El desarrollo insostenible de la naturaleza
Las inundaciones y sequías registradas durante los últimos meses en el mundo anuncian una nueva y grave dimensión de la crisis ecológica
Robert Kurz
Las inundaciones de julio a septiembre de este año, ocurridas en todo el mundo, entrarán en la historia de las catástrofes naturales como un triste recuerdo. En una extensión jamás vista desde el comienzo de los registros meteorológicos de la modernidad, regiones gigantescas quedaron inundadas simultáneamente en Europa, África, Asia, América del Sur y del Norte. Lluvias de intensidad extrema con hasta 600 litros por metro cuadrado, deslizamientos de tierra y ríos desbordados destruyeron las infraestructuras de provincias enteras, aniquilaron la cosecha, provocaron decenas de millares de muertes y dejaron a millones de personas sin techo. En el este de Alemania, una «inundación del siglo» paralizó toda la vida económica. Al mismo tiempo, y exactamente a la inversa, otras regiones, a menudo en el interior del mismo país, fueron asoladas por las catástrofes correspondientes de la sequía. Así, si las personas en el sur reseco de Italia ya no podían bañarse y la Mafia empezó a vender agua en botellas, en el norte del país áreas completas estaban bajo las aguas y la vendimia era destruida en su mayor parte por los temporales.
Método
O el diluvio o nada de agua: esta desproporcionalidad posee un método. Como informan las grandes empresas de seguros actuantes en todo el mundo los daños por temporales e inundaciones aumentan de año en año: en Europa, según datos del consorcio Allianz, se cuadruplicaron sólo en la primera mitad de 2002. Hace ya mucho tiempo que hasta un niño sabe que la «violencia máxima» de estas catástrofes no viene de los dioses; tampoco se trata de puros procesos naturales, exteriores a la sociedad humana. Al contrario, nos las tenemos que ver con alteraciones de la naturaleza socialmente producidas, sobre las cuales los ecologistas alertaron en vano hace ya décadas. El resultado son «catástrofes sociales de la naturaleza», que se propagan de manera irreversible. ¿Por qué la percepción de los nexos ecológicos, existente hace años, es socialmente ignorada de un modo tan obstinado? Evidentemente el problema de la relación entre procesos socioeconómicos y naturales debe ser reformulado a fondo. La sociedad tiene una cualidad diferente de la naturaleza. Aunque no se extienda una muralla china entre los seres vivos, los hombres se distinguen fundamentalmente de las plantas y de los animales, sea donde fuere que resida esa diferencia y sea donde fuere se deba buscar el umbral de la transición. Decía Marx que lo que distingue al peor maestro de obras de la mejor abeja consiste en que la obra humana «tiene que pasar primero por la cabeza», o sea que no es ella misma un proceso natural inmediato, sino la reconfiguración de la naturaleza por medio de la conciencia liberada. Sólo con esto, por supuesto, surge una relación de naturaleza y cultura o de naturaleza y sociedad. Esta relación contiene una tensión que puede estallar destructivamente. Puesto que procesos sociales y naturales no son idénticos, pueden chocar entre sí. Ningún ser humano es simplemente capaz de «vivir en armonía con la naturaleza», como pretende la ideología verde. De lo contrario, él mismo sería simple naturaleza, es decir, un animal. La sociedad no es inmediatamente naturaleza, sino «proceso de metabolismo con la naturaleza» (Marx), esto es, remodelamiento y «culturización» de la naturaleza («culto» significaba originariamente «cultivo de la tierra»). Para que este proceso no lleve a fricciones catastróficas, es indispensable una organización racional de la sociedad. Razón significa, en este aspecto, nada más que una reflexión sobre los nexos naturales de la conciencia y un comportamiento correspondiente en la reconfiguración social de la naturaleza que evite la explotación exhaustiva y absurda y los efectos colaterales destructivos. Una organización racional de la sociedad, sin embargo, no puede limitarse al «proceso de metabolismo con la naturaleza». La razón es indivisible. Sin una relación racional de los miembros de la sociedad entre sí, esto es, una relación que satisfaga las carencias sociales, no puede haber razón alguna ni remodelación de la naturaleza. Como Hokheimer y Adorno mostraron en la Dialéctica de la Ilustración (edit. Trotta, Madrid, 1994), un «dominio sobre la naturaleza» irracional, destructivo e irreflexivo, y un idéntico «dominio del hombre sobre el hombre» se condicionan recíprocamente.
Dinámica amenazadora
En este sentido, todas las sociedades hasta hoy deben considerarse irracionales, ya que no se libraron de la irracionalidad de la dominación. Incluso las catástrofes sociales, como las guerras o los flagelos del hambre, y la destrucción de la naturaleza se condicionan recíprocamente. La dominación siempre es destructiva, pues representa una relación de poder no-reflexiva.
