y práctica de una «planificación» con consecuencias cada vez más absurdas.
La desgracia de las corrientes y partidos de oposición, de los movimientos de masas «progresistas» y «democráticos» en el Este y en el Sur reside en el hecho de que acceden al poder justamente en la época de la crisis global del trabajo abstracto. Lo que ellos desean y que para ellos constituiría efectivamente un «progreso» ya está obsoleto en las sociedades occidentales burguesas, cuyo avance es constante. De la crisis del trabajo abstracto por estancamiento en el Este, se lanzan a la dinámica occidental de esa misma crisis; el bagaje ideológico de la antevíspera sólo fue abandonado para cargar en las espaldas el de la víspera, o sea que la crisis de estancamiento del trabajo en el Este es tanto un indicio como un momento de la crisis del trabajo abstracto en general, esto es, de la crisis del sistema mundial de producción de mercancías, del que el «socialismo real» fue siempre, desde el principio, el elemento atrasado (a pesar de sus esfuerzos pasajeros de independencia).
En el orden del día no está el mero retorno desde el «intercambio planificado» al «intercambio» burgués operativizado y normalizado como esfera de realización del trabajo abstracto «liberada», sino la crisis del «intercambio» en general, como forma fenoménica del agotamiento del trabajo abstracto en los centros del mercado mundial. En el marco de la sociedad mundial, los reformistas de los países del Este se asemejan a aquellos campesinos insurrectos que aún no se habían enterado de que el anhelado cambio de poder ya había ocurrido un siglo antes en la capital y que sus líderes y héroes del momento hacía mucho que estaban sepultados y momificados. Ellos quieren empezar a nadar como sujetos burgueses exactamente en el momento en que el sujeto burgués está condenado a ahogarse.
Sin duda, los criterios de lo que vendrá «después» no pueden ser tomados del pasado de una «lucha de clases» cubierta de pátina o de una época heroica ya superada de la sociedad burguesa. Un socialismo posburgués (posmoderno, posfordista, postindustrial, posmarxista, etc.) ya no puede basarse en el «trabajo» ni mucho menos en el «intercambio». Para el sujeto posburgués que ya no puede concebirse como «individuo que intercambia», los criterios para «pensar lo impensable» sólo pueden ser derivados de la existencia de las fuerzas productivas y de los potenciales de automatización más modernos, tal como éstos se formaron «a espaldas» de los obstinados sujetos del «intercambio» y del «trabajo», en la forma de una nueva potencialidad social que hasta ahora sólo existe en el plano material. Estas nuevas fuerzas productivas hacen cada vez más imposible que el individuo conciba la propia «fuerza de trabajo» como su potencial individual de «gasto» o que considere su «trabajo» como la prestación individual correspondiente de tal «gasto», que, una vez «objetivado», aparece de cierta manera como fruto de sus intercambios con los otros productores o con «la sociedad». Este individuo está cada vez menos «detrás» y cada vez más «al frente» o hasta «por encima» del proceso productivo real, que ya está «ligado en red» y socializado, incluso antes de que él mueva un solo dedo.
Cada vez más este proceso productivo representa no el puro «gasto de fuerza de trabajo», sino el empleo racional de «medios», en el sentido del proceso de metabolismo con la naturaleza. Y cada vez más este proceso productivo no exige en primer plano la producción y el desarrollo de las fuerzas productivas como tales y por sí mismas, sino un cálculo racional de las consecuencias materiales y de los nexos funcionales. El individuo no representa ya una cantidad social de «trabajo abstracto», cuya sociabilidad «se realiza» como tal sólo a posteriori; más bien, él ya se encuentra a priori en una correlación social de reproducción material que también ex ante tiene que ser «planeada» como correlación material, esto es, como proceso racional de medios y de consecuencias.
