LOS ÚLTIMOS COMBATES (1996) / cuarta y última parte
El Mayo parisino de 1968, el Diciembre parisino de 1995 y el reciente Acuerdo de Trabajo alemán
Texto original alemán en Krisis, nº 18. Erlangen: Horleman, Nuremberg, 1996. Versión portuguesa en Novos Estudos CEBRAP, Nº 46, S. Pablo, noviembre 1996. Traducción al portugués: José Marques Macedo. Traducción portugués-español: Round Desk.
¿Puede haber una praxis de crítica radical de la sociedad más allá de la antigua lucha de clases?
El peligro de este rumbo tal vez sea visto por los sindicatos de la misma manera que por el resto de la izquierda desmoralizada. Pero tal peligro es retratado hoy sólo dentro de las categorías de la antigua crítica del sistema, que se ha tornado obsoleta, cuya versión «fuerte» fue el socialismo estatal orientado hacia la modernización de recuperación, y la «débil», el keynesianismo occidental de izquierda con algunas plumas marxistas. Estamos de nuevo frente a la terrible incapacidad de la antigua crítica del sistema de trascenderse a sí misma y de reconocer su propia cuota de participación en el mundo burgués de la modernidad en colapso. La percepción de que lo «burgués» se oculta en la propia forma-mercancía totalizada y no puede ser restringido a una clase social es rechazada enfáticamente como antes. Sea en los sindicatos o en el espectro de lo que quedó de las izquierdas políticas, la crítica cada vez más tenue del neoliberalismo y de la política de adaptación a él, practicada por los sindicatos, por la socialdemocracia y por el Partido Verde, es formulada con inconsolable perplejidad conceptual a partir de la premisa de la antigua «lucha de clases», cuyas implicaciones históricas permanecen en el fondo nebulosas.
La célebre diferenciación interna del Partido Verde en «realos» (modernizadores capitalistas) y «fundis» (marxistas de la Edad de Piedra, consagrados a la antigua lucha de clases) se repite en varias constelaciones también en los sindicatos y partidos socialdemócratas y (ex) comunistas -y no sólo en Alemania, sino además en Francia, Italia y otros países. En el Sindicato de los Metalúrgicos existe aún el ala tradicionalista, con reminiscencias del antiguo movimiento trabajador (y dirigida contra la excesiva «conciliación de clases»), la cual, sin embargo, desde la época del presidente Steinkühler, obligado a renunciar por motivos de corrupción, está agotada y condenada a la insignificancia. Lo mismo sucede con la llamada facción Stamokap («Capitalismo Monopolista de Estado») del SPD (sobre todo entre jóvenes socialistas). En el PDS/10, es la pequeña Plataforma Comunista la que busca contener el curso de la adaptación capitalista de la cúpula partidaria con lemas tomados de Alemania Oriental (existe aún, si se me permite este concepto de la historia de los partidos trabajadores, una especie de grupo «centrista» que se autodenomina Forum Marxista). En Francia, en Italia, en España, en Portugal, etc., los productos de la escisión del viejo marxismo y de la antigua lucha de clases -consonante al desarrollo de Europa Occidental en la historia de la posguerra- fueron mayores que en Alemania, aunque, de la misma forma, en el papel de una retaguardia tradicionalista. El propio PT, partido de izquierda brasileño, fue víctima de un fraccionamiento correspondiente, y también en éste el antiguo marxismo se llevó la peor parte.
No es de sorprender, por lo tanto, que el Diciembre parisino no haya sido analizado críticamente por la izquierda naufragante de la antigua lucha de clases, siendo las buenas nuevas utilizadas como una mera tabla de salvación. Se esperaba la continuación de lo mismo y de lo inmutable en los acontecimientos franceses. Ese florecimiento otoñal de la lucha de clases tenía que ser visto como la prueba de una supuesta potencia innovadora, o al menos imaginado como un recuerdo vetusto de la antigua fuerza de acción, para que pudiera librarse de la confirmación de una ruptura de época y del inevitable cambio de paradigma de la crítica radical de la sociedad. En el momento del Diciembre parisino, nada mejor acudió a las mentes de los viejos mandarines del radicalismo de izquierda, consagrados a la lucha de clases, que la cristalina autoafirmación:
• En estas jornadas de diciembre, en París, queda claro que con los ideólogos del capital, que anunciaron solemnemente el fin de la lucha de clases, ocurre lo mismo que con la Iglesia Católica y su intento de abolir el impulso sexual. Pese a la doctrina social religiosa; pese a una juventud otrora exaltada en el Mayo de París, la cual era elitista, no obstante la buena voluntad para con la justicia y la igualdad; pese a todos los revisionistas: la contradicción entre capital y trabajo, entre producción social y apropiación privada, siempre sube a la superficie/11.
