CARTA A LOS DEFENSORES DE LA MÁQUINA-TRABAJO

ATANÁSIO MYKONIOS

CARTA A LOS DEFENSORES DE LA MÁQUINA-TRABAJO



Toda carta tendrá, por cierto, un destinatario. O, a veces, varios destinatarios. Como máximo, se destina a una colectividad. Las cartas son la expresión de ansias, deseos y mensajes transmitidos por quien espera, en la distancia, llenar vacíos y ausencias. Una carta puede llevar consigo reproches y desalientos, rupturas o quejas que fueron reprimidas a lo largo del tiempo. Una carta se presenta en el vacío de una presencia que se quiere presente en el instante de su creación. ¿A quién dirigir una carta que se puede interpretar como una afrenta? ¿A qué amigo le gustaría recibir palabras que parecen opuestas a su conducta? Estamos obligados por un contexto a decir cosas que pueden herir o estimular a las personas. Personas de las que no vemos su rostro, no alcanzamos sus facciones y que no nos traen el calor de su presencia. En cualquier rincón habrá personas dispuestas a leer esta carta y muchas, en su mayoría, supongo, la romperán como prueba de una presunta locura: la locura de quien no cree en la redención humana a través del trabajo.

Espero no herir susceptibilidades ni promover una avalancha de protestas y arrebatos de conciencia, puesto que desde hace mucho, otros, en otros lugares, han alzado sus voces contra la sociedad de la Máquina-Trabajo y han demostrado, con duras críticas, que esta sociedad, de la cual formamos parte, está moribunda y avanza hacia una nueva perspectiva. Están los que son pesimistas en extremo, y pintan escenarios horrorosos, en los que el mundo se desmoronará sobre sí mismo. Hay otros que perciben los cambios y ven en la transición posibilidades y oportunidades sin igual para la realización de la existencia construyendo nuevas formas de relación a partir del punto de mutación que hoy todos experimentamos.

¿Pero será que todo eso es suficiente para ponerme a escribir una carta larga y, probablemente, enojosa, que trata de un asunto tan controvertido y que se relaciona con las vidas de cada uno de nosotros? ¿Será posible alcanzar el corazón de las personas, de las autoridades, de los capitalistas, de las izquierdas, hacia un nuevo horizonte? ¿Una carta puede abrir caminos en la mente y en la sensibilidad humana? ¿Será todo esto una estúpida pretensión de quien cree que el hombre es mucho más que sólo su Trabajo? Una carta traerá esperanza, podrá hacer despertar a un mundo de realidades ante las cuales estamos, por ahora, anestesiados, convencidos como estuvimos durante dos centenares y medio de años, años tan dolorosos y sufridos para todos. Años en que la fatiga humana, la degeneración en favor del Trabajo nos obligó a salirnos de nosotros mismos y a construirnos abstracciones tan poderosas y eficaces que en ellas nos vemos tan felices y realizados y cuya identidad está tan intrínsecamente entrelazada.

¿Cuántas cartas deberán ser escritas y cuántas palabras serán arrojadas a los cubos de basura urbanos hasta que la humanidad se dé cuenta del pozo en que se ha hundido? El título de esta carta puede ser sugerente. Trato del orden establecido por la sociedad industrial, burguesa, y que se extendió rápidamente por todo el planeta. El Trabajo fue necesario para que las máquinas ganasen el mundo y con ellas la sociedad se transformó en una poderosa, aceitada y muy eficaz Máquina. Esta Máquina no puede prescindir del Trabajo, ambos son las caras de una misma moneda; como en toda relación, su existencia no es posible aisladamente. Es preciso que haya Máquina Social para que haya Trabajo coercitivo.

La Máquina-Trabajo es el ordenamiento muy cuidado de una sociedad que se ha visto maniatada por sistemas tales que no sabe cómo reaccionar ante ellos, que está insensibilizada por verdades encerradas dentro del Sistema de la Máquina-Trabajo de tal forma que nada logra detener la idea de que ambos, Máquina social y Trabajo coercitivo, son el fin, la meta y el quién del hombre en su realización existencial.

Por eso he tenido la precaución de acuñar esta carta englobando las dos caras de una sociedad que aún cree en el poder realizador de la Máquina, verdad ésta que se ha extendido por toda y cada una de las relaciones sociales, alcanzando al poder, las organizaciones sociales, los Estados, las religiones, los sistemas de todo tipo. La Máquina es el deseo de una sociedad que puede controlar y ser controlada por un mecanismo sofisticado, hasta el punto de convertirse en la síntesis acabada que puede preceder al movimiento humano, un motor, una idea que puede garantizar la motilidad de la vida que es engendrada en la vasta y compleja red de relaciones abstractas de valor y de cambio.

La Máquina nos ofrece la certeza de que estamos protegidos, protegidos por nuestra propia inteligencia. Con ella, la sociedad se ordena, como en una gran y universal colmena, un gigantesco hormiguero humano, mantenido por el orden establecido por la Máquina, como un ser presente e invisible. La Máquina está para nosotros «a priori» como la idea de los dones divinos que nos someten a nuestro propio destino.

¿Cómo podemos estar a favor del fin del Trabajo? ¿Cómo, en sana conciencia, podemos colocarnos contra la forma más acabada que la sociedad ha encontrado para realizar al hombre moderno? Es posible que tal propuesta sea tachada de herética. Probablemente los que pregonan el final del Trabajo como forma de liberación del hombre serán los nuevos herejes de la sociedad posmoderna. El Trabajo se volvió una institución por encima de las realidades humanas, fue promovido a categoría esencial de la existencia, fue elevado hasta el más alto púlpito en los discursos humanitarios, sociales y políticos. Hoy, todos debemos estar a favor del Trabajo, debemos reverenciar el ideal supremo de la humanidad, aunque este ideal nos convierta en vampiros sociales, aunque este paradigma nos sitúe ante la más cruda y nítida contradicción de la vida y de su realización en toda la historia humana.

¿De qué forma podré convencer a mis amigos de que el Trabajo no nos elevará a la categoría de personas portadoras de dignidad? ¿Cómo es posible demostrar la ineficacia del Trabajo en una sociedad que lo elevó de forma sacrílega al altar mayor de lo cotidiano humano? ¿Cuáles serían los argumentos contra el Trabajo sin que éstos llevasen en sí mismos ninguna dosis de cinismo o estuviesen cargados, tal vez, de insatisfacción, de ira deseosa de poner fin a todo lo que se relaciona con el Trabajo? No creo que estemos al borde de una nueva era de hippies melenudos, enloquecidos perezosos, en procura de nuevos lugares y paisajes, en busca de la construcción de comunidades alternativas, si bien el sueño de la creación de comunidades alternativas ha impregnado siempre el imaginario de grupos sociales y étnicos de toda clase. No, no es el caso, al menos por ahora.

Pero no deja de ser significativo el hecho de que existe un desafío casi infranqueable cuando tratamos del tema referido al fin del Trabajo –y no se trata de un fin a causa de los recursos tecnológicos, sino del fin del Trabajo como una forma de coerción social de las más perversas–, desafío éste que versa sobre la superación de la sociedad del Trabajo, incluso ahora en que la orden es trabajar y trabajar más. La orden suprema es encontrar Trabajo para todos, principalmente en aquellos países ansiosos por convertirse en miembros de la comunidad de los opulentos globales.

Una sociedad que exige soluciones y pide milagros. He aquí en lo que nos hemos transformado: en un montón de reivindicaciones sociales. Y cuando nos alzamos contra la Máquina-Trabajo, surgen inmediatamente los degolladores y los burócratas para señalar con el dedo y acusarnos. Pedirán soluciones, exigirán caminos, preguntarán por el Cómo y puesto que el Cómo no será servido en una bandeja de porcelana, los hipócritas estarán prestos para decirnos y recordarnos que no es posible superar la sociedad de la Máquina-Trabajo.

Lo que tenemos que hacer es, ante todo, mostrar las trampas de la época moderna, mostrarnos a nosotros mismos la red construida por dos siglos y medio de una idea que ha recorrido la faz de la Tierra y que, paradójicamente, nos liberó de las indigencias pero también nos ató a otras, crueles y perversas indigencias humanas y sociales, y que fue capaz de enmarañar a todos en una gran corriente insana de estupidez e ignorancia. Somos, al mismo tiempo, víctimas y verdugos de nuestra propia trampa, construida y alimentada con todo el cariño de nuestra existencia: la Máquina-Trabajo.

Es verdad que todavía hay millones de empleados, que salen por la mañana para ganarse el pan de cada día, que recorren distancias inmensas para llegar al Trabajo y trabajar allí, con gente extraña, de historias extrañas y no compartidas; obligatoriamente, todos deben tolerarse para obtener el bien del Trabajo. No hay elección posible, en el Trabajo es preciso aceptar lo que nos dan, como migajas necesarias para nuestra dignidad. El número de mujeres y hombres que aún trabajan es mayor que el de los desempleados, pero en mucho países esta proporción comienza a invertirse.

Todavía estamos en una sociedad del Trabajo. Invisiblemente, el Trabajo se acaba, lentamente deja de existir, aunque persiste en el intelecto individual y colectivo. La humanidad está desesperada detrás del Trabajo. Y aun así, permanece ciega a las necesidades de las personas, no importan, con tal de que haya trabajo para todos; aunque esto signifique la desintegración de la identidad, aunque se vuelva un proceso de esclavos que esclavizan a esclavos, aun así, todavía parece necesario que el Trabajo regule nuestras vidas, por algún motivo. Pero llegará el tiempo en que la evolución tecnológica alcance niveles astronómicos, su velocidad será geométrica, quizá exponencial, y en ese punto asistiremos al más destructivo de los finales, al final del Trabajo. Y cuando el final llegue de manera definitiva, muchos de nosotros habremos muerto, otros se habrán dado muerte por rencor, odio, nostalgia o inconformismo, pero muchos estarán aún sobre la faz de la Tierra. Tendrán que vivir con una nueva realidad.

Las nuevas generaciones, de algún modo, ya se han habituado a las nuevas tendencias.

Utilizan el tiempo para otras actividades. Se recuperan otras actividades culturales de gran consideración. Los adolescentes y los jóvenes viven en un mundo casi virtual, se han acostumbrado a la tecnología y a la sociedad de la información; lástima que aún subestimen el papel de la persona humana, que sustituyan las relaciones humanas por las máquinas, una falsa promesa para la cual, tarde o temprano, habrá respuestas.

Lo más interesante es que esta realidad se hace cada vez más real. Cada vez más, los gobernantes, los capitalistas, los sindicalistas y los partidos de toda clase se sienten incómodos cuando prometen Trabajo. Hay en sus miradas un distanciamiento, la necesidad de autoconvencimiento, la búsqueda de una certeza que ya no se parece a la verdad marxiana de que el Hombre es su Trabajo. Intentan encontrar un camino para rescatar el modelo que los construye, intentan reanimar a un moribundo, contando cuentos de navidad, promoviendo campañas en favor del «empleo» con vistas a garantizar mejores condiciones sociales para los más pobres, lo que no es verdad. Todos dicen que es urgente dar Trabajo a las personas, para que todos vivan felices, asfixiados, explotados, pero felices.

La ciudadanía está con los capitalistas. ¡La culpa es de ellos! Al fin de cuentas, ellos nos dieron el Trabajo y ahora quieren quitarnos el Trabajo, sustituyéndonos por máquinas. ¡Esto es intolerable! Ahora hacemos campañas en favor del Trabajo, queremos de nuevo nuestro Trabajo. Los sindicatos perdieron la fuerza. Los partidos obreros perdieron la fuerza. Todos están en la horca*. Como buenos esclavos, creemos en la fuerza del Trabajo, queremos colgarnos con la horca del Trabajo, pero no importa, porque ahora tenemos un guardián de la ciudadanía, el Estado.

Corresponderá a esta entidad, casi espiritual, garantizar a todos el camino seguro hacia la dignidad humana; el Estado nos dará el Trabajo que tanto necesitamos. Somos fieles a los dogmas de las izquierdas de que el Estado nos salvará, dándonos trabajo. Quién sabe, una buena pica para romper las calles y después rehacerlas con el dinero público. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Muchos creen que siempre habrá espacio para el Trabajo. He aquí la forma cínica de conducir los debates.

Al fin y al cabo, siempre precisaremos de algún trabajador; aunque éste sólo sirva para apretar botones, o lustrar zapatos, o cuidar barracas en la playa, habrá Trabajo. Y si habrá Trabajo, entonces estamos a salvo, el Trabajo está a salvo, nuestra conducta moral para obtener unas mejores condiciones para el Trabajo persistirá a cualquier costo, pues siempre habrá un explotado por quien luchar y las campanas siempre doblarán por él.

Así podremos permanecer prisioneros del sistema. Así tendremos un «ideal» por el que luchar, nos abandonaremos en nuestros lechos y dormiremos en paz, conscientes de que cumplimos con nuestra obligación de luchar por «mejores condiciones» y, más aún, siempre estaremos alertas para denunciar y despotricar contra los corruptos y los explotadores. Y si nos entendemos bien en esta neurosis colectiva, los capitalistas también dormirán en paz porque todavía habrá quien luche por ser explotado, pues de esta forma mantendremos bien lubricada la Máquina-Trabajo. Millones esperan, de alguna forma, mantenerse prisioneros del sistema del Trabajo.

Con la sociedad industrial, el Trabajo se transformó en una máquina, la Máquina-Trabajo que tritura las vísceras humanas y que arroja la mayor de las ideologías sobre todos nosotros: la certeza de que el paraíso se construyó por el Trabajo. La Máquina-Trabajo está más viva que nunca. Viva en la memoria, en el alma de las sociedades, quedó incrustada en la piel de los pueblos. Todos queremos y precisamos del Trabajo; es como si fuese nuestro pasaporte para el cielo. Dios sólo ama a quien puede trabajar.

Con tanto esfuerzo y tanta dedicación, con tanto fanatismo y superstición en torno de la Máquina-de-moler-gente-para-el-Trabajo, los hombres y las mujeres no han sabido hacer otra cosa en sus vidas que entregarse y esperar por el Trabajo, desde el nacimiento hasta la muerte. Toda la conducta humana está arraigada en el modelo de las relaciones sociales determinadas por el Trabajo; desde la comida hasta el sexo, todo gira alrededor de la satisfacción o compensación por el Trabajo.

Nuestra cultura es la cultura del Trabajo; no podemos parar, no nos podemos ausentar, no podemos atrincherarnos en otros sitios. Algunas actividades humanas nos son concedidas como una forma de compensación: el arte, la diversión, los acontecimientos culturales y folclóricos, son momentos de distracción y «relajamiento», pero lo que en realidad importa es el Trabajo. Seremos juzgados y salvados por el Trabajo que hicimos y practicamos. Si pudiéramos proporcionar Trabajo a otros tantos desdichados, entonces el paraíso estaría ya garantizado; en caso contrario, viviremos con la angustia de la «omisión».

Nuestro reloj, las horas, los tiempos y la distancia están marcados por el Trabajo.

Nuestra esencia está determinada por el Trabajo. ¿Qué es usted? Soy tornero. Ésta es la respuesta cabal y decisiva, que no puede dejar ninguna sombra de duda. Nada más nos corresponde en este mundo de tragedias; debemos ser nuestro Trabajo, sólo esto podrá identificarnos como personas humanas.

Nuestras escuelas están dirigidas hacia el Trabajo. Ricos, pobres, miserables, gente de la periferia, gente de las clases medias, todos quieren disciplina y más disciplina, que garanticen el condicionamiento necesario para seguir adelante con el Trabajo. Necesitamos aprender para trabajar. Ricos y pobres se ven cubiertos por el mismo manto, el manto del Trabajo; aunque éste se vuelva en el futuro un espejismo, todos querrán alcanzarlo; sólo de esta forma continuaremos sosteniendo la sociedad del Mérito, la Meritocracia. Son templos que enseñan cómo el Trabajo es la esencia del hombre. Son lugares en que el mundo se detiene a la espera de un saber funcional que servirá para ser usado, de forma utilitaria, en las ruedas de la vida, de la vida del mundo del Trabajo. Nuestras escuelas son como cementerios cuyos difuntos son uniformizados, marcados y debidamente seleccionados para un mundo que tiene sus días contados.

Todos escogemos la escuela como promotora de la ciudadanía. La ciudadanía del Trabajo esclavo, del Trabajo insano, del Trabajo abstracto, forma acabada de la coerción social perversa e inhumana. Escogemos la escuela como lugar privilegiado de un saber enloquecido, fuera del eje de la propia humanidad, fuera de lo que es propio de lo humano. Elegimos la escuela como espacio para moler gente y quebrar mentalidades libres, pues lo que importa en la escuela es la certeza de que saldremos limpios, obedientes, honestos y listos para el Trabajo.

Esta ideología impregna la sociedad hasta sus poros y las mayores víctimas son los pobres y miserables que no encuentran otra alternativa para su «ciudadanía» que la escuela y el Trabajo. Les dicen que sin la escuela y sin el Trabajo serán criminales, serán viciosos, enfermos, ignorantes; no habrá ninguna posibilidad para ellos más que la de convertirse en «esclavos ciudadanos» del mundo de la Máquina-Trabajo. ¡Nuestros jóvenes necesitan del Trabajo! Detrás de esta afirmación se ocultan las peores perversidades y las mayores discriminaciones sociales. Es preciso dar Trabajo y Educación a los jóvenes; en caso contrario, éstos no tendrán otra alternativa que las drogas.

¡Mentira! Estamos engañados por la idea de que sin el Trabajo el hombre no es nada. No es verdad que un joven sin Trabajo deba necesariamente encontrar el camino de la violencia y de las drogas. Y la Educación es la base sobre la que se sustenta esta ideología macabra, de vampiros sociales. Tampoco es verdad que la Educación sea la garantía para que un joven deje la marginalidad. No son la Educación ni el Trabajo los que nos darán una sociedad más justa. No son estos valores los que deben plantearse antes que otros. Pues en grupos sociales que no necesitan del Trabajo ni de la Educación formal no se verifican señales de exclusión, no se observan violencias ni desviaciones, como quieren mostrarnos los que defienden la sociedad de la Máquina-Trabajo.

Y el trabajo es, en cualquier circunstancia –mantenido bajo la presión del círculo vicioso de la abstracción del Valor y de la Mercancía–, como una tortura legalizada e institucionalizada. Todos se sienten oprimidos en el Trabajo, pero no logran verse fuera de este sistema enfermizo. Todos se sienten explotados, pero nada saben de su existencia fuera del Trabajo. Todos son humillados, pero permanecen en sus puestos. Todos sienten amargura y grandes dosis de manipulación, pero continúan firmes en nombre de su realización existencial.

Una locura jamás vista por la historia del hombre, en ningún momento y en ninguna realidad. La modernidad nos transformó en robots sumisos, honestos, bien educados y obedientes. Los desobedientes son tratados como herejes, deben morir en los hornos ardientes de la exclusión. Pero los que se rebelan contra la explotación del Trabajo, lo mantienen aún más como forma de realización de sus identidades, son tan perversos y neuróticos como los que se dejan dominar por completo por la Máquina-Trabajo.

Y la pregunta permanece y rueda como las piedras que ruedan hacia la nada: finalmente, ¿qué haremos sin el Trabajo? Incluso los intelectuales no consiguen ver su existencia lejos de la Máquina-Trabajo, y muchos de ellos, que detestan hasta la idea de Trabajo, que le tienen ojeriza, urticaria, y sufren horribles pesadillas cuando son sometidos a la Máquina-Trabajo, insisten en decir que el Trabajo salva al hombre.

De la misma forma, los artistas se ven a sí mismos como trabajadores culturales, miembros de una comunidad diferenciada, y no se sienten justificados para descalificar el Trabajo y desautorizarlo por completo; de algún modo, precisarán de niñeras, motoristas, jardineros, modistas, cronistas de sociedad.

Somos los cínicos modernos. Al final de cuentas, lo que les queda a los pobres es el Trabajo, el simple y vil Trabajo, como condición social para su propia salvación, siempre y cuando no se trate de un Trabajo otorgado por los Capitalistas, sino por el Estado, controlado por nosotros, los de la Izquierda.

No puedo dejar de reconocer que también yo soy una víctima de este proceso. Tengo pesadillas y dolores de cabeza. Soy también un esclavo proletario que necesita del Trabajo y del valor de cambio otorgado por él para garantizar mi sustento. Aún no sé qué hacer de mí o de las cosas que pienso. Soy tan igual y simple como todos los que creen igualmente en la Máquina-Trabajo. Pero ya no creo en esta sociedad. Esto no me hace ni mejor ni peor. No me coloca en un púlpito iluminado, no me lanza hacia una realidad superior, ni me hace ajeno a los problemas y a la realidad asesina de la Máquina-Trabajo. Soy uno más que se ha convencido de que este modelo social ya no sirve ni para mí para nadie. Pero, con certeza, todavía viviré las amarguras de este modelo y, peor aún, tendré que enfrentar junto a muchos otros la dolorosa reacción de los que creen sinceramente en la Máquina-Trabajo.

En un país tan frágil en elementos constitutivos, el Trabajo se volvió una referencia para la unificación de muchos en torno de algunas ideas que ya estaban en el aire. La unidad brasileña parece ganar fuerza con el fortalecimiento de la sociedad del Trabajo. Estamos faltos de cosas, de utopías y mensajes de salvación. Necesitamos un norte para la comprensión de nuestros males, ansiamos un nuevo compromiso social, clamamos por nuevos pactos que nos sitúen en algún sistema capaz de ofrecernos la salvación y la seguridad que el hombre siempre buscó. La síntesis esperada y que, por algún motivo, se traslada al futuro, siempre al futuro, jamás al presente.

Estamos unidos alrededor de las herencias de una máquina que ha molido a la humanidad durante casi 270 años. Somos víctimas de una trampa a la cual ya no tenemos el coraje de enfrentar y desarmar. Incluso explotados por la Máquina-Trabajo, no nos vemos en condiciones de vivir sin esta licuadora humana. Como buenos y felices esclavos, precisamos seguir alrededor de la Máquina-Trabajo, toda vez que ésta nos garantiza, al menos, la propia explotación.

¿Qué será de nosotros sin el Trabajo? ¿Qué será de nuestra existencia sin el Trabajo? Gracias al Trabajo, hubo un enriquecimiento progresivo de ciertas capas sociales. El Trabajo generó riquezas inconmensurables y que hoy ya no necesitan de la fuerza del propio trabajo y, en suma, de los llamados trabajadores-proletarios.

La Máquina-Trabajo logró alcanzar un grado de sofisticación jamás experimentado. Esta riqueza es un hecho, un dato innegable que genera angustia con la posmodernidad. En la era de la sociedad de masas, aún había esperanza de que podríamos revertir los estados miserables, proporcionando mejores condiciones de trabajo a capas cada vez más amplias de las propias masas.

¡Ilusión! Esta riqueza fluctúa como gas neón, iluminando las estrellas y los sueños de los consumidores. Esta riqueza puede derribar gobiernos, hacer que las bolsas suban y bajen sin ningún escrúpulo, y puede arrojar al cubo de la basura a millones al borde de la indigencia. Pero esta riqueza que fluctúa por los aires de la Tierra no parece tener la pretensión de volver al seguro suelo. Lo que sí parece es que seguirá fluctuando por un buen tiempo, hasta que la realidad nos imponga una actitud más acorde con la historia.

¿Qué harán los dueños de esta riqueza? ¿En qué paraíso fiscal podrán mantener sus ganancias indefinidamente? Es cierto que hay aún algunos millones de seres humanos a ser conquistados. Hay mercados que aún no fueron totalmente explotados, hay un consumo latente que espera a su vez, pero nada de esto parece ser capaz de garantizar que la Máquina-Trabajo no prescinda de uno de sus pies: el Trabajo.

¿Los capitalistas tienen vergüenza de lo que han acumulado? Tal vez no sea una pregunta muy pertinente para ser hecha en semejante coyuntura global. Los efectos de la escasez consumista puede afectar sus cerebros, más todavía si estamos ante graves amenazas ambientales, pues la Naturaleza no es capaz de resistir durante tanto tiempo, una vez que buena parte de su propio capital se está extinguiendo rápidamente.

Durante milenios fuimos lo bastante inteligentes para extraer de la naturaleza sus dividendos, pero con la era del CÓMO, llegamos a la desfachatez de arrancarle la esencia, dejando las migajas para la nada o para nuestros propios pulmones devastados por la contaminación y la suciedad.

Y nosotros, los de la izquierda, ¿tenemos aún la certeza de creer que el Trabajo será la salvación de la agricultura? Tal vez no sea una pregunta muy adecuada para el momento, una vez que conseguimos el poder. Nosotros, que siempre estuvimos del lado del bien, ahora nos vemos encerrados de nuevo en semejante conflicto ideológico y ético, gracias a las opciones y decisiones equivocadas del pasado.

Sin darnos cuenta, muchas veces nos aliamos con el Estado depredador y los capitalistas vampiros. Sin darnos cuenta, comulgamos en la misma mesa en torno de un mismo ideal: el Trabajo. En virtud de ello, estamos obligados a aliarnos con lo que puede haber de más perverso, sólo para mantenernos en la pose de unos buenos hombres que luchan en favor de los Trabajadores y del Trabajo.

Distribuir riqueza no significa necesariamente distribuir Trabajo. La gran riqueza contemplada por el mundo no es nada más que el fruto de la explotación de los trabajadores por la Máquina-Trabajo. Sin embargo, no nos ilusionamos creyendo que las cosas podrían ser mejores si esta Máquina-Trabajo fuese más generosa, distribuyendo desde el comienzo de la Revolución Industrial los favores de sus lucros. La Máquina-Trabajo generó una categoría humana infame: los miserables. El mundo no había conocido tamaña miseria hasta el advenimiento de la sociedad de la Máquina-Trabajo; con ella, las masas fueron abandonadas a su propia suerte, sin ninguna elección, decididamente convertidas en escoria, objeto no-productivo, no-rentable. Las masas que no podían «trabajar» o consumir eran y son dejadas en los basureros sociales, sin tener derecho siquiera a un reciclaje.

¿Qué hacer con los ricos y los pobres? La alienación de hecho es un dato a ser constatado. Pero la distribución de las riquezas producidas por la Máquina-Trabajo tampoco serviría para liberar a los hombres y a las mujeres de la esclavitud impuesta por la Máquina-Trabajo. Los bienes adquiridos no servirán para darnos una mayor humanidad; deberían, teóricamente, pero hundirán a las poblaciones en una carrera desenfrenada hacia el oro. Fuimos triturados por dos siglos y medio. Carne y huesos molidos en una máquina que generó una riqueza espectacular en todo el planeta.

Los pobres de la tierra fueron dirigidos hacia las fábricas, obligados a abandonar sus campos y sus ocupaciones, a fin de promover, obligatoriamente, la prosperidad del mundo capitalista y después de los mundos de las izquierdas y de las oposiciones en todos los rincones del planeta. Los pobres fueron despojados de sus posesiones e infestaron las nuevas ciudades para el bien de las fábricas y de la Máquina-Trabajo. Los pobres no conocen otra verdad que los pueda redimir que no sea la del Trabajo. Se sienten orgullosos de trabajar, de ofrecerse en holocausto a la Máquina-Trabajo.

Nada más reconfortante para un pobre que garantizar para sí su sustento con el sudor de su propia frente. ¡Cuánto sudor gastado sin medida! ¡Cuánta vida desperdiciada en nombre del Trabajo! Los pobres y los miserables de la tierra ruegan por Trabajo. Son abrumados, triturados, vilipendiados, despojados de todo, pero aun así quieren el Trabajo y confían en los salvadores que les darán alguna forma de seguridad. Es preciso que los pobres tengan un cántico para llorar sus dolores y la Máquina-Trabajo se encarga de estas dosis en módicas prestaciones de inconsciencia y sortilegios. Todos están plenamente convencidos de que no hay otra salida. Veo por la vida a tanta gente que se enorgullece de lo que tiene, que se enorgullece de haberse ensuciado las manos y los pies, de haber formado parte de la Máquina-Trabajo con esmero y dedicación.

Cuántos no podrían encontrar otra prueba de lo que ahorraron que no fuera por la generosa y grandiosa santidad del Trabajo. Todos los dolores y sufrimientos, todas las angustias y humillaciones pueden ser perdonados y hasta olvidados; al fin, jubilados, tenemos ahora la casa en la playa. ¡Todo vale la pena si la obediencia no es pequeña! Somos la escoria humana que se vende por el Trabajo. Un valor adecuado para nuestras ambiciones humanas, valor que no va más allá de nuestra propia nariz.

Ascendemos socialmente, hallando que fue el Trabajo el que nos proporcionó esa ayuda, y nos protegemos y nos encerramos como buenos millonarios, sospechando de todos los pobres que también un día, como nosotros, querían ser felices con el Trabajo. En cierta medida nos consolamos con la idea; sin embargo, es verdad que la sociedad del Trabajo creó desigualdades proporcionales. Al mismo tiempo que niveló por lo bajo, nos convirtió en desiguales por arriba.

Pero al principio no fue el valor de las mercancías, ni la adquisición del bien abstracto del dinero, ni mucho menos el Trabajo el valor supremo de las relaciones humanas. Al principio de nuestra época industrial, fue el Trabajo, y el Trabajo fue el elemento necesario para que la máquina produjese. Sin el trabajo forzado de millones no habría la riqueza de la que hoy mendigamos las migajas para sobrevivir. Este sistema creó un modelo espectacular: inventó las relaciones de dependencia absoluta. La dependencia absoluta fue responsable de la inserción, en el escenario social, de la MISERIA.

Y hoy el modelo se reproduce como una abstracción que se alimenta a sí misma; la sociedad de la Máquina-Trabajo continúa moliendo conciencias y cuerpos para su prosperidad. Y creemos que solamente el Trabajo podrá devolvernos la inocencia perdida, como si fuese capaz de sustentar otra forma de sociedad diferente de la Máquina-Trabajo. El Trabajo en cualquier sociedad contemporánea no tiene otro sentido que el de mantener el sistema abstracto de mercancías y valores, generando más miseria.

No creo que la miseria sea sinónimo de exclusión. No percibo la exclusión de la manera como las izquierdas la pregonan. La exclusión es el no estar presente en el mundo de las mercancías. Los miserables lo están, no están excluidos sino incluidos en un sistema macro, al que denomino Máquina–Trabajo. La exclusión se relacionaría con cualquier grupo que ya no precisase del modelo actual y que pudiese crear sus propias leyes, mantenerse autónomo y desarrollarse sin ningún mecanismo de dependencia. ¡Imposible! Todos pertenecemos a un mismo universo: la Máquina-Trabajo.

Nuestros más sinceros discursos se dirigen contra la ola consumista. Creemos devotamente que la disminución del consumo a niveles «humanos» podría traernos de vuelta la dignidad del Trabajo, como si produjésemos mercancías para cierto diletantismo espiritual. Creemos que es posible trabajar sólo para garantizar empleos y salarios, sin consumir. Creemos, por otro lado, que al limitarnos en el consumo de mercancías podremos distribuir mejor el dinero, los recursos y, principalmente, el Trabajo. En nuestras mentes embotadas, soñamos con empresas estatales capaces de generar Trabajo sin consumo desenfrenado, garantizando un mundo puro e incapaz de orientarse hacia la explotación. Los capitalistas creen que al deshacerse del Trabajo, el único valor que les queda es el del capital, como fuerza propulsora en favor de la nada, de la nada que se alimenta de representaciones de poder, en un mundo de opulentos, como cerdos bien educados y bien nutridos para la Navidad de los prostíbulos capitalistas.

¿Y qué es lo que ha ocurrido al elegir las mercancías y las abstracciones como forma de vida? Sustituimos al otro por las abstracciones, fue eso lo que hicimos. Hoy el otro no representa nada, no nos da nada, ni siquiera es una presencia. El otro mendiga nuestra atención, sólo eso, es un otro que se ha convertido en obstáculo. Entre nosotros y las mercancías, está el otro, una barrera que nos impide ser felices. Ninguno de nosotros puede ser contrario al incremento social de la tecnología. No me puedo negar a disfrutar de lo que la propia inteligencia humana fue capaz de crear. Al mismo tiempo, no me siento cómodo cuando, en vez de dejar que la tecnología abra espacio para el encuentro con el otro, me veo obligado a desviar mi atención hacia las cosas.

Las cosas son sólo un camino hacia el otro. Es por las cosas que llegamos a los otros, y los otros se nos presentan por medio de las cosas. Nuestra humanidad y nuestro lenguaje dependen de las cosas, pero exactamente porque nos garantizan la relación con el otro. El otro no puede ser perdido de vista, no puede ser lanzado a un espacio de nadas y de vacíos.

Con el otro, yo me reconozco por encima de mí mismo y también como partícipe de relaciones que evolucionaron lentamente a lo largo de nuestra historia. No puedo refugiarme en la tecnología, esperando que ésta me provea de lo que la ciencia, presuntamente, podía proveer al hombre del siglo XIX, una idea y una actitud positiva ante la existencia. No es ese contento lo que pretendo, no es esa euforia por la que abogo, al contrario. Sin la tecnología no seríamos capaces de guiarnos hasta el presente, pues es el sueño palpable de nuestra realización humana, concreta y, al mismo tiempo, fruto de las abstracciones necesarias que convergen hacia un fin, el hombre, solamente el hombre.

Pero ahora estamos frente a la nueva moda: el fin del otro, sea quien fuere, en favor de mis cosas, en favor de mi quietud. Las máquinas no me darán la conciencia de mi existir, sólo en la relación con el otro soy capaz de saber que soy lo que soy y en el distanciamiento de las cosas, que se hacen presentes y ausentes, que se vuelven cosas diferentes de mí, pues no soportaría la sensación de convertirme en cosa, una cosificación sin ellos, sin pasado, sin presente.

Es la cosa la que me somete al sistema, pues en su presencia soy ya atraído por las realidades y relaciones impregnadas de verdad insolente y desleal. La verdad de la no-libertad. En el fondo, no sabemos qué hacer con la libertad. Estamos fundados en la libertad, y por la libertad es que somos capaces de conocer lo que somos y ser distintos del mundo y de las cosas y de los otros que nos rodean. Tal vez ahí resida la tragedia humana, el creer demasiado en verdades y no en la libertad. Estamos ahora prisioneros de sistemas, y uno de ellos, tan monstruoso que nos acosa día y noche, es el del Consumo. ¿Cómo podremos pedir a los consumidores compulsivos que dejen de consumir? ¿Cómo enseñaremos a los pobres, que son el objetivo de nuestros esfuerzos para que asciendan socialmente, a que mantengan el pie en el freno cuando lleguen a otra clase social? ¿Cómo podremos convencer a ricos, pobres y medianos de que consuman menos, en favor de todos y de la Naturaleza? De qué forma y cuáles serán los argumentos necesarios para que los norteamericanos, juntamente con los nuevos-ricos-rusos, dejen de consumir tanta estupidez en favor de los niños de Etiopía? ¿Quién le pondrá el cascabel al gato? Algunos de los problemas planteados en la actualidad son falsos dilemas; creemos en ellos exactamente para aliviar nuestras conciencias mendicantes, pues el verdadero problema, el principio generador de este cáncer humano, continúa afligiéndonos por todas partes. Aún no tenemos el coraje de vernos sin el Trabajo; he aquí el trasfondo que ronda nuestras conciencias.

Pero qué maldad exigir de los pobres y miserables de la tierra ninguna otra vida que no sea la del Trabajo, aun cuando éste estuviera a salvo de las garras de los endemoniados capitalistas. Estamos envueltos por el manto de la ignorancia, que nos ciega y nos proyecta dentro de las propias abstracciones creadas colectivamente.

¿Qué sería de los pobres sin el Trabajo? ¿Qué sería de las clases medias sin el Trabajo? ¿Cómo podríamos vivir y reconocernos diferentes sin el Trabajo? Confundimos el Trabajo con la necesaria actividad humana frente a la naturaleza.

Somos lo que somos porque estamos frente a la naturaleza, ésta nos es dada y a ésta somos dados. Las relaciones son pertinentes toda vez que es a partir de la naturaleza que somos humanos; sabemos que ella es lo que es porque sólo nosotros podemos referirnos a la naturaleza como tal, ningún otro ser, que sepamos, puede mantener relaciones con ella en un grado tal. Todo movimiento, toda transformación, toda manipulación, toda motivación en dirección a la naturaleza es, por sí mismo, una actividad necesaria y socialmente presupuesta. Esta relación no es, de ninguna manera, Trabajo. Es la exigencia necesaria para que el hombre realice su existencia, fundada en la Libertad.

La naturaleza no es nuestra enemiga: es a través de ella que podemos vernos como hombres y mujeres, es a partir de sus elementos que somos llevados a conocernos y a percibirnos como sujetos en un mundo diverso y necesario.

Incluso en los países aparentemente más justos desde el punto de vista social, el Trabajo es la exigencia para que el hombre sea «ciudadano». Conectamos la existencia a la ciudadanía. ¡Cuánta liviandad! La relación humana no se da fuera del valor. La mente humana, la razón, el juicio, la fuerza del principio de contradicción se da por el valor. Nuestra conducta moral se basa en el valor. Escogemos A en vez de B a causa del valor que en aquél depositamos, independientemente de las culturas. Habrá, mientras haya hombres y mujeres sobre la faz de la Tierra, relaciones basadas en los valores. Construiremos cosas, basados en los valores; practicaremos el intercambio basados en los valores. Sin el valor, que es el mecanismo de nuestro pensamiento, no seremos jamás siquiera capaces de pensar, crear el lenguaje, la lengua, fomentar las culturas, producir núcleos paradigmáticos y sintagmáticos. Las metáforas, las metonimias, las creaciones estéticas son fruto del valor.

Nuestro gran problema es que establecemos relaciones de valor sin tener en cuenta la Libertad. Cuando somos introducidos en sistemas que nos imponen, como supuesto, el valor A o B, estamos entonces obligados a condicionarnos, sin elección, sin decisión, sin criterio. Estamos condicionados a elegir sin elección, se nos sumerge en un sistema de valores sin referencia, que es el propio sujeto. El valor se convierte en un dato que flota en el aire sin ninguna vinculación con la estructura humana.

Valor de mercancías, destinadas a una satisfacción momentánea, pero necesaria.

Jamás dejaremos de consumir. No soy tan tonto como para imaginar una sociedad de ángeles y arcángeles, sin la presencia de alguna forma de consumo. Esto es absurdo. Pero el consumo como mecanismo perverso de sustitución del otro, esto se acabará.

Sin embargo, existe un gran aliado de la Máquina-Trabajo. Los medios de comunicación de masas sirven y se sirven de la Máquina-Trabajo. En la TV, en la radio y en los periódicos, todos necesitan trabajar. Las sociedades de las películas deben trabajar. Todos gozan del derecho al Trabajo. La metafísica del Trabajo está impuesta en los medios. Como un gran discurso velado, la abstracción del Trabajo impregna todas las producciones, todos los textos. La estética de los medios de comunicación se basa en la sociedad de la Máquina-Trabajo, precisamente porque se desarrollaron y ganaron el mundo en el auge de esta sociedad.

Sin los medios, las tres perversas abstracciones no tendrían canales tan eficientes de comunicación. Permanecerían expuestas en una vitrina y sólo el Trabajo sería la viga maestra. Pero en los medios las tres abstracciones se confunden en valor y no se sabe cuál de ellas es la esencia de la sociedad de la Máquina-Trabajo.

Ahora identificamos el consumo desenfrenado como la piedra fundamental de la sociedad.

Después apuntamos a la abstracción del Capital-Dinero como forma acabada de la sociedad del Trabajo. Pero en ningún momento los canales de TV, las radios, el cine o cualquier otro lenguaje reconocen que el núcleo y el principio fundante de esta sociedad es el Trabajo.

Los medios son un excelente guardián de los valores de la sociedad hipócrita y desmedida.

Todos tienen espacio en ellos en la medida en que permanecen obedientes al modelo social. Venden mercancías y detrás de ellas las ideas que forman el gran sistema de coerción social, globalizado y muy bien articulado.

Sin Libertad, estamos convencidos de que no hay caminos posibles para la realización de la sociedad sin el Trabajo y mucho menos sin la versión perversa de la sociedad de la Máquina-Trabajo. Como niños, tenemos miedo a la oscuridad, necesitamos de sistemas acabados o de contrasistemas bien aceitados que nos garanticen un lugar al sol y en el cielo, porque nuestros malestares son de tal magnitud que sólo los sistemas son capaces de colocarnos en el eje.

Podemos entender que nuestra sospecha en relación con la Libertad se debe al hecho de que no somos capaces de vivir fuera de los sistemas. Necesitamos controlar y necesitamos ser controlados. Ninguna experiencia que no se valga de esta naturaleza servirá a nuestros propósitos. Estamos obligados a mantenernos bajo control, y bajo control queremos el mundo y la humanidad. No hay nada más sincero y deshonesto que el control por medio del Trabajo, promovido por la Máquina-Trabajo, que nos mantiene en forma y deseosos de explotación.

Con el control, todo queda especialmente inmóvil y uniforme. Aunque el mundo se hinche y se pierda con la sociedad de la información, aunque haya una profunda fragmentación y una llamada a la identidad y a la diversidad, aunque todos los caminos nos lleven hacia el fin del Trabajo, aun así necesitamos del control y de sistemas, sean políticos, económicos, religiosos, cualquier institución que nos garantice la dosis exacta para no salirnos de lo trillado.

La falta de control es una falta grave para el sistema, cualquiera que éste sea. La falta de control nos indica que perdemos el rumbo y que podemos caer fuera del universo sistémico. Es preciso que nos mantengamos en el interior del sistema. Sin sistemas no nos reconocemos. Por eso, estamos realmente obligados a crear sistemas para después ser libres dentro de ellos. No estamos fundados en la libertad. ¿Y por qué esto es importante para el contexto? Exactamente porque le tenemos miedo a una sociedad sin Trabajo, porque éste nos ha moldeado de tal forma que incluso nuestra libertad es secundaria, en cualquier circunstancia. Primero es necesario que haya Trabajo y después libertad. Ningún sistema que no apunte, en primer lugar, al Trabajo, no será digno de otorgar libertad a sus miembros.

¿Debemos invertir el proceso? ¿Estará en condiciones la sociedad de comprender que es necesario un salto hacia la libertad? Aquello sobre lo que estamos reflexionando aquí se relaciona con una constatación sólida y fundada en cuanto al modelo de la Máquina-Trabajo, y se relaciona, aún más, con un cambio de mentalidad y con la necesidad de reconocer, en nuestra ignorancia, que no es tarea nada fácil convencer a la sociedad de que es necesario desmontar el modelo de la Máquina-Trabajo. Esto significa que 270 años de historia y de esclavitud deben enfrentarse con el coraje de quien ve y experimenta las amarguras de la humanidad. Si no fuesen los avances tecnológicos los que nos ponen en contradicción con el propio sistema del Trabajo, no existirían las condiciones para el cuestionamiento. Sin embargo, las condiciones están dadas y es preciso aprovechar las oportunidades para abrir al menos el debate con toda la sociedad, promover espacios para que, con coraje, podamos discutir los rumbos de la sociedad que avanza hacia el fin del Trabajo.

Países emergentes creen que su salvación se dará por el Trabajo. No es verdad. Nada más perverso que creer en este sofisma. Estamos ante falsos dilemas de los que surgen verdaderas estratagemas sociales.

Ahora, más que nunca, tenemos la posibilidad de realizar la existencia, apuntando al propio presente y no al futuro. No debemos tener sueños ni alimentar esperanzas. Los esperanzados y los soñadores crean utopías e ideologías. Yo quiero mirar hacia la realidad y dejar que se muestre; mirar hacia el pasado y dejar que le revele los caminos al presente, sin constataciones ni impugnaciones, porque ya es hora de que la hora se cumpla, en una continua relación con la realidad real.

El Trabajo no nos dio la dignidad que necesitábamos. Nos dio sufrimiento, dolor, angustia, desesperación, muerte. En ciertos casos puede ofrecernos algunos bienes y mejores condiciones de vida. Pero el Trabajo nos obligó a diferenciarnos en cuanto al acceso social, creó grupos dependientes cuyo rostro y expresión visible es la miseria. También logró reducir la existencia y la naturaleza (el medio ambiente) a meros coadyuvantes en la realización de la humanidad.

Por eso deseo que esta carta pueda llegar a alguien en algún lugar, a fin de que encuentre inspiración para empezar a promover debates y reflexiones sobre la sociedad de la Máquina-Trabajo y su fin.

Muchas gracias.

Mogi das Cruzes (Brasil), enero de 2003

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NOTA

* Juego de palabras: força (fuerza), forca (horca). [T.]