El mecanismo de la corrosión
Ante la falta de una base real en la producción de bienes, el crecimiento económico impulsado por los EE.UU. en los años 80 y 90 amenaza ahora con desmoronarse.
Robert Kurz
Se dice que cuando EE.UU. tose, el resto del mundo coge una neumonía. Pues EE.UU es la última potencia mundial no sólo en la esfera política y militar, sino también en la económica. En los años 80, Japón era considerado aún como el gran competidor, que tal vez llegase a predominar sobre EE.UU. Después del ocaso de la Unión Soviética, fueron los "mercados de Oriente" los que darían origen a un nuevo milagro económico. Más tarde, los tigres asiáticos hicieron que se hablase de ellos, y se proclamó el "siglo del Pacífico". Chile y Argentina, alumnos ejemplares del neoliberalismo en América Latina, serían celebrados también como portadores de la esperanza de una nueva era de crecimiento.
De todos esos mitos del optimismo capitalista no quedó nada más que un montón de cenizas. En realidad, no hubo sino un único "milagro" económico, del cual dependían todos los demás: el boom extraordinario de los años 80 y sobre todo de los 90 en EE.UU. Pero ya no se trataba de una coyuntura económica interna tradicional. EE.UU. no constituía en absoluto un modelo de economía política que, en virtud de su éxito, todos los otros intentaban imitar dentro de sus propias fronteras, como la propaganda oficial quiso hacer creer. Por el contrario, antes autosuficiente sólo en razón de su grandeza, la economía norteamericana acabó desarrollando sobre la economía mundial entera un efecto de succión real, no meramente ideológico.
El proceso de globalización fue, en lo esencial, idéntico a una "americanización" de los flujos globales de dinero y de mercancías.
En el pasado, los ciclos coyunturales habían transcurrido de manera asincrónica en las diversas regiones del mundo, principalmente en los tres grandes centros, Japón, EE.UU y Europa Occidental: a una mejora aquí se contraponía, la mayoría de las veces, un empeoramiento allá, de manera que se pudo generar un equilibrio a largo plazo a causa del fortalecimiento de las exportaciones hacia la correspondiente región próspera y a causa de la inversión cíclica de ese proceso. Como contrapartida, en los años 80 y más aún en los 90, la economía mundial entró en un circuito coyuntural sincrónico, ya que la denominada globalización no fue nada más que una adaptación global creciente a la economía norteamericana. Desde entonces, un número cada vez mayor de países empezó a enviar excedentes cada vez mayores de mercancías hacia EE.UU. por el camino de mano única de la exportación.
Una parte cada vez mayor de las ganancias obtenidas de tal modo refluía también enseguida, como exportación de capital monetario, hacia las instituciones financiera de EE.UU. Y cada vez más las inversiones directas de todo el mundo iban allí, sirviendo, directamente in loco, al mercado norteamericano aparentemente inagotable.
La búsqueda industrial de la disminución de costos en todo el planeta y el entrelazamiento transnacional ligado a ello son elementos constitutivos de esta evolución. Lo que aparece formalmente como flujos de exportación e importación de mercancías entre las diversas economías nacionales –y que en realidad es la expresión de una dispersión global de diversos componentes de la producción industrial– está mediado esencialmente por la adaptación generalizada y unilateral a EE.UU. Una parte considerable de las exportaciones entre las diversas regiones del mundo, sobre todo de Europa a Asia y viceversa, pero también dentro de la propia Asia y de la propia Europa, no es consumida en el país de destino; se trata de importaciones de máquinas, know-how, productos primarios e intermedios, cuyo fin último es, a su vez, la propia exportación del país respectivo hacia EE.UU. El efecto global de la succión ejercida por la economía norteamericana es, por tanto, mucho mayor de lo que muestra la participación directa de las importaciones norteamericanas en el comercio mundial. Para conocer la verdadera dimensión, es preciso tener en cuenta la parte del comercio mundial determinada indirectamente por el flujo global de exportación hacia EE.UU.
En consecuencia, no es ninguna maravilla que la economía norteamericana se haya convertido en la locomotora económica del mundo. El prodigio es cómo puede seguir siéndolo. Hace mucho tiempo ya que no es ningún secreto que ese boom fue en esencia una coyuntura definida por burbujas financieras y que la rápida globalización de esa época fue en esencia una globalización de burbujas financieras. El capitalismo industrial tropezó con los límites de su desarrollo. La nueva tecnología de la microelectrónica no crea puestos de trabajo adicionales y ninguna nueva base para una ampliación de la acumulación real de capital; por el contrario, convierte al trabajo en cada vez más superfluo y a las capacidades productivas en cada vez menos rentables.
Por eso, por primera vez en la historia moderna, la burbuja especulativa, resultante del agotamiento de la vieja industria (la "fordista"), no explotó simultáneamente con la instalación de una nueva tecnología de base (la microelectrónica), de modo que se pasase a una nueva era de acumulación real, sino que, al contrario, se hinchó cada vez más. Fue precisa la confianza mundial en la fuerza prodigiosa de la última potencia del mundo para hacer que esa improbable nueva economía pareciese fiable. Por eso la burbuja central sólo pudo surgir en EE.UU., mientras que en el resto del mundo se formaban burbujas más o menos voluminosas. En este desarrollo no fue algo nuevo la creación especulativa ficticia de valores en las bolsas en sí, sino su retroalimentación sistemática y extensiva a la economía real. En todo el mundo hubo crecimiento, inversiones, ocupación y consumo que no fueron pagados con ganancias y salarios de la economía real, sino con la multiplicación ficticia de dinero. La parte del león correspondía naturalmente a EE.UU., el centro de todo el mecanismo. La lógica de ese seudocrecimiento es simple: se compra realmente antes de que nada haya sido realmente invertido. El dinero viene, por así decir, del aire, sin trabajo, sin máquinas, sin mercancías producidas; viene, de manera totalmente "inmaterial", de las cotizaciones en alza de las bolsas. Y, con ese dinero "inmaterialmente" incrementado, se compra después trabajo, máquinas y mercancías. El punto de partida es irreal, como si se hubiese construido un rascacielos sin cimiento alguno.
Y no sólo el consumo y las inversiones, sino también el imponente aparato militar de la última potencia mundial fue financiado, en buena parte, por ese ciclo de "capital ficticio", en el que EE.UU. constituía siempre el punto de partida y el de llegada. La consecuencia fue un aumento constante del dólar y un crecimiento igualmente constante del déficit de la balanza comercial y de servicios de ese país.
A pesar de todos los antiguos resentimientos con relación a EE.UU., el mundo de la economía de mercado, que llegó a ser dependiente del "capital ficticio", sabe lo que vale la última potencia mundial. Esto se aplica, y no en último término, a la cultura posmoderna, que representa teórica y artísticamente al capitalismo de burbujas financieras y que, por ello, encontró su verdadero hogar en EE. UU., aunque en su origen fuese una creación francesa. El culto posmoderno de la ambivalencia, de la virtualidad y del "trabajo inmaterial" se apasionó por el imperialismo norteamericano. Después del atentado terrorista del 11 de septiembre, las izquierdas radicales descubrían también su amor por la bandera estrellada y por los "valores occidentales" representados por EE.UU., aunque esos valores no tengan sustancia en términos morales, así como el capital financiero no los tiene en términos económicos. Incluso en sus variantes de seudo-oposición, la conciencia virtualizada de los consumidores frenéticos de mercancías presiente que su propia forma de sujeto tiene que ver con la seudoeconomía de EE.UU.
Entretanto, una serie de burbujas secundarias reventaban en varios países. La que marcó el inicio fue la de Japón, hace ya más de diez años; siguieron los tigres asiáticos, México, Rusia, Turquía y Argentina. En todas las ocasiones, ocurrieron graves colapsos en la coyuntura interna de la economía real que, en Japón, hasta hoy no volvió a ponerse en pie. Pero, a pesar de esto, la gran catástrofe económica se demoraba aún, ya que la burbuja central, en EE.UU., y la segunda mayor Bolsa secundaria, en Europa, podían dilatarse más todavía. Desde mediados del 2000, esa expansión era ya cosa del pasado. Las Bolsas de EE.UU. y de la Unión Europea fueron sorprendidas por la mayor baja en la historia de la posguerra. En ese lapso, el Nasdaq sufrió pérdidas de más del 80%. El índice global básico, el Dow Jones, cayó un 30%. Temida desde hace ya algún tiempo, la fusión de reactor de los mercados financieros norteamericanos amenaza con cumplirse.
Los escándalos de los balances y las megaquiebras se amontonan, de Enron a la insolvencia de WorldCom, la mayor hasta ahora en toda la historia de la economía. Activos ficticios gigantescos son aniquilados, la afluencia de capital monetario global hacia EE.UU. se estanca, el dólar cae, la financiación del déficit de la balanza comercial y de servicios de EE.UU., que no deja de crecer, corre peligro.
Ahora la cuestión decisiva es saber en qué medida la crisis de los mercados financieros repercute sobre la economía real y en qué medida debilita la capacidad de EE.UU. de absorber los flujos de mercancías "excedentes" del mundo. Los economistas y políticos apologetas afirman que no habrá repercusión, dado que la economía norteamericana es extremadamente "fuerte". El argumento es paradójico, pues, si así fuese, EE.UU. no presentaría en su balanza externa la estructura deficitaria de un país periférico. Detrás no se encuentra ninguna sustancia económica superior, sino una economía real que demuestra, además de este aspecto, muchos otros paralelos con las regiones críticas de la periferia.
Como en Gran Bretaña, la infraestructura está envejecida y degradada en su mayor parte; la red vial, defectuosa; los medios de transporte, privatizados, cayéndose a pedazos. Hasta el abastecimiento de energía, también privatizado, está endeudado y trabaja bajo desconfianza; en California, el suministro eléctrico, como se sabe, se ha interrumpido periódicamente. El sistema de enseñanza sólo es de primer nivel en algunas costosas universidades de élite, pero, en general, es también tan miserable como el de Gran Bretaña. Los países anglosajones presentan, de lejos, la tasa más alta de analfabetos secundarios del mundo desarrollado. El supuesto prodigio de productividad de EE.UU., aclamado por muchos, se basa principalmente en sectores de bajos salarios existentes en todos los ámbitos, en tanto que la participación de la robotización microelectrónica en la industria es menor que en Japón y en la Unión Europea. EE.UU. es líder sólo en unas pocas áreas de punta, como en la industria de software (Microsoft) y, naturalmente, en la construcción de armamentos "high-tech"; pero en general el sistema industrial está envejecido, y muchos productos ya no son fabricados en EE.UU. En virtud de la debilidad industrial real, la parte del sector de prestación de servicios es mayor que en todos los otros países industriales. Como en el Tercer Mundo, el cuadro está definido por una masa de "empresarios de la miseria" y de útiles trabajadores no-cualificados de todo tipo.
Desencanto inevitable
La última potencia mundial se caracteriza por la desproporción monstruosa entre una cabeza hidrocéfala sobredimensionada, consistente en aparatos militares "high-tech" e industrias armamentistas, y un cuerpo económico subdesarrollado, que necesita ser alimentado con la afluencia externa permanente de capital monetario y mercancías. El armamento superior no constituye en última instancia una economía superior, sino un factor de costo improductivo en términos capitalistas. El desencanto con EE.UU. es inevitable, y parece haber comenzado.
La caída es frenada provisionalmente por varios factores, pero en conjunto no tienen efecto duradero. Por ejemplo, la administración Bush anticipó varias veces los plazos para la compra de armamentos, sobre todo en el sector de vehículos motorizados. Esto embellece las estadísticas de la industria automotriz, del mismo modo que los elevados descuentos y los créditos de precio cero, con los cuales los grandes productores norteamericanos aumentan sus ventas a pesar de la crisis, como ya ocurriera a finales de los años 80. Pero, a diferencia de la situación de aquella época, hoy se alcanzó el límite máximo de endeudamiento privado. La subvención de las ventas a costa de las ganancias no puede ser sostenida por mucho tiempo. Y tampoco el boom armamentista de la "reaganomía" se puede repetir.
Después de una breve pausa durante los años de la expansión de las Bolsas hasta 1999, el déficit público norteamericano volvió a niveles elevados; otra expansión del endeudamiento público alcanzaría el límite absoluto mucho más rápidamente que en los años 80.
Son mucho menos los restos de la coyuntura armamentista y de descuento las que retardan la caída que el desplazamiento del capitalismo financiero. En dirección contraria al crash de los mercados de acciones, se formó en EE.UU. una burbuja financiera de valores inmobiliarios que ahora están empeñados en el consumo con tanto vigor como lo estuvieron antes los valores accionarios inflados.
Sin embargo, la pérdida de fortunas en las Bolsas no es resarcida por medio de ello; y la burbuja inmobiliaria también va a estallar. Actualmente, los bohemios "star up" de los sectores declinantes de internet, de la telefonía y de los media, personas de 25 a 40 años de edad que padecen de una pérdida total de realidad, siguen consumiendo en EE.UU. y en todo el mundo occidental como si no hubiese sucedido nada. Pero la "generación bancarrota" pronto habrá agotado sus líneas de crédito y aterrizará de manera abrupta en el duro suelo de los hechos.
Si la locomotora norteamericana se para, se para toda la economía mundial. El desencanto con EE.UU. no desplaza el centro del poder económico y militar hacia otro lugar, sino que hunde al mercado mundial en una nueva dimensión de la crisis, acelera la descomposición social global y hace palpable la caducidad histórica del moderno sistema productor de mercancías.
Este artículo se publicó originalmente en el periódico Folha de S. Paulo (Brasil), en agosto de 2002. Ha sido tomado de http://planeta.clix.pt/obeco
Traducción del alemán al portugués: Luiz Repa.
Versión castellana para Pimienta negra: Round Desk.