Exactamente, llega a ser conmovedor. Sin embargo, se confunde aquí algo que en la época del movimiento trabajador era inevitable y hasta progresista confundir, pero que hoy se ha vuelto reprochable. Me refiero a la relación de la lucha de clases -que de manera indudable «siempre sube a la superficie», y cuyo creciente debilitamiento, con ocasión de las crecientes crisis sociales, carece, de forma igualmente indudable, de explicación- con el problema de la alternativa al sistema. Para el viejo marxismo, sus mandarines y secuaces, la «lucha de clases» era el concepto central de la crítica de la sociedad y de la trascendencia al sistema. Es por lo que estos infatigables ven brillar en toda crítica a la lucha de clases la opción de la doctrina social católica, la conciliación de clases pequeño-burguesa, la renuncia a la crítica radical de la sociedad, etc. El hecho y la razón de que todo ese aparato conceptual suene hoy tan viejo como el diablo no son interrogados, aunque el problema no sea obviamente de pura naturaleza coyuntural y condicionado por los tiempos.
Para el viejo y obstinado radicalismo de izquierda, es simplemente incomprensible que la lucha de clases, según su concepto, esté obligada a permanecer en su capa formal burguesa, y que, justamente por eso, pueda haber una crítica emancipatoria del propio paradigma de la lucha de clases, crítica que no es de forma alguna burguesa y «conciliatoria». Se trata aquí de un problema que, a diferencia de antes, ya no puede ser ignorado en el actual nivel de desarrollo capitalista y que «siempre sube a la superficie» de la misma manera que la propia lucha de clases, aunque simultáneamente le empañe cada vez más el brillo. El capitalismo, como se sabe -por medio del feedback cibernético del «valor» o de su forma de manifestación, el dinero, como «valorización del valor»- es una sociedad de la forma-mercancía totalizada. El antiguo marxismo y el viejo radicalismo de izquierda se concentraron enteramente en el antagonismo de los sujetos funcionales dentro de esta forma-fetiche. La «contradicción» entre «producción social y apropiación privada» fue retratada, por lo tanto, como vimos en Gremliza, sobre el telón de fondo del antagonismo entre «capital y trabajo» en el sentido de clases sociales: la «producción social» aparecía como análoga a la «clase trabajadora», y la «apropiación privada», a la «clase capitalista».
Pero, con ello, la relación social de fetiche es erróneamente simplificada de modo sociologista, pues también la «fuerza de trabajo» es una mercancía en cuyo concepto está contenido el «aspecto privado». Esto sólo significa que también la «clase trabajadora», en la forma del salario monetario, se «apropia de manera privada». El viejo y limitado marxismo se indigna con semejante declaración y, como en un reflejo, retruca enseguida que unos solamente se apropian de los costos de reproducción de sus vidas y los otros, sin embargo, de la «plenitud de la riqueza». Ya en el puro plano de la inmanencia, esta forma de consideración es errónea, pues en primer lugar «el capital» (esto es, una de las partes de los sujetos funcionales, en la conceptuación simplificada) no se apropia de manera subjetiva o personal la masa de la riqueza abstracta, sino que, sobre todo, ejecuta y organiza su constante reconversión en la absurda finalidad en sí misma de la «valorización del valor». Y, en segundo lugar, el propio aspecto material de la riqueza privada de los «bien remunerados» y de los «millonarios» lleva consigo el signo de ese fin en sí mismo capitalista y sin sujeto. Esta riqueza de los ricos asume cada vez más los rasgos (con la creciente progresión del capital) del desatino y de la autodestrucción, de manera que ya no puede ser aceptada, del modo en que se presenta, como objetivo emancipador digno de universalización.
Involuntariamente, el modo en que el antiguo marxismo considera la «apropiación privada» revela sobre todo que él sólo conoce la diferencia cuantitativa en el interior de la forma-mercancía, aunque tantee a ciegas en la completa oscuridad en lo que se refiere al verdadero aspecto del carácter privado. Cuando ya no se trata sólo de la diferencia cuantitativa de la masa apropiada, sino de la cualidad formal de la apropiación, queda claro de inmediato que la contradicción capitalista fundamental entre producción social y apropiación privada no es idéntica a la contradicción de clases de los sujetos funcionales en el seno de la forma-mercancía. Más bien, es la contradicción entre el contenido social de la producción material y la forma privada de los sujetos sociales o de sus modos de apropiación como un todo (con inclusión de la «clase trabajadora») la que caracteriza la relación del capital. Así, la lucha de clases sólo puede ser el movimiento formal inmanente de la relación del capital, pero no el movimiento para superar la relación capitalista.