Lo importante ya no es el gasto individual de trabajo y su volumen total, sino el planeamiento y la dirección del nexo funcional material de reproducción, ahora inmediatamente social. No tiene relevancia alguna si el individuo «trabaja» dos o cinco o seis horas; lo importante sólo es que los elementos puestos en movimiento tengan un «sentido» en relación con el contenido y las consecuencias materiales. Nadie es ya portador de «fuerza de trabajo», la cual, o cuya «prestación» (objetivada de manera de ser medida individualmente), pueda entrar en un «intercambio», sino que todos son parte de un conglomerado de reproducción en el plano de la totalidad social, cuyo movimiento material tiene que ser dirigido y controlado colectivamente. Sobre esta base, «planeamiento» significa algo completamente diferente del «intercambio planificado» del «trabajo honesto», que sólo en este nivel de desarrollo de las fuerzas productivas puede ser reconocido como un absurdo lógico.
NOTAS
9. Tal hecho indica simplemente el doble carácter de la teoría de Marx en su conjunto: el de ser por un lado crítica de la economía política y, por otro, teoría legitimadora del «movimiento obrero». Este «doble Marx» puede y debe ser reducido hoy a su núcleo válido, punto de partida para nuevos desarrollos. De hecho, la tarea del «movimiento obrero» está agotada y perdió su objeto como exigencia de «llevar a cabo» la sociedad burguesa hasta los confines del trabajo abstracto. La crítica de la economía política, por el contrario, debe ser aún realizada como tarea trascendente al «movimiento obrero», y esta trascendencia sólo se puede reconocer a partir del nivel actual del proceso de socialización.
10. Aquí no existe todavía ningún trabajo abstracto: el proceso total de reproducción, incluso los momentos culturales, es aún en su conjunto un proceso de trabajo y, consecuentemente, concreto como totalidad. En el intercambio, en la medida en que ocurre en los «márgenes» de esta reproducción concreta, la abstracción del «trabajo» tiene que ser operada por decirlo así a posteriori, lo que se expresa en la existencia del dinero (empezando por su función sagrada, es decir, aún como «abstracción real» vinculada al proceso total de la vida). El propio trabajo todavía no puede ser abstracto, y por tanto el «intercambio» no es necesario, sino ocasional, marginal y literalmente a posteriori. El productor no produce «en vista del intercambio» como realización del trabajo abstracto. Esta circunstancia empírica, histórica y prehistórica, podría inducirnos a considerar el «intercambio», ya que es empíricamente primario, como categoría esencial de la forma de la mercancía. Pero se trata aquí meramente del estadio embrionario no desarrollado, a partir del cual la determinación esencial aún no puede ser consumada. Con base en el propio concepto, el «intercambio» es la forma fenoménica ulterior del trabajo abstracto, lo que sólo puede ser reconocido en determinado nivel de madurez de tal relación. El hecho de que en un estadio casi prenatal de esta relación ello pueda parecer, en el plano empírico, lo contrario, en nada afecta a esta lógica.
11. Este hecho configuró hasta hoy una forma particularmente reaccionaria de crítica de la sociedad y del capitalismo, que fija sus criterios positivos en la «concretez» –pasada o en vías de superación– de la vida en oposición a la abstracción social del trabajo, esto es, del «valor» y de sus diferentes emanaciones. Tal crítica reaccionaria no se limita en modo alguno a corrientes de «derecha», conservadoras e impregnadas por el pesimismo de la cultura; por el contrario, es constitutiva de la conciencia del movimiento obrero y de sus ideologías, incluidos el marxismo en sus muchas variantes y la Teoría Crítica. «Progreso» y «crisis» son de hecho idénticos en tanto la forma del progreso no sea plenamente descifrada y reconocida como transitoria.
12. No sé con qué se puede comparar metafóricamente este absurdo: quizá con la situación de unas personas que vivieran en la misma casa, pero que se comunicaran entre sí únicamente por satélite. Sin embargo, incluso esta comparación falla, ya que toma como parámetro un absurdo en el plano concreto y material. La forma de la mercancía, en las condiciones de la socialización «postindustrial», es en verdad todavía más absurda.
13. Es lógico que en este estadio del «intercambio de trabajo honesto», esencialmente impregnado todavía por la división de trabajo artesanal, sólo el obrero «cualificado» que procede al intercambio, el jefe de familia de sexo masculino, aparezca como sujeto e individuo, mientras que sus familiares, su clientela, etc., inclusive su mujer, siguen siendo un «instrumento», un no-individuo y un no-sujeto.
primera parte