CONTRA-REALISMO
Los conflictos sociales son siempre también una lucha por conceptos, por el «poder de definición» sobre la forma en que los problemas pueden ser abordados. También se podría decir que los problemas son definidos, casi naturalmente, de acuerdo con los criterios de la lógica del sistema dominante. Y los conceptos asumen entonces el color correspondiente al aspecto del camaleón. No existe una prohibición expresa o una censura, pues el mecanismo de la construcción de los conceptos y el proceso de la definición discurren una manera mucho más sutil. Una determinada forma del discurso se manifiesta de un modo determinado y, de pronto, todo el mundo empieza a hablar el mismo lenguaje, aparentemente con profunda convicción. Sobre todo en el plano socioeconómico, se ha instituido en la investigación científica, en los media y en la clase política una reglamentación general del discurso, un «discurso del consenso», que funciona de un modo mucho más rígido por no haber sido fijado administrativamente.
Esta situación se basa en el hecho de que la ciencia, los media y la política no pueden funcionar de forma tan estúpida y automática como la mano invisible del mercado. Ellos instituyen el lado «subjetivo» con relación a las leyes «objetivas» del sistema. Así, la conformidad con los imperativos capitalistas no es dada nunca por sí misma, sino que siempre tiene que ser producida en un proceso discursivo. Una función esencial de este discurso consiste en que los participantes se alineen unos contra otros sobre la base del «boletín meteorológico» capitalista, al que es necesario adaptar todas las relaciones sociales y culturales. Es precisamente para esto que sirve la reglamentación del discurso. En tal sentido, ciencia, media y clase política constituyen una especie de cártel que vela para que nadie se salga de los carriles. Se instituye un marco general en que, si, de un lado, la propia clientela es enredada en la charlatanería del marketing, de otro es sujetada por el freno.
La semántica del control ideológico está dominada por quien ostenta el poder básico de definir lo que es la «realidad» y, en consecuencia, la «Realpolitik» [política realista]. El cártel semántico hoy dominante ha erigido las exigencias de la administración capitalista de la crisis en principio de la realidad y ha redefinido, en correspondencia, el concepto de reforma. El antiguo «pathos» social y emancipador del reformista, tal como se constituyó en el transcurso del desarrollo histórico, de la contratación colectiva, del «Estado de bienestar» y del servicio público, es ahora, precisamente al contrario, instrumentalizado para la contra-reforma. Las campañas de privatización y de restricciones sociales se subordinan al lema: «Nosotros somos la modernidad». Cuanto más privado, más barato y mejor.
Todos se preocupan por la posibilidad de hacer las «reformas» contra «el eterno pasado». Se propone el compromiso para la «conformación de la sociedad». Por ejemplo: ¿se reduce el gasto en un 5 o en un 10%? ¿Tiene que ser cerrado un hospital o una guardería? ¿Tienen que eliminarse los beneficios de los enfermos de cáncer o de los discapacitados? ¿Se aumenta en un 1% un beneficio cualquiera, pero se triplican los impuestos en cualquier otro punto? «Mejoras para las personas» es como se llama ahora a cualquier nivel de deterioro al que, con un gesto de reformador, se logra descender. La lucha política se limita a saber quién tiene más habilidad para vender los recortes cada vez más duros. Se amenaza a la izquierda política de «quedar reducida a la insignificancia» si no hace «reformas convincentes». La «voluntad del electorado» –así se deja vislumbrar la semántica del control– rebosa de «realismo» y de «madurez de los ciudadanos» si está ávida precisamente de salarios bajos, de la destrucción del sistema de seguridad social, y de privatizaciones.
Esta regulación dominante del discurso está tan gastada como el anuncio de un progreso inminente, repetido machaconamente desde hace ya muchos años. Si las cosas continúan así, la palabra «reformador», antes respetable, correrá el peligro de convertirse en una vulgar ofensa con la que el hombre corriente designará a un mal vecino o a un perro agresivo. El lavado de cerebro no siempre funciona. El poder dominante de definición de la realidad puede ser quebrado por un amplio contra-realismo. En este sentido, una extensa y profunda campaña contra el proyecto de salarios bajos, mucho más que una simple política social en los límites de la aritmética política, sería una Kulturkampf [lucha cultural], una ofensiva por un nivel civilizado. Una contra-«Realpolitik» que pusiese en cuestión implacablemente la totalidad de las ramificaciones, meandros y complicidades de la administración represiva de la seguridad social y del trabajo tendría la posibilidad de tener éxito en el nivel de las masas.
Esto se aplica, en primer lugar, a una lucha seria por el mantenimiento de los servicios públicos como parte de un «standard» mínimo de vida. La gente está tan harta de los ferrocarriles por acciones, de los correos por acciones, y de la amenaza del agua por acciones, como de los medicamentos de segunda clase y del sistema de (no) enseñanza barato. El «contrafuego» (Pierre Bourdieu) no tiene por qué ser el eterno retorno al pasado de la tradición burocrática estatal. También es concebible un concepto de servicio público bajo la forma de sociedades sin fines lucrativos autoadministradas que serían las encargadas de gestionar las infraestructuras. La orientación hacia un valor de uso público no estaría más allá de la forma del valor, pero sería un momento de transformación emancipadora.
Si el capitalismo no puede mantener el nivel de civilización, tampoco se lo tiene que aceptar con reverencias. Por el contrario, debe sacarse la conclusión de que el capitalismo «acepta» cada vez menos a los seres humanos. La necesidad de formas de representación organizada de los socialmente excluidos de la ciudadanía no será fácilmente resuelta como sucedió con los refugiados de la Segunda Guerra Mundial, absorbidos por el «milagro económico», sino que, por el contrario, aumentará; y no sólo en Alemania del Este. La aritmética del cártel semántico y político dominante no les puede dar voz, sólo puede dirigir su voz hacia los engranajes del resentimiento nacionalista y racista. Digamos la verdad: no se trata de anunciar la fe en el Estado, sino la responsabilidad personal. Una responsabilidad en el sentido no burocrático de un contra-movimiento social autónomo, y no en el sentido de una fe en el mercado fuertemente autoritaria y alegremente resignada.
Título orignal: «Gegenrealismus», publicado en Neues Deutschland, Berlín, octubre de 2002. Traducción al portugués de José Paulo Vaz, aquí. Versión española: Round Desk.