Marx fue capaz de unir, en cortocircuito, esos dos planos del movimiento de emancipación social (aunque esto permanece desde el comienzo conceptualmente confuso), porque la emancipación relativa en el interior de la forma mercancía y del trabajo asalariado disponía aún de un horizonte histórico ante sí. Ahora, la relación capitalista se encuentra completamente desarrollada hasta sus fronteras extremas, y, por eso, estamos en presencia de la crisis del sistema referencial común a «capital y trabajo». Sólo cuando esto sea comprendido, quedará claro por qué la nueva crisis socioeconómica coincide con la parálisis de la antigua lucha de clases. No se trata, por tanto, de la «conciliación pequeño-burguesa de clases» en el interior y sobre el terreno de la forma-mercancía total y universal, sino de la crítica y superación de esta propia forma-fetiche universal e históricamente social. De hecho, ahora se ha vuelto inevitablemente evidente que todas las manifestaciones de la degradación social, de la pobreza y de la represión, tienen su origen primario en esta forma de relación dinero-mecancía como tal, y no en la mera subjetividad de sus propios y limitados portadores funcionales.
Cuando pasamos revista, a la luz de esta percepción, al desarrollo de los movimientos sociales (inclusive de los sindicatos) desde el Mayo parisino del 68, la creciente debilidad de los últimos y penúltimos combates de la lucha de clases y el ocaso de la (antigua) conciencia crítica se revelan como indicios de la proximidad de los límites históricos del sistema. El programa ignorado, mal comprendido o visto como sólo cultural de los situacionistas contra el fetichismo de la mercancía -programa éste formulado aún en los términos de la lucha de clases, aunque su contenido ya la superase- puede ser visto como una bisagra histórica. Hoy ya no es posible tomarlo directamente como punto de partida, sino que se trata más bien de alcanzar, con inclusión de una crítica y evaluación histórica de esa teoría otrora radical, una nueva crítica formal que apunte a transformar la modernidad productora de mercancías. Mientras el concepto de lucha de clases continúe arrastrándose, la orientación estatal -error básico de todo el antiguo «socialismo»- mantendrá su puesto en las facciones derrotadas e incapaces de aprender de los sindicatos, de la socialdemocracia, de los comunistas y del Partido Verde; e incluso en las cabezas de Gremliza, Trampert/Ebermann, etc., en una inspección más minuciosa, no se encontrará nada diferente. En los modelos históricos, o sea, en los antiguos (o aún vigentes) regímenes de la modernización burguesa de recuperación, tal perspectiva es cada vez más sombría. Según Iuri Masliukov, presidente de la Duma rusa para cuestiones económicas y funcionario del PC, «el Estado puede dirigir de forma absolutamente eficaz las empresas»: «El Partido Comunista de Rusia exige cambios en la política de privatización, la defensa más severa del mercado interno y el control estatal de los recursos del país» (Handelsblatt, 15/03/96).
Las antiquísimas recetas mercantilistas de la prehistoria de la economía de mercado son recalentadas una vez más, pero ahora en el contexto de una orientación francamente capitalista y de base nacionalista depurado de toda fraseología crítica del mercado. En el gobierno popular de China, el socialismo de Estado orientado a la modernización de recuperación ya se ha convertido en un régimen bárbaro que combina una sangrienta y generalizada administración penitenciaria con un mercado radicalmente neoliberal, y que con malicia se denomina «socialista». Cuba, país de la predilección revolucionaria caribeña del antiguo radicalismo de izquierda, desea igualmente seguir estos mismos pasos, según las palabras del ministro de Economía, José Rodríguez: «Nos interesa la eficiencia y más eficiencia. [...] Tenemos conciencia, por supuesto, del fin del sistema socialista en el Este europeo, pero también de la crisis en América Latina. Intentamos encontrar un camino intermedio, más o menos como China» (Wirtschaftswoche, 11/96).