Definidas por relaciones de dominación y sometimiento en el nivel de las relaciones sociales, las sociedades agrarias premodernas también conocieron la destrucción de los nexos naturales ligada a ello. La calcarización de las orillas del Mediterráneo, otrora cubiertas de bosques, fue, como se sabe, consecuencia del consumo inescrupuloso de madera por las potencias antiguas, sobre todo por el Imperio Romano. La construcción de flotas de guerra desempeñó aquí un gran papel.
Pero esa destrucción de la naturaleza se limitaba a aspectos aislados de la biosfera, no asumía aún un carácter sistemático y omnicomprensivo. Sólo la maravillosa modernidad desencadenó una dinámica que se volvió de modo general una amenaza para la vida terrestre, provocando en gran escala aquellas «catástrofes sociales de la naturaleza»; y con tanto mayor ímpetu cuanto más la sociedad moderna se desarrolla, convirtiéndose en un sistema planetario total.
Sería improcedente atribuir la dinámica de la destrucción moderna de la naturaleza exclusivamente a la técnica. Evidentemente son los medios técnicos los que intervienen directa o indirectamente en los nexos naturales. Pero esos medios no son responsables por sí, son el resultado de una determinada forma de organización social, que define tanto las relaciones sociales como el «proceso de metabolismo con la naturaleza». El moderno sistema productor de mercancías, basado en la valorización del capital monetario como fin en sí mismo, se revela así, de una doble manera, irracional: tanto en el macroplano de la economía nacional y mundial como en el microplano de la economía industrial.
El macroplano, esto es, la suma social de todos los procesos de valorización y de mercado, produce la coerción de un crecimiento abstracto permanente de la masa de valores. Esto lleva a formas y contenidos nocivos de producción y a modos de vida que no son compatibles ni con las carencias sociales ni con la ecología de los nexos naturales (transporte individual, asentamientos irregulares, destrucción del medio ambiente, formación de aglomeraciones monstruosas en las ciudades, turismo de masas, etc.).
En el microplano de la economía industrial, las coerciones del crecimiento y de la competencia conducen a una política de «reducción de costes» a cualquier precio, sin importar si el contenido de la producción es en sí conveniente o nocivo. Pero los costes no son en su mayor parte objetivamente reducidos, sino simplemente desplazados hacia fuera: a toda la sociedad, a la naturaleza, al futuro. Esta «externalización» de los costes aparece entonces, por un lado, como «desempleo» y pobreza; por otro, como contaminación del aire y del agua, desertización y erosión del suelo, transformación destructiva de las condiciones climáticas, etc.
La posguerra
Las consecuencias destructivas de este modo de producción irracional sobre el clima y la biosfera parecían ser al principio una cuestión meramente teórica, ya que se manifestaban en escala planetaria sólo a largos intervalos. El proceso de destrucción fue preparado por dos siglos de industrialización, acelerado por el desarrollo del mercado mundial después de 1945 y agudizado por la globalización de las dos últimas décadas. Repitiéndose a intervalos cada vez más cortos y extendiéndose por un número cada vez mayor de regiones del globo, las catástrofes de las inundaciones y de las sequías anuncian los límites absolutos de este modo de producción, así como el desempleo y la pobreza en masa, globales y crecientes, marcan sus límites socioeconómicos absolutos. El diluvio y la sequía pueden ser explicados de manera precisa como relaciones de causa y efecto a partir de la lógica destructiva del mercado mundial y de la economía industrial. A escala continental y transcontinental, la lluvia y los temporales extremos y anormales, así como, a la inversa, la escasez extrema y anormal de agua son provocadas por modificaciones climáticas, que a su vez son el resultado de la emisión industrial desenfrenada de los llamados gases de invernadero (clorofluorocarbonados). Estos gases, que calientan artificialmente a largo plazo la temperatura de la tierra, son liberados en la producción y en la operación de casi todas las mercancías industriales importantes, aunque existan también otras posibilidades técnicas.
Fracaso de las ONGs
A escalas regionales menores, es una serie completa de intervenciones en la naturaleza producidas por la economía de mercado la que lleva a la intensificación de la nueva dimensión de los temporales, llegándose a las catástrofes de las inundaciones que se extienden a lo largo de grandes superficies: en los valles fluviales, las tierras son industrialmente endurecidas, las planicies a las orillas de los ríos aniquiladas y convertidas en regiones de comercio y construcción, y los propios ríos, «rectificados», dragados y transformados en «autopistas de agua». Por un lado, en consecuencia, el cambio climático generado por la economía de la industria y del mercado concentra masivamente las lluvias, antes distribuidas con uniformidad, en determinadas zonas; por otro, en razón igualmente de las prácticas inescrupulosas del mercado y de la industria, los volúmenes de agua se escurren y se infiltran allí en una medida mucho menor de lo que sucedía en el pasado. Es cierto que los críticos ecologistas demostraron estos nexos, alertando sobre las catástrofes que ahora se manifiestan realmente. Pero siempre evitaron poner en cuestión el principio económico determinante como tal. Teóricos y ensayistas ecologistas, partidos «verdes» y ONGs como Greenpeace se rindieron todos ellos a los principios «eternos» del capitalismo. Nunca desearon algo diferente de una especie de «lobby de la naturaleza», insertado en el marco exacto de la lógica que destruye la biosfera. Todo el debate sobre el llamado «desarrollo sostenible» ignora el carácter del principio abstracto de la valorización y del crecimiento, que no posee ningún sentido para las cualidades materiales, ecológicas y sociales y, por ello, es completamente incapaz también de tomarlas en consideración. Absurdo por completo es el proyecto de pretender que la economía industrial contabilice en sus balances los costes de la destrucción de la naturaleza que ha acumulado. Desde luego, la esencia de la economía industrial consiste justamente en el hecho de externalizar los costes por sistema, costes que al fin ya no pueden ser pagados por ninguna instancia. Si de este modo encontrara un freno, ya no sería ninguna economía industrial, y los recursos sociales para el «proceso de metabolismo con la naturaleza» tendrían que ser organizados de una manera cualitativamente diferente. Es una ilusión creer que la economía industrial vaya a renegar de su propio principio. El lobo no se hace vegetariano y el capitalismo no se convierte en una asociación para la protección de la naturaleza y la filantropía.
Un «lujo»
Como era de esperar, todas «cumbres» sobre la protección del clima y de la sostenibilidad, desde Río a Johannesburgo, pasando por Kyoto, fracasaron de forma lamentable, y la resistencia «sostenible» de los EE.UU, que no quieren perder la alegría de su consumo de potencia mundial, no fue la última de las razones. Toda vez que el reequipamiento perfectamente posible con otras tecnologías pesaría en los cálculos de la economía industrial y reduciría las ganancias, es rechazado y el gas-invernadero sigue siendo emitido en grandes cantidades; de la misma forma, la destrucción del medio ambiente continúa de manera desenfrenada. Entretanto, la disposición para intervenciones ecológicas en la economía llegó a retroceder dramáticamente, porque el fin del capitalismo de burbujas financieras amenaza con estrangular la economía mundial y, por tal razón, la protección de la naturaleza y del clima parece ser sólo un «lujo», el primero en ser recortado. Bajo el shock de la crisis económica, cada vez más ex eco-activistas prominentes se confiesan hijos del capitalismo, y ya no quieren saber nada de una limitación de la economía industrial. Uno de éstos es el «científico político» danés Björn Lomborg [autor de El ambientalista escéptico], que se volvió el predilecto de la prensa económica y puede viajar a todas partes como misionero bien pagado de la industria, ya que remite la catástrofe del clima al reino de la fantasía y asegura que, con la ayuda de la economía de mercado global, todo quedará cada vez mejor y hasta la naturaleza empezará a valer.
Sin enfriamiento
Entusiasmado con esa falsificación descarada de los hechos, el Wirtschaftswoche, órgano central del neoliberalismo alemán, dedicó toda una serie a las tesis de Lomborg. En la última parte de la serie, llegó puntualmente la gran inundación. Meteorologistas e historiadores constataron de común acuerdo que hacía siglos que no se registraban en Europa central temporales e inundaciones de este tipo. La alteración del clima fue entonces directa y sensiblemente perceptible, pues se trataba de tempestades y aguaceros sin enfriamiento, como los que sólo se conocen comúnmente en las regiones tropicales. La catástrofe subsiguiente de la inundación en Alemania, en la República Checa y en Austria, de igual forma que en Asia, provocó daños por billones de euros.
Debido a las arcas vacías del Estado, el canciller alemán Gerhard Schroeder tuvo que poner en cuestión el pacto de estabilidad de la Unión Europea. La inundación asumió dimensiones que afectan a la política financiera. Es cada vez más evidente: crisis económicas y destrucción ecológica se entrelazan en una catástrofe global única. Las leyes físicas no pueden ser manipuladas por las estadísticas, y los «pragmáticos realistas» del sistema del mercado global se hunden literalmente en el agua sucia y en el fango.
Octubre 2002
Traducción al portugués: Luiz Repa
Traducción al español: Round Desk