POR DEBAJO DE TODA CRÍTICA

ROBERT KURZ

POR DEBAJO DE TODA CRÍTICA

La izquierda, la guerra y la ontología capitalista


Abril 2003

Después de la guerra es como decir antes de la guerra, dado que el capitalismo significa, en su esencia, agresión, destrucción y autodestrucción. El fin de la guerra fría no trajo los Dividendos de la Paz (ya la expresión misma revela una ilusión en cuanto al carácter del terror económico), sino que marcó el punto de partida histórico de la barbarie global, de la decadencia social y de las brutales guerras de ordenamiento mundial llevadas a cabo por una policía mundial bajo la égida de la última potencia mundial, los EE.UU. La fenomenología de los hechos es inequívoca, pero las interpretaciones difieren, toda vez que el aparato conceptual clásico se ha convertido en obsoleto. No en último término, esto se aplica a las reacciones de lo que queda de la izquierda en todo el mundo. La irresistible tendencia hacia el «pragmatismo político» y el falso inmediatismo del deseo de eficacia en el nivel social, sin que se haya procedido previamente a una clarificación de los propios supuestos, llevan en línea recta a la parálisis del pensamiento y de la actuación críticos del capitalismo. Lo que se hace necesario, por ello, es un debate teórico de principios, una reevaluación de la historia de la modernización, una renovación de la crítica radical de la economía política y de la teoría política de las crisis.

La modernización y la crítica abusivamente simplificada del capitalismo

El moderno sistema productor de mercancías, conocido también como capitalismo, no constituye una identidad inequívoca, sino que se desmultiplica en contradicciones estructurales e históricas. Lejos de ser un estado, representa más bien un proceso irreversible. Es por ello por lo que el capitalismo se encuentra permanentemente en conflicto consigo mismo. La competencia universal también se presenta como el combate entre polaridades inmanentes y como la lucha de unas condiciones nuevas contra otras antiguas que se desarrolla, sin embargo, en el ámbito de un sistema de referencias común. En la crítica del capitalismo podemos distinguir, bajo este aspecto, dos paradigmas históricos.

Aproximadamente desde el siglo XVI hasta principios del siglo XIX, desde las guerras campesinas hasta los luditas, los movimientos sociales lucharon, sobre la base de consideraciones tradicionales propias de las sociedades agrarias en torno de una «economía moral» (E.P. Thompson) y muchas veces bajo apariencias religiosas, contra su integración a la fuerza en las nuevas condiciones de impertinencia del «trabajo abstracto» (Marx). Por aquellos tiempos no existía aún un concepto que designase al capitalismo, que sólo se encontraba entonces en un estado embrionario de formación y, por eso, tampoco había ninguna perspectiva de una emancipación que apuntase más allá de la Modernidad productora de mercancías.

Más o menos a partir de mediados del siglo XIX, la propia crítica del capitalismo comenzó a moverse en el terreno del «trabajo abstracto», convertido mientras tanto en un objeto firme a fuerza de la intensa educación e interiorización, y de las categorías formales del moderno sistema productor de mercancías (forma del valor, forma del sujeto, economía industrial, forma general del dinero, mercado, estado, nación, democracia, política). La filosofía de la llamada Ilustración, que había suministrado la legitimación ideológica fundamental a la forma del sujeto burguesa, se convirtió también en el fundamento positivo de la historia de las ideas de la izquierda. La izquierda y los movimientos sociales empezaron a actuar en el «corset de hierro» (Max Weber) de las categorías capitalistas como sujetos burgueses. A esto se unió la adopción de la «disociación sexual» (R. Scholz) de todos los momentos de la vida que no encajan en la forma del valor, sin los cuales la relación del capital ni siquiera podría existir. Las mujeres fueron transformadas en las «mujeres de los escombros» de la reproducción y de la historia capitalista; en la medida en que desde siempre estuvieron también simultáneamente activas, por medio de una «socialización doble» (R. Becker-Schmidt), en las formas predominantes del «trabajo abstracto», en la política, etc., se mantuvieron como subalternas. El carácter estructuralmente «masculino» del sujeto competitivo burgués se reprodujo en la izquierda de la modernización.

En la misma medida en que la crítica del capitalismo adoptó, de esta forma, el modo de ser general de la burguesía y la generalizada forma del sujeto burguesa, se podría hablar del apego a una ontología capitalista. La «crítica», en este caso, ya sólo se refiere a las modalidades de la forma capitalista. Al mismo tiempo, la izquierda tomó nota de determinados polos de la estructura capitalista (la política frente a la economía, el sujeto por oposición a la objetivación), sin adquirir conciencia de la identidad de estos contrarios. No obstante, la izquierda se convirtió sobre todo en el «motor» del «progreso» capitalista, por oposición a las fuerzas recalcitrantes. Su papel fue esencial en el contexto de la «modernización a posteriori». En Occidente, el movimiento obrero combatía, sobre la base de categorías capitalistas ya desarrolladas, más allá de las mejoras sociales, por un pleno reconocimiento de los trabajadores asalariados como sujetos jurídicos burgueses (libertad de asociación, derecho de voto, etc.). En el Este y en el Sur, los movimientos de liberación socialistas y nacionales luchaban por su independencia y por su reconocimiento como sujetos nacionales del mercado mundial, para que el «trabajo abstracto» y las formas que lo acompañan tuvieran que ser impuestas aún a las respectivas sociedades.

Lo único que estos últimos aprovecharon de la teoría de Marx fueron los elementos compatibles con la subjetividad burguesa, con la ideología ilustrada y con una acepción positivista de la «economía política» (marxismo del movimiento obrero), resumidos en lo que la fraseología democrática tiene de más trivial. En este lote se encuadran también la ontología positiva del «trabajo» y la llamada lucha de clases que, según la propia expresión, no es más que una forma de la competencia en el seno de las categorías capitalistas (el capital y el trabajo como dos estados de agregación de la valorización del valor).

De lado quedó toda la teoría de Marx que fuese más allá de la ontología capitalista (en especial la crítica del fetiche). Aunque el deseo emancipatorio de la izquierda y de los movimientos sociales tuviesen sus «momentos de exuberancia», no lograron escapar a la fuerza gravitatoria de la forma del sujeto burguesa, interiorizada a pesar de la inexistencia del concepto correspondiente.

El fin del movimiento de la modernización

La reevaluación crítica aquí esbozada de la historia de la modernización es necesaria para que podamos entender, en contraste con ella, las condiciones de crisis contemporáneas posteriores al cambio de épocas. En la tercera revolución industrial de la microelectrónica, el desarrollo capitalista alcanza sus límites históricos. La mano de obra se convierte en superflua en una medida que ya no puede ser compensada. Con ello, el propio capital va derritiendo la sustancia de su acumulación. En Occidente, la racionalización microelectrónica conduce a un desempleo masivo estructural e irreversible; los sistemas de seguridad social y las respectivas infraestructuras se desmontan. Paralelamente a este desarrollo, el capital se refugia en la acumulación aparente de las burbujas financieras. En el Este y en Sur, economías nacionales y regionales enteras entran en colapso, precisamente porque, ante la falta de capacidad financiera, no pueden efectuar el «upgrade» microelectrónico de su producción y, así, se deslizan hacia una posición más acá de los padrones de productividad y de rentabilidad del mercado mundial. En paralelo, se desarrolla una economía de saqueo que se apodera de las ruinas de la reproducción en decadencia.

Lo que se designa como globalización es el resultado de este desarrollo. El proceso global de cierre de capacidades de producción excedentarias y que dejaron de ser rentables crea zonas de miserabilización y de barbarie de crisis, mientras la reproducción capitalista se diluye en cadenas transnacionales de creación de riqueza. La tradicional exportación de capitales es sustituida por el outsourcing [literalmente, «búsqueda de recursos fuera»: delegación de trabajos de una empresa a otra, cuando éstos ya no son rentables para la primera] de funciones en el ámbito de la economía industrial, comandado por el igualmente trasnacional capital de las burbujas financieras. Los espacios funcionales y reguladores de las economías nacionales son destruidos y, aun en los centros, el estado renuncia a su papel tradicional como «capitalista colectivo ideal». Lo que le queda, en el ámbito de la «desregulación», es ir sacrificando paso a paso sus competencias regulativas y proseguir su mutación funcional en dirección a la represiva y exclusiva administración de la crisis. El principio territorial de la soberanía entró en erosión porque se volvió obsoleto considerar a las poblaciones en su conjunto como «mano de obra colectiva». Cada vez son mayores las partes de las funciones internas de la soberanía, sin exceptuar al aparato de violencia, que son «privatizadas» o asumidas por bandas de malhechores, señores de la guerra, príncipes del terror, etc.

De un lado, por esta vía todo «desarrollo nacional» se ha convertido en una broma de mal gusto. La lógica de los «movimientos de liberación nacional» de la periferia pierde cualquier perspectiva de éxito. También la «lucha de clases» en el terreno de la ontología capitalista se ha vuelto obsoleta, en paralelo con la decadencia del «trabajo abstracto». La subjetividad jurídica burguesa del trabajo asalariado pierde su sustancia. La relación de disociación sexual que la acompaña da lugar a un posmoderno «embrutecimiento del patriarcado» (R. Scholz), en cuyo ámbito todo el peso de la crisis es descargado sobre las mujeres y, en especial, sobre las que habitan las zonas de miserabilización y los segmentos más pobres de las sociedades, en tanto que una violencia masculina sin norte se va hinchando hasta el terror practicado por adolescentes.

Por otro lado, el mismo desarrollo hace que la competencia imperial en torno de la división territorial del mundo quede sin efecto. El lugar de las viejas potencias nacionales expansionistas es ocupado por un imperialismo securitario y exclusionista colectivamente democrático y liderado por la última potencia mundial, EE.UU., que actúa como potencia protectora del imperativo global de la valorización. La finalidad consiste en mantener el mundo sujeto a toda costa al control de las categorías capitalistas, aunque éstas hayan perdido su capacidad de reproducción.

Las guerras de ordenamiento mundial organizadas hasta la fecha, desde la caída de la Unión Soviética, contra Irak y lo que queda de Yugoslavia, los mega-atentados terroristas del 11 de septiembre, la campaña militar en Afganistán y las masivas «guerras de desestatización» llevadas a cabo en vastas partes del mundo demuestran que el imperialismo securitario global ya sólo puede alcanzar victorias a lo Pirro, teniendo que fracasar en última instancia, puesto que es él mismo el que acaba por reproducir, una y otra vez, los fantasmas de la crisis de su propio sistema. Al mismo tiempo, con la finalización de la coyuntura de las burbujas financieras de los años 90, existe la amenaza de una depresión mundial inducida por la hiperendeudada economía central de los EE.UU., que arrastraría detrás de sí a todo Occidente y, simultáneamente, llevaría al final de la capacidad de financiación de la máquina militar apoyada en la alta tecnología.

Hasta qué punto la situación se encuentra madura se puede deducir del hecho de que, en el seno del imperialismo global democrático, se han hecho evidentes ciertas contradicciones legitimadoras e incluso reacciones de pánico, como sucedió durante los largos prolegómenos de las más reciente campaña contra Irak. La última potencia mundial, sin ninguna competencia a nivel militar, está dispuesta a optar por la fuga hacia adelante en compañía de algunos vasallos, a fin de instaurar un régimen militar global inmediato que arroje por la borda los fundamentos de legitimación del mundo capitalista establecidos después de 1945 por los propios EE.UU. (ONU, derecho internacional, etc.) La «vieja Europa» de los Schröeder, Chirac y otros insiste en esa misma legitimación, sobre todo por falta de medios de poder y control propios y, en consecuencia, por miedo a perder el control sobre los desarrollos futuros. Sin embargo, la dinámica de la crisis mundial, incluyendo los procesos de barbarización, ya no puede ser detenida en el marco del sistema vigente. El hecho de que la actuación de la administración Bush se caracterice, en gran medida, por rasgos irracionales se inserta plenamente en esa misma dinámica. La negación de la «soberanía» es una parte lógica de este cuadro clínico, y vuelve caducas, como un todo, las relaciones contractuales burguesas.

La crisis del capitalismo como crisis de la izquierda

La crítica convencional al capitalismo se ve paralizada por este desarrollo, toda vez que no logra liberarse de su apego a las formas del moderno sistema productor de mercancías. Si el marxismo del movimiento obrero, en la historia del ascenso del sistema, había justificado aún su pretensión de un control y de una regulación políticos, junto a una «economía política» simplificada abusivamente por un abordaje positivista y a análisis desarrollistas del movimiento histórico de acumulación basados en la misma, todo este complejo, sin embargo, fue arrumbado en el depósito de los hierros viejos como «economicista». El terror de las categorías ha quedado reducido, en el seno del discurso de la izquierda, a un ruido de fondo irreflexivo. Lo que queda de la izquierda se revela complacientemente, en su ignorancia, como el estiércol restante de la burguesa forma del sujeto, reducida al apoliticismo, al culturalismo y a la «crítica ideológica» desprovista de cualquier fundamento en términos de crítica de la forma y de análisis real. En esta deplorable condición, ya no es capaz de explicar las nuevas guerras de ordenamiento mundial.

Observado desde un punto de vista superficial, el resultado consiste en una polarización irreductible entre una amplia corriente de antiimperialistas tradicionales, por un lado, y una minoría sectaria de belicistas pro-occidentales, por otro. Ambas proceden a una retroproyección anacrónica de los fenómenos de la crisis actual sobre la época de las guerras mundiales, aunque unos prefieren el modelo de la primera y los otros el de la segunda guerra mundial. Ambos escamotean la existencia de una crisis y de un límite de la reproducción del capitalismo mundial, sin hacer el más mínimo esfuerzo por ofrecer una justificación teórica. Unos simpatizan con un feminismo «nacionalista» de sangre y tierra; otros, por falta de reflexión sobre el vínculo entre la forma del valor y la lógica de la disociación, reducen la relación entre los sexos a un problema secundario de orden empírico-sociológico. Unos critican la globalización dentro de moldes reaccionarios porque, en su opinión, ésta subyuga a las «naciones» y a las respectivas «culturas»; los otros posan, en gran medida, como «escamoteadores de la globalización», al suponer, a contracorriente de los hechos, que el mundo después del fin de la guerra fría habría regresado a la competencia de potencias nacional-imperialistas en torno de la redistribución territorial. Más allá de la cuestión actual de la guerra, las diferencias y las semejanzas demuestran que esta izquierda está condenada a rumiar hasta la extenuación las contradicciones del sujeto burgués en los límites del capitalismo dentro de los corsets de su propio horizonte intelectual clausurado.

Ambos invocan con la misma ingenuidad acrítica los tópicos esenciales relacionados con el hecho de que la ontología y la metafísica real capitalistas se encontraron fundamentados en la filosofía ilustrada. Los antiimperialistas retornados a un ordinario leninismo de taberna alucinan con el regreso de una asociación entre la lucha de clases obrera y la «liberación nacional». Tal como en su tiempo el régimen de desarrollo nacional de Vietnam se dedico con toda candidez a copiar la Constitución de los EE.UU., y la burocracia de la RDA se hartó de remover el «legado» de la Ilustración prusiana, éstos pretenden, en su loca compulsión repetitiva, enarbolar los podridos ideales burgueses desde la perspectiva clasista y tercermundista contra el fantasma de las burguesías occidentales nacional-imperialistas.

Los antiimperialistas regresivos confieren un relieve inesperado al hecho, nunca aclarado de forma crítica, de que ya la ideología de la «modernización a posteriori» de inspiración marxista entroncaba bien, y de ellas estaban llenas a más no poder, con legitimaciones «nacionalistas» y del kitsch etno-cultural, tal como, incluso en las versiones originales del siglo XVIII, la anti-Ilustración fue un producto de la propia Ilustración y un momento de la autocontradicción burguesa. El racismo y el antisemitismo declarados del iluminista-mayor Kant y de la mayoría de sus primos intelectuales del Occidente europeo tenían sus orígenes en el campo de inmanencia lógica del sujeto ilustrado. Tanto más nítida es la degradación nacionalista y antisemita de todos los proyectos residuales de un «desarrollo nacional» pregonados en las condiciones de su improcedencia histórica y secundados por una asistencia seudo-leninista, cuanto menos se les han sobrepuesto de cualquier manera, como hierbas dañinas, ideologías pos-religiosas de locura y asesinato a título de una continuación de la competencia por otros medios.

No es menor el desvarío de los belicistas tanto hard como softcore que ahora paradójicamente retroproyectan la misma promesa profundamente errada de los ideales iluministas del capitalismo sobre el imperialismo occidental de crisis y securitario. Después que el «desarrollo a posteriori» hubiera sucumbido irremediablemente en el choque con el mercado mundial, es precisamente la máquina militar de la última potencia mundial capitalista la que se supone traerá la liberación de los sufrimientos de los regímenes que administran tras su caída.

La frase hecha del democratismo primario está en alza, como si la democracia no fuese un espectáculo poblado por sujetos del mercado y del dinero y como si las occidentales condiciones de zona peatonal (aun las que ya se encuentran en erosión) pudiesen reenviarse, independientemente de la correspondiente capacidad de resistir al mercado mundial, a través de bombardeos de alta tecnología como si se tratase de e-mails. Cualquier joven de las luchas antifascistas recién convertido a las virtudes del prooccidentalismo y del eurocentrrismo, y que todavía ayer ignoraba lo que sería el contexto formal de una sociedad, se consume las neuronas preocupado por la cuestión de si, en Irak, las «formas de relación burguesas» podrían ser instauradas por la infantería de los EE.UU. –como si Irak viviese tal vez en condiciones «preburguesas», como si la médula de la forma legal y, así, de la forma de relación burguesa no fuese desde siempre la violencia pura y dura, y como si Irak, o Afganistán, la ex Yugoslavia, etc., no fuesen ejemplos escolares de las «formas de relación burguesas» en las condiciones de imposibilidad de la reproducción capitalista.

¿Oportunismo de movimentos, insultos a movimentos, o ruptura con la ontología capitalista?

El estado poco apetitoso de un radicalismo de izquierda que, de ambos lados de la polarización inmanente, se desmiente a sí mismo, no debería confundirse con los movimientos de masas en gestación contra la guerra, la globalización capitalista y el desmontaje del sistema social. Aunque éstos no son «inocentes», sino que, al igual que la conciencia general de la sociedad, están impregnados por las interpretaciones de crisis de la ideología burguesa, no se encuentran comprometidos con las mismas, ni se hallan tan enredados en patrones anacrónicos como la izquierda residual. El camino que será seguido por el verdadero movimiento se mantiene abierto. En todo caso, las falsas alternativas del discurso retrógrado de izquierda no tienen con qué contribuir a una orientación emancipatoria.

El oportunismo del movimiento de los antiimperialistas tradicionales ignora las corrientes de fondo de cariz «nacionalista» y antisemita o incluso, en una actitud de una cierta degeneración ideológica, él mismo las asimila como algo positivo. La actitud inversa, que consiste en los insultos a los movimientos de parte de los belicistas de izquierda, desacredita completamente la crítica necesaria, por sus referencias procapitalistas y proimperiales. Las mismas falsas alternativas que en la cuestión de la guerra amenazan con reproducirse en la cuestión de la lucha contra el desmontaje del sistema social, en la medida en que unos se comportan de una forma oportunista o positiva frente a formulaciones «etno-políticas» de la cuestión social, al tiempo que los otros denuncian cualquier esbozo de un movimiento de cariz social como siendo sospechoso a priori de antisemitismo.

En este contexto, es cierto que la disolución moral y teórica del marxismo del movimiento obrero y del antiimperialismo en productos de descomposición de la ideología ilustrada, enriquecidos con elementos nacionalistas y antisemitas, constituye la tendencia principal. Sin embargo, una tendencia contraria, crítica y emancipadora, se encuentra bloqueada precisamente por el hecho de que los agitadores pro-occidentales en favor de las «formas de relación burguesas» se han atrincherado en gran parte de los desconcertados medios de izquierda, y su volumen de voz, su presencia publicitaria y su turismo de congresos evolucionan en proporción inversa a su sustancia teórica. Tienen la caradurez de acusar a los movimientos de una «crítica al capitalismo abusivamente simplificada», como si su propia apología de la forma burguesa del sujeto y del capitalismo metropolitano de vacas gordas en disolución acelerada no estuviese desde hace tiempo por debajo de toda crítica. La izquierda radical perderá su lucha contra las tendencias nacionalistas y antisemitas y regresivamente nacional-keynesianistas dentro de los movimientos, si no despide de su discurso a los operadores ideológicos de las baterías antiaéreas del imperialismo de crisis y a los lobistas del complejo humanitario e industrial apostados detrás de los frentes de batalla de las guerras de ordenamiento mundial.

Un paradigma nuevo de la crítica radical, no obstante, sólo podrá encontrarse cuando la izquierda logre saltar por encima de su sombra histórica, a fin de liberarse de la ontología y de la forma del sujeto capitalista. Sería necesaria una Anti-Modernidad emancipatoria que, en su actual estado de obsolescencia, es tan esencialmente inviable como los viejos movimientos del «trabajo abstracto»; sin embargo, ésta, después del pasaje por la historia de la modernización, podría destacarse por primera vez por un enfoque que fuese más allá del sistema productor de mercancías de la lógica de la valorización.

El «corset de hierro» de las categorías capitalistas tiene que ser quebrado, y no en último lugar en lo que se refiere a su lógica fundamental de una relación de disociación sexual. La meta puede consistir únicamente en una sociedad autogestionaria o de consejos más allá de toda masculinidad y feminidad, más allá de las formas de la mercancía y del dinero, más allá del mercado y del estado, más allá de la política y de la economía. A fin de poder concretar semejante determinación de metas, la crítica, desde ya, tiene que contemporizarse con el desarrollo de la crisis del capitalismo, o sea, tiene que volverse conscientemente, por su lado y de forma transnacional, contra cualquier soberanía y «desarrollo nacional». Será sólo en ese contexto que también el campo de la inmanencia podrá recibir nuevamente una connotación movilizadora, desde la anulación global de las deudas y la reforma agraria, etc., hasta la resistencia consecuente contra las guerras de ordenamiento mundial y la «lucha de la cultura social» contra la concepción de mano de obra barata de las administraciones de crisis.