Algunos pocos radicales de izquierda occidentales insisten en su revolucionarismo cubano y en su irreflexiva solidaridad con Cuba, como si nada hubiese ocurrido -lo que no hace más que exponerlos al ridículo. No hay duda de que aún es válido alzarse contra el embargo de los Estados Unidos, pero ello no tiene nada que ver con la defensa de una alternativa histórica. La actitud de repudio de los viejos radicales de izquierda frente a la exigencia de poner teóricamente al día el carácter de todos estos regímenes, así como su propia orientación, y reevaluarlos históricamente, desacredita todo lo que aún les queda de una oscura crítica al capitalismo. Lo mismo se da con las corrientes reformistas de izquierda de origen más o menos académico (que en Alemania Occidental están representadas por revistas como Prokla, Argument, Links, etc.). Éstas procuran apartarse con más resolución de la antigua «metafísica de clases» y, sobre todo, del viejo estatismo de izquierda, pero sólo para reproducir con un énfasis ligeramente distinto la misma sujeción a la forma burguesa y a sus categorías funcionales.
En vez de una transformación crítica formal del concepto de clase, debe haber una «teoría de las clases a la altura de los tiempos»/12, desligada de toda fundamentación crítica de la economía y legitimada de manera puramente democrático-politicista, a fin de poder así insistir caprichosamente en la «producción político-cultural de la estructura social» (Heinz Steinert), lejos del radio de acción de la crítica radical del mercado y de la forma-valor. Cuanto más este tipo de izquierda reclama aparentemente la crítica de la economía política, menos soluciona ella misma tal exigencia y se vuelve más represora y sociologista -y ello porque teme la crítica radical de la forma del mismo modo que el antediluviano radicalismo estatal de izquierda. Característico de esto es el programa de investigación «Clases 96», que resume toda la miseria práctica y teórica:
• Intereses antagónicos e imposiciones estructurales de la reproducción capitalista dominan el intercambio político del día a día. Así, el propio mensaje del fin de la sociedad de clases es reconocido como lo que siempre fue: una generalización precipitada que permanece en la superficie de los acontecimientos. [...] Que los principios estructurales del capitalismo salgan a la luz de forma tan clara no se debe a la lógica del capital, por más desarrollada que sea [!]. Antes bien, es el resultado de una estrategia política, a saber, el despedazamiento neoliberal de las formas institucionales de regulación por medio de las cuales el compromiso de clases fue asegurado hasta ahora/13.
Aquí, por un lado, la teoría y la crítica de la lógica básica del capital son peyorativamente oscurecidas o puestas en segundo plano. Por otro lado, la crisis contemporánea y la degradación social no deben brotar de un desarrollo histórico y del advenimiento de un límite histórico de esta lógica básica; más bien, gracias a una pura «estrategia política» del neoliberalismo, son sólo los «principios estructurales del capitalismo» los que una vez más surgen claramente, de manera ahistórica y, «como siempre», exteriores a todo desarrollo estructural. La historia capitalista no se desarrolla, por lo tanto, de manera esencialmente estructural y socioeconómica, sino simplemente en opiniones políticas, socioculturales e ideológicas cambiantes, sobre el trasfondo de «principios estructurales» ahistóricos, vistos como semi-ontológicos, y no siendo por ello sometidos a una crítica radical concreta. ¿Será que el socialismo académico y trabajador cree con toda seriedad que podría haber, bajo las condiciones de la revolución microelectrónica y del capital como relación mundial después de la crisis fordista, una nueva «forma de regulación del compromiso de clases», que por lo demás sólo puede ser pensada en la forma estatal y económica de una nación?
Es cierto que Joachim Hirsch, uno de los protagonistas de este medio de izquierda, formula una especie de programa revolucionario crítico de la cultura, completamente determinado por el mundo de la vida, y cuyo objetivo, con Walter Benjamin, es:
• Intervenir en los engranajes de esta maquinaria, interrumpirla, ponerle fin, restar la colaboración cotidiana -y todo ello con reflexión crítica. Lo que importa es decir adiós a la antigua idea socialista de un capitalismo industrial mejor y tener conciencia de que la liberación no reside en otra sociedad cualquiera, ni en la modernización (por mayor que ésta sea) de las relaciones actuales, sino en la creación de condiciones capaces de tornar posible la libre configuración de la vida social propia/14.
Esto parece sensato y prometedor, y podría ser el principio de una discusión solidaria amplia sobre la crítica radical de la sociedad. Sin embargo, en un análisis más próximo, tal formulación programática permanece desgraciadamente vacía de todo contenido de crítica de la formación, o la crítica de la formación se refiere simplemente (de acuerdo con la llamada teoría de la regulación) a la forma correspondiente de «regulación política» que quizá será sustituida por otra, sin que se reconozca siquiera un indicio de la forma-mercancía totalizada como tema.
De este modo, también Hirsch sucumbