LOS ÚLTIMOS COMBATES (1996) / segunda parte

LOS ÚLTIMOS COMBATES (1996) / segunda parte


ROBERT KURZ

El Mayo parisino de 1968, el Diciembre parisino de 1995 y el reciente Acuerdo de Trabajo alemán

Texto original alemán en Krisis, nº 18. Erlangen: Horleman, Nuremberg, 1996. Versión portuguesa en Novos Estudos CEBRAP, Nº 46, S. Pablo, noviembre 1996. Traducción al portugués: José Marques Macedo. Traducción portugués-español: Round Desk.



La miseria del Diciembre parisino

¿Qué Diciembre parisino?, estamos tentados de preguntar, pues de él nos acordamos con tanta dificultad como, por ejemplo, del nombre del presidente del FDP/6.El Diciembre parisino de 1995, ocurrido hace poco (escribo a comienzos de febrero de 1996), no se convirtió en un paradigma como el Mayo parisino; su tenue rastro luminoso no quedará grabado en la historia. Y ello no solamente gracias a la diferencia de clima entre esos dos meses. Vale recordar, por tanto: en diciembre de 1995, Francia fue sacudida durante algunas semanas de forma aparentemente casi tan fuerte como en Mayo del 68. No hubo ocupación de fábricas, e incluso la huelga general fue sólo indirecta: en virtud de la paralización de los transportes públicos, prácticamente todos los demás sectores quedaron paralizados. La ocasión de la huelga fue particular, pero la causa, al contrario, socialmente universal. El gobierno del primer ministro Juppé propuso (nada extraordinario en el mundo contemporáneo) «recortes drásticos» en interés de un Estado financieramente agotado: restricciones saneadoras en el sector ferroviario y restricciones reformadoras de la seguridad social y de la salud en el servicio público. Desde una perspectiva superficial, se trataba, al menos en parte, de la desaparición de privilegios (aunque bastante modestos) de los funcionarios públicos. Por lo común, un interés así limitado no es capaz de obtener universalidad social, mucho menos una huelga en el servicio público, que castiga sensiblemente la vida cotidiana y agota rápidamente los nervios de una población que no reconoce sus intereses particulares al compararlos con los de los funcionarios públicos. Con frecuencia, tal efecto se produce bajo un gobierno en conflicto social con sus servidores; obviamente, Juppé también esperaba afirmarse sobre esa corriente de opinión para embestir contra las huelgas. Sin embargo, ese cálculo cayó por tierra estrepitosamente.

El momento corporativo de la huelga fue inundado de inmediato por una protesta social generalizada que se extendió mucho más allá de su circunstancia específica. No sólo los huelguistas directamente implicados salieron a la calle, sino también centenares de miles de manifestantes. En muchas crónicas, se habló de una «explosión de los sentimientos sociales», del súbito despertar de un espíritu de solidaridad, de un descubrimiento del arte de improvisar y de una camaradería humana sólo vistos en ocasión de grandes incendios y catástrofes naturales. ¿Una especie de milagro de María en medio del desierto de la individualización y de la ausencia de solidaridad típicas de la economía de mercado? El ultrarreaccionario Thankmar von Münchhausen, de la sección financiera del Frankfurter Allgemeine Zeitung, se mostraba pasmado:

• Ningún gobierno democrático debería permitir que se infligiesen a los franceses las privaciones impuestas diariamente, durante ya casi tres semanas, por los sindicatos. Toda modesta queja sobre los efectos –pérdida de sueño y oportunidades de vida y de negocios arruinadas– parte de la afirmación de que se tiene una perfecta comprensión de las exigencias de los huelguistas. Nadie pone en duda el derecho de huelga, ni siquiera en las empresas de monopolio estatal. A juzgar por las voces resignadas, se podría pensar que los funcionarios públicos no impulsan la huelga de manera egoísta contra la sociedad, sino más bien en nombre de ella misma (13/12/95).

Sin querer, comentarios inflamados como éste, extraído de un periódico conservador y antisocial, acertaron: la huelga de diciembre en París contó con semejante apoyo porque de hecho los huelguistas –un tanto inconscientemente– subieron al ring como representantes de todos los asalariados. Sólo a primera vista estaban en juego las jubilaciones de los ferroviarios o el seguro de salud de los funcionarios públicos: en verdad, el blanco de la protesta era el consenso neoliberal de las élites. Fueron las irritantes declaraciones sobre la «imprescindibilidad» de la llamada reducción de los costes sociales, sobre el fin del pretendido toujours plus («siempre más») y sobre la «percepción necesaria», etc., las que encendieron la bilis de las masas francesas. Y con toda razón. Hace mucho que se sabe que la matanza social es generalizada y que el cuchillo para nuestro pescuezo ya está afilado. La espantosa desfachatez de las élites económicas llega hoy al límite –y no sólo en Francia– de querer imponer la quiebra social de su sistema como ley natural a ser aceptada, y a cuyo modelo todos tienen que «adaptarse». El verdadero milagro social de María es que las élites de todo el mundo no hayan sido aún colgadas por tal descaro. Pero mientras los asalariados alemanes se desprenden de buena voluntad de sus calzones en nombre de las leyes del mercado, los franceses parecen por lo menos tener la dignidad de resistir el asedio.

Un motivo suplementario contribuyó tal vez a la grosera impostura de la elección de Jacques Chirac, a la cual, sin embargo, incluso los franceses, contra su propia convicción, fueron arrastrados, pues se dejaron embaucar como todos los individuos seducidos por la economía de mercado. El presidente socialista Mitterrand –trasformado ya hace mucho en monolito, o sea, en un ser mudo y despojado de ideas como una piedra– es quien dio inicio a las restricciones sociales bajo la presión de las «leyes sistémicas» del mercado capitalista, tal como el monolito alemán Helmut Schmidt impulsó antes la «reducción de costes sociales» a la que el gobierno de Helmut Kohl dio continuación con tanto éxito. Teniendo en cuenta que la memoria de los individuos del mercado es extremadamente corta, el candidato conservador, Chirac, al luchar por la sucesión de Mitterrand en el otoño de 1994, tuvo la astuta idea de proclamarse como una especie de populista de izquierda que hablaba de defender socialmente a Francia contra los excesos neoliberales de los socialistas proeuropeos.

Amparado en una «nota» de Emmanuel Todd –integrante de la Fundación Saint-Simon, de cuño académico–, Chirac se dejó arrebatar por promesas sociales. Según Todd, las líneas de los conflicto sociales no se corresponden ya con las líneas políticas –y esto significa que, al menos en la propaganda, la política social y el conservadurismo pueden seguir juntos casi como en los tiempos de Bismarck, en tanto que la ideología progresista e internacionalista de los socialdemócratas (vinculada, sin embargo, a la economía de mercado) tiene que hacer un triste papel ante las clases inferiores. El error lógico fue, no obstante, que Chirac efectivamente ya no contaba, a diferencia de Bismarck, con un campo de acción sociopolítico, sino que estaba más bien forzado, bajo el influjo de los Estados Unidos o de la soñada unión monetaria europea y bajo la presión de los mercados mundiales, a tomar partido rápidamente (más rápido incluso que en relación con la memoria corta del mercado) a favor de las brutales restricciones y romper así, abiertamente, con sus promesas tácticas de campaña. Si en Alemania cada una de las promesas sociales de campaña se puede romper sin mayores perjuicios, en Francia tal proceder es aún castigado implacablemente.

El Diciembre parisino no se convirtió, con todo, en un Mayo parisino. Un movimiento que no tiene sueños ya no es un movimiento. El sueño del Mayo parisino quizás haya sido uno de aquellos de los que ya durante su curso somos incapaces de acordarnos; pudo haber sido inconsecuente y difuso, pero fue el sueño de otra vida, más allá de la estupidez económica del mercado. Interpretado por unos como una frágil utopía y por otros como una variante democrática del «socialismo real» en Occidente, fue sólo ese vestigio de un sueño lo que hizo del Mayo parisino algo digno de ser recordado históricamente. Este sueño, como todo sueño, escapaba ya entonces a la capacidad de comprensión del aparato de los partidos y los sindicatos. Es por ello por lo que tales aparatos esperaban que, a la par del colapso del socialismo estatal en el Este, se malograsen también todas las ideas orientadas hacia una alternativa al sistema. Así, esperaban poder obtener pragmáticamente lo mejor, más allá de las llamadas ideas «irrealizables» y dogmáticas o utópicas.

Pocas veces el anti-sueño de los burócratas occidentales fue desengañado de una manera tan atroz. No comprendieron que, en la dialéctica capitalista, sólo la existencia del sueño de un modo de vida y de producción fundamentalmente diferente es lo que constituye de forma indirecta su propio derecho a la existencia –sea como acólitos vacilantes y refrenadores de un fin anticapitalista y de la revolución social, o (lo que suele ser la regla) como técnicos sociales burgueses, o, en caso necesario, tal vez, como acólitos de la represión. Entre estos polos yace el campo de posibilidades sindicales, inclusive en el sentido de reformas sociales o aun mismo de la simple defensa contra la «reducción de costes sociales». Desde que quedaron únicamente los «realistas» devotos de la economía de mercado, el polo de la crítica radical desapareció. Con ello, sin embargo, todo el campo de posibilidades sindicales cayó por tierra, pues no existe una capacidad de acción unidimensional y dotada de un polo exclusivo.

Si los sindicatos no representan ya una conciencia que, a pesar de la forma de circulación capitalista introyectada, contenga un momento de trascendencia al sistema, entonces su propio derecho a la existencia es totalmente infundado. En la misma medida, como su legitimación de ideas es congruente con el sistema dominante, su campo de acción tiende a cero. La superación (aunque meramente parcial) de la competencia entre los asalariados, de la manera como la exponen los sindicatos, es inviable sin un momento de crítica radical del sistema y, por tanto, de opción –aunque no explicitada– por la superación práctica del sistema como garantía última. Al no existir siquiera la más vaga idea de esa opción, los sindicatos se ven absolutamente extorsionados por las «leyes del mercado», y así ya no pueden poner en evidencia ventajas dignas de mención para sus miembros. Al mismo tiempo, se vuelven superfluos incluso como parachoques del capitalismo contra la escalada de los movimientos sociales. De esta manera, se impone de forma lógica la competencia individual desenfrenada entre los propietarios de la mercancía «fuerza de trabajo». El resultado sólo puede ser la progresiva autodisolución de los sindicatos, como hace ya mucho lo sugiere la constante reducción de sus miembros. Como instancia social de la sociedad capitalista, queda única y exclusivamente, con excepción de las instituciones de caridad como la Bahnhofsmission/7 o el Ejército de Salvación, la administración estatal de los pobres y los trabajadores.

La lúgubre ausencia de sueños de la sociedad occidental, después del fin de la actual crítica (impulsada por los viejos marxistas), conduce también al colapso de los sindicatos. Sus miembros, por sí solos despojados de sueños, olvidaron que su existencia sólo es posible como administradores de un antiguo sueño de emancipación social hace mucho tiempo sepultado. Se olvidaron de que incluso el reformismo más superficial en el interior del sistema capitalista carece siempre de una legitimación que no se puede deducir de los propios criterios sistémicos y necesita de un momento de disenso. La pérdida de toda idea de trascendencia conduce al reformismo sindical a una desesperada defensiva histórica. En vez de poder actuar de una forma estratégicamente más abierta, libre del lastre ideológico, los sindicatos, cuya legitimación se tornó indefendible, son víctimas de la parálisis estratégica. Y en vez poder actuar de una manera pragmáticamente más segura, son inescrupulosamente derrotados por sus «acompañantes sociales», que olfatean la ventaja.

Por cierto, esta situación no puede ser retraducida a las antiguas categorías de la lucha de clases, según las cuales la «clase capitalista» y «su Estado» se encontrarían en pleno avance estratégico. Las ventajas que las cúpulas de las empresas y las asociaciones de empresarios obtienen del desastre estratégico de los sindicatos se limita al restringido cálculo económico-empresarial y no toma en cuenta ninguna visión del desarrollo de la sociedad como un todo. Aunque sea sustancial a la naturaleza del capital, como forma de reproducción social, representar originalmente sólo la suma de acciones de interés restringida a los particulares –acciones éstas que producen un resultado ciego y sin sujeto–, jamás el interés empresarial por el futuro de la sociedad como un todo fue tan reducido como hoy. La defensa franca y encarnizada de la ventaja históricamente imprevista y la «caídas de brazos» a la que en este ínterin todos se someten en el día a día tienen algo de impulso suicida, ya que carecen de reflexión sobre las condiciones futuras de la valorización del propio capital.

Esto se vuelve aún más nítido cuando consideramos el lado estatal (sea cual fuere la vertiente partidaria). La reducción de los costes sociales obedece a los ciegos designios de los índices de crecimiento negativo, del desempleo ascendente, de la recaudación estatal decreciente y de la deuda galopante del Estado, sin que se suponga una instancia reguladora distinta a la malhadada «mano invisible». En otras palabras: la reducción de los costes sociales, las caídas de brazos sociales impuestas «desde arriba», el achatamiento de los salarios, etc., no resultan de un «gran plan» del capital o del Estado. No hay ninguna voluntad políticamente estratégica y de largo alcance que se pueda reconocer detrás de las medidas antisociales, sea en Francia o en cualquier otro país. El propio consenso ideológico y neoliberal de las élites sólo es el resultado de un reflejo pavloviano a las señales de un mercado enloquecido que se autoprocesa.

Justamente por ello, mientras tanto, las protestas caen en el vacío, pues los propios manifestantes reconocieron la actividad insensata de la economía de mercado total como la «única alternativa», y hace mucho que capitularon incondicionalmente ante las leyes del sistema. Si ya no les oponen una simple voluntad estratégica, de la cual se podría obtener algo junto a una contraestrategia inmanente al sistema, sino la pura ejecución sin estrategia de la propia legislación sistémica, entonces ya no tienen derecho a quejarse. La antigua lucha de clases en torno a salarios, condiciones de trabajo, reformas sociales, etc., presuponía no sólo el sistema de producción de mercancías, sino también su capacidad social objetiva de reproducción. Incluso la amenaza implícita de la alternativa al sistema, basada en el socialismo de Estado, se hallaba lejos de trascender las categorías de la moderna producción de mercancías. Ahora se vuelve cada vez más claro que el fin del sueño representado por el socialismo de Estado camina codo a codo con el fin de la capacidad de reproducción social de todos los sistemas productores de mercancías, inclusive en su variante occidental.

La protesta sindical se torna así doblemente indigna de fe. Es incapaz de utilizar el sueño del socialismo de Estado como un catalizador implícito, al mismo tiempo que no piensa seriamente ni siquiera en esbozo –sea en los aparatos, sea en la conciencia de las masas– en una alternativa al sistema: en Francia no se desea siquiera recordar el rastro luminoso de los situacionistas. Sin embargo, los sindicatos se ven en la circunstancia de tener que reaccionar a la creciente (y no confesada) incapacidad de reproducción del sistema. Tienen, por tanto, que movilizar un tipo de lucha de clases, pero paradójicamente sin referencia a la lucha de clases. Tienen que consentir, sin reservas, a las leyes del sistema y al mismo tiempo exigir medidas contra las leyes del sistema (que entonces, claro, no deben recibir ese nombre). Si el sueño de una vida y producción diferentes, no pautadas más por la economía de mercado, prácticamente no existe y se encuentra más lejos de lo que estaba en el 68, los límites objetivos y absolutos del sistema productor de mercancías, por su lado, se han vuelto mucho más próximos que en el 68. Antes había un pequeño sueño, en cuanto el campo de acción inmanente al sistema era grande; ahora no sería necesario un gran sueño para poder sobrevivir de forma razonablemente digna. Cartas ruines para los realistas.

El Diciembre parisino, para volver al asunto, mostró de forma ejemplar la desolada situación de conflicto de los sindicatos y del movimiento de protesta social por lo menos en tres puntos. Primero, el movimiento no se irguió desde el principio con sus propias exigencias positivas. Tal vez, por primera vez en la historia de los movimientos sociales modernos, las razones que impulsaron los actos se redujeron al lastimoso deseo de que, si Dios quisiera, todo continuaría de algún modo como antes. En este sentido, el propio límite de evolución del sistema capitalista se vuelve evidente: en los últimos doscientos años, cada impulso de crecimiento cualitativo desencadenó tanto exigencias políticas y sociales inmanentes al programa como momentos utópicos y trascendentes de parte del movimiento social «progresista»; la defensa abierta del statu quo, a su vez, estigmatiza hoy la última protesta social de los sindicatos como un impulso literalmente conservador o quizás aun mismo reaccionario. Nada podría dejar más claro que los sindicatos son una fuerza social desprovista de futuro en su forma tradicional, puesto que ese mismo futuro ya no puede ser formulado.

Si de este modo los sindicatos aparecen de pronto como una retaguardia social conservadora y meramente pasiva, no es de sorprender que, inversamente, la administración del capital y el gobierno asuman por la misma razón la pose de progresistas. Casi al estilo situacionista, éstos «descaminaron» el concepto de reforma de los sindicatos –«descaminamiento» era la expresión empleada por los situacionistas para caracterizar una refinada recodificación de conceptos, patrones y comportamientos dominantes. Ahora, a su vez, el neoliberalismo/ neoconservadurismo dominante recodifica de modo refinado el concepto de reforma y convierte un símbolo del progreso social en un término irónico de la destrucción social. Los sindicatos perdieron su parcela en el poder de definición sobre el rumbo sociopolítico. Ahora tienen que oír que son un obstáculo para las «reformas necesarias» o incluso «incapaces de reforma». De nada sirve querer plantear la codificación original del concepto de «reforma» y señalar, por ejemplo, que su significación no va más allá de un descarado retorno al precapitalismo. Esta nueva connotación del concepto resulta de las formas objetivadas de evolución de la propia economía de mercado, que como tal no fue puesta en duda ni siquiera «en sueños» por los sindicatos.

En segundo lugar, el concepto de solidaridad, aireado una vez más, se descalifica a sí mismo automáticamente cuando es instrumentalizado para el apego mezquino a los beneficios sociales de la economía de mercado –beneficios, por lo demás, objetivamente evanescentes. De hecho, en las condiciones actuales, la exigencia de que todo permanezca como está encierra de antemano la secreta falta de solidaridad con todos los que ya hace mucho se hallan «fuera» –sea en el antiguo Tercer Mundo, en la periferia europea o en el propio país. Ciertamente, las exigencias sindicales siempre fueron, conforme a su propia naturaleza, una expresión de intereses particulares, y también siempre pudieron adoptar un carácter puramente defensivo. Pero en el pasado de la historia de la modernización, tomada aún como un proceso ascendente, la propia lucha por el interés particular bajo el objetivo parcial más restringido estaba bañada por la luz de una idea universal y comprensiva de emancipación social, que al menos, mediata e indirectamente, producía un contexto de movimiento social más allá de la ocasión inmediata y posibilitaba una «solidarización» irrestricta. Justamente por eso una exigencia en sí misma de puro carácter defensivo pudo erigirse en un contexto estratégico históricamente ofensivo.

Sin embargo, junto con el reconocimiento incondicional de la economía de mercado, desapareció por completo el momento estratégico de la acción sindical, y las batallas defensivas ya no pueden ser consideradas una táctica en un contexto más amplio de emancipación social. De esta forma, la exclusión de aquellos que no se hallan incluidos en las exigencias defensivas es absoluta. La solidaridad rige entonces solamente para aquellos que aún no se encuentra «fuera». En este sentido, los ferroviarios y funcionarios públicos en huelga en el Diciembre parisino no combatieron, en verdad, en nombre de todos, sino sólo en nombre de la parte de asalariados franceses (momentáneamente reproducible aún por la economía de mercado) que se resiste a ser lanzada a la masa de los ya excluidos, para los cuales no hay ya ninguna solidaridad. Esto quedó claro incluso en términos institucionales, cuando Juppé convocó el 21 de diciembre a una «reunión terapéutica de la cúpula social» en el Hotel Matignon, sede del gobierno: «Casi ignoradas por la opinión pública [...] las asociaciones de ciudadanos despojados de derechos (sin-techo, parados y demás excluidos sociales), que dicen representar a 5 millones de personas exigieron en vano un lugar en la mesa de negociaciones» (Neue Zürcher Zeitung, 22/12/95).

Aunque una parte de estas organizaciones o asociaciones represente meros intereses caritativos e ideologías dudosas (que por lo demás no pueden ser más dudosas de lo que lo son las ideologías de adaptación a la economía de mercado), su simple existencia es ya una prueba de la incapacidad de los partidos y sindicatos de reaccionar a la miseria social de los excluidos si no es con expresiones moralistas y no comprometidas. La falta de critica del sistema se revela idéntica a la incapacidad de representar a una creciente masa de personas socialmente «excluidas». Aunque en el Diciembre parisino se haya dado una ebullición de los sentimientos sociales, esta «solidarización» contenía una gran medida de hipocresía social. La restricción corporativa de los funcionarios públicos fue traspasada en favor de una metacorporación, de un cártel de los que aún poseen empleos y derechos: en suma, la seudosolidaridad del apartheid social. Solamente una solidaridad ilimitada, que actúe bajo el lema «Todos o ninguno», merece este nombre. Si los sindicatos constituyen poco más que un bando organizado, que se reserva para sí mismo el acceso a los botes salvavidas, sin consideración para con los débiles e infortunados, la «solidaridad» se convierte en una perversa virtud secundaria que encierra su propio contrario.

En tercer lugar, el Diciembre parisino reveló su nulidad histórica por el hecho de hallarse desprovisto de toda expresión intelectual, de toda teoría. Con ocasión del XVIII Congreso del sindicato Fuerza Obrera, que junto a la famosa CGT (más próxima al PCF) contribuiría de manera decisiva en la lucha de diciembre, el secretario general, Marc Blondel, admitió, dos meses después de la huelga, que «no reinó la profusión de ideas» (Neue Zürcher Zeitung, 2/3/96). Esto es lógico: cuando yo no existe el sueño de un modo de vida y de producción diferente, o sea, cuando ya no existe una crítica del sistema, ¿qué ideas económicas y sociales habría aún entonces que no hubiesen sido repetidas millares de veces, que no fuesen ridículamente indignas de fe? Y ello, sobre todo, cuando el propio adversario ya no se caracteriza por ninguna idea (esto es, por ninguna pretensión consciente de «forma» y regulación), por más que se quiera dar el nombre de «idea» a la propaganda neoliberal en favor de la aplicación incondicional de las seudo-leyes «naturales» e impersonales del mercado.

Ello obviamente no es sólo culpa de los sindicatos. Éstos no necesitan oponerse siquiera a una nueva teoría crítica del sistema, pues semejante teoría no existe en el espacio público. Lo que desde finales de los años 70 era previsible y después de la ruptura epocal representada por 1989 pasó a ser patente, se reveló por primera vez en toda su miseria en el Diciembre parisino, sobre la base de una situación concreta de conflicto: en sustitución del descolorido marxismo de los movimientos de trabajadores, en sus diversas variantes, ni siquiera se presentó la sombra de una nueva teoría crítica de la sociedad en el ámbito de los intelectuales de vanguardia o de la juventud académica. El marxismo no fue transformado de acuerdo con el desarrollo de la sociedad mundial, sino solamente enterrado. En el lugar de una forma obsoleta de la teoría crítica, surgió la ausencia total de teoría. Sin embargo, para la aceptación del mercado no es necesaria una teoría crítica, ni siquiera una teoría en general. En vez de ello, las llamadas ciencias sociales y humanas sucumbieron a una especie de palabrería sin sentido. La crítica de la economía política, tanto en Francia como en Alemania y demás países, desapareció de una manera tan consumada de las cabezas y del discurso social como si jamás hubiese existido.

A diferencia del Mayo del 68, no se dio ningún impulso de ideas, de críticas del sistema por parte de los estudiantes franceses. Paralelamente a las disputas en torno del servicio público en el mes de noviembre de 1995, hubo, sin embargo, un paro nacional de los estudiantes por mejores condiciones de enseñanza: «En más de treinta universidades están suspendidas las actividades lectivas» (Frankfurter Rundschau, 29/11/95). Esta huelga de estudiantes, con todo, no tuvo la calidad de un movimiento estudiantil sustentado en ideas, aunque no haya sido tan inconsecuente y privada de teoría como la huelga de los funcionarios públicos. Como es natural, nada interesa menos a jóvenes que sólo quieren mejores oportunidades en la lucha competitiva por un empleo estúpido en el mercado de trabajo que las ideas de crítica social.

El aspecto más perfecto fue, quizás, el desenmascaramiento de los antiguos intelectuales de izquierda, dignos de posición y renombre. Los falsos heraldos del capitalismo del linaje de Glucksmann y compañía observaron de una manera tan pasmada y aterrorizada el inesperado conflicto social, refractario a todo sistema, como los protagonistas de la posmodernidad, con sus parloteos y sus discursos superficiales en los medios de comunicación. Sólo después de una embarazosa pausa comercial, algunos ilustres sociólogos de vieja cátedra tomaron la palabra en dos manifiestos contrarios, inspirados por dos antiguos opositores, Alain Touraine y Pierre Bourdieu. ¡Más que decadencia en relación con los debates de hace veinte o treinta años, promovidos aún bajo el signo del marxismo! No es que los contenidos de entonces pudiesen mostrarse todavía hoy promisorios, sino que la pérdida de todo nivel intelectual en las declaraciones del Diciembre parisino pone de manifiesto que los antiguos pensadores de vanguardia sólo hacen uso de la palabra ahora de forma trivial, y su pensamiento es incapaz de dar una formulación crítica a las contradicciones reales de la sociedad en crisis a finales del siglo XX.

El primer y desabrido llamamiento fue formulado en el círculo de la revista Esprit, de tendencia católica izquierdizante, y llevaba la firma de Touraine, que es el spiritus rector de esa intervención. El contenido se reduce a una simple anuencia a las «reformas» antisociales del gobierno de Juppé, cuya «necesidad» se subraya. Así, por primera vez en Francia, los científicos de vanguardia, considerados (en un sentido amplio) como «intelectuales de izquierda», se pronuncian abiertamente contra una acción social de masas y se sitúan al lado de un gobierno conservador –un fruto podrido del «realismo» que era aguardado hace mucho y que hasta ahora, a falta de grandes combates sociales, no había tenido aún oportunidad de exhibir su madurez (por cierto, el charlatán ecológico franco-alemán, Cohn-Bendit, defendió igualmente en periódicos franceses, en cuanto a lo esencial, la «reforma» de Juppé).

La posición de Touraine tiene al mismo tiempo una tendencia inequívoca hacia el nacionalismo, en la medida en que se muestra preocupado por la «capacidad competitiva de Francia» en el mercado mundial, y teme que el «capitalismo social», específicamente francés, sobre todo el sector público, sea incapaz de adaptarse al proceso de globalización. El vocablo «adaptación», por tanto, se difundió también en Francia, en el seno del antiguo discurso crítico. En nombre de la (supuesta) capacidad nacional de competencia en los mercados globalizados, cabría sacrificar los beneficios sociales, que por lo demás hace tiempo ya que se han vuelto cada vez más miserables. Así es como se dio la inversión ideológica en la conciencia de muchos intelectuales de izquierda, que, corajudos, emprendieron el rumbo de la economía de mercado. No es la «capacidad de competencia» la que debe servir a la capacidad de reproducción social, sino justamente al contrario: la reproducción social sólo debe valer en la medida en que sirva a la capacidad de competencia.

Personas como Touraine son incapaces de preguntarse ya cuál es, al fin de cuentas, el sentido del sistema de mercado y competencia si ya no rinde beneficios para las masas. Si las masas eran antes el dios de aquellas izquierdas, hoy éstas se confiesan con cara de inocentes al dios de la «valorización del valor», ese monstruo de la modernidad que, como un absurdo fin en sí mismo, se ha convertido en la religión de Estado de la democracia. El único hecho que Touraine y compañía censuran en el curso de la adaptación del gobierno a la economía de mercado es la llamada «insensibilidad» de la propaganda de Juppé para imponer sus medidas a las masas francesas. Estos intelectuales, convertidos en «consultores» sociológicos de una política restrictiva, comienzan, pues, a compartir la ilusión económica de que el excremento de perro, acondicionado en un envase exquisito, puede ser vendido como confite. Al mismo tiempo, demuestran con ello su actual propensión a ser «investigadores aceptados», en todo distintos a los verdaderos teóricos de la sociedad. Es por lo que tal llamamiento obtuvo también el nombre de «lista de los especialistas».

Por cierto, el manifiesto del grupo que rodea a Bourdieu no posee mejor aspecto. Este llamamiento se pone sin reservas (o sea, sin críticas) al lado de los huelguistas. La antigua adhesión a las masas fue nuevamente celebrada, aunque sin una idea trascendente. De hecho, la economía de mercado es en última instancia tan ineludible para los sociólogos en torno a Bourdieu como para los que rodean a Touraine. Sin embargo, con ello el llamamiento a la solidaridad lanzado por Bourdieu se vio obligado a revelar implícitamente su cara opuesta a la «solidarización». Si tal aspecto no se transparentaba en cuanto a los incluidos en la solidaridad, en referencia a los excluidos, en compensación, venía a la luz de forma tanto más virulenta. «¿Debemos adecuarnos a Hong Kong?», se preguntaba Bourdieu más demagógica que teóricamente. La alusión crítica al trabajo infantil en Hong Kong y otros países sólo se justifica, mientras tanto, si puede ser asociada a una crítica radical de la economía de mercado; sin esa correlación, se convierte en un argumento hipócrita de la competencia de países de capital fuerte contra países de capital débil.

El llamamiento «jacobino» de Bourdieu es efectivamente más nacionalista que el «pragmático» de Touraine. Aquél apela principalmente a la tradición nacional de la Revolución Francesa, interpretada en el sentido de la «igualdad social» –un tema trillado y bien conocido. Por cierto, el antiguo socialismo estaba delimitado también por la economía y el Estado nacionales, a semejanza de los llamados movimientos de liberación antiimperialista. Sin embargo, el viejo nacionalismo de izquierda se hallaba ligado a la idea (con certeza aún históricamente burguesa en su forma-mercancía) de una alternativa socioeconómica al sistema. Sin duda, desapareció el tiempo de ese tipo de crítica (socialista y estatal) del sistema. Sin embargo, si no se desarrolla una crítica nueva, diferente y abarcadora de éste, lo que queda entonces de la crítica social de izquierda es sólo una versión cualquiera del nacionalismo social, que, a su vez, integrará los argumentos de los partidos de derecha y sus secuaces.

La evocación del llamamiento de Bourdieu a las «tradiciones nacionales» nos remite fatalmente a la trayectoria ideológica en el Este europeo y en Rusia, donde de la antigua ideología socialista de Estado y su legado político sólo quedó un nacionalismo primitivo y ordinario. Esto en nada es alterado por el hecho de que el sociólogo Edgar Morin, por ejemplo, también él uno de los miembros de la vieja guardia de los intelectuales franceses de izquierda, se esfuerce por conferir al nacionalismo social francés una dignidad más elevada que en los demás países, ya que en Francia el nacionalismo, como tradición revolucionaria, sería al mismo tiempo un universalismo moderno y una «identidad republicana». Todo esto es apenas humareda para los ojos. En semejante razonamiento, se trata ideológicamente de la eterna invocación izquierdista de los ideales burgueses contra la realidad burguesa; hoy, sin embargo, bajo el signo de la irrefrenable globalización capitalista, por medio de cuyo proceso vacilan los fundamentos de la economía nacional, se trata del suicidio ideológico de la izquierda.

Paradójicamente, Bourdieu clamó también en una entrevista por la «necesidad vital» de una nueva «Internacional de intelectuales críticos y movimientos sociales». Esto parece prometedor, pero cuando no se dice ni una palabra sobre una nueva crítica radical de la economía de mercado, tal clamor, desgraciadamente, no es digno de nuestra fe. Una «Internacional» a la sombra del mercado aceptado y sobre la base de las instituciones económicas y políticas de la nación se ha vuelto ya imposible; ¿y cómo podría una crítica social debilitada y privada de conceptos, que se aferra a «tradiciones nacionales», adquirir una perspectiva y una fuerza de irradiación transnacionales? Una Internacional de nacionalistas sociales es una contradicción en los términos.

Si el nacionalismo de la marca «Touraine» es indirecto, por esgrimir una ficticia capacidad de competencia nacional (en verdad puramente empresarial) dentro de las estructuras globalizadas, sin tener en consideración a los perdedores, el nacionalismo de la marca «Bourdieu» es francamente directo, ya que en nombre del statu quo social clama por la tanto más ficticia autonomía económica nacional contra la globalización. Estos intelectuales no tienen más reflexiones críticas que ofrecer, sino sólo reflejos afirmativos y seudoteóricos a la economía de mercado total. Su pensamiento simplemente reproduce la parálisis de los sindicatos en la esfera de las ideas. Si el Mayo parisino fue el último combate del antiguo radicalismo del movimiento trabajador, el Diciembre parisino ha sido la postrera embestida de una retaguardia histórica que ni siquiera posee un emblema propio. Teoría y praxis del movimiento social alcanzaron el fondo del pozo.

NOTAS

6. Freie Demokratische Partei (Partido Liberal alemán) (N. del T. portugués).

7. Asociación evangélica o católica que presta auxilio gratuitamente a viajeros, sobre todo niños y enfermos, en las estaciones ferroviarias (N. del T. portugués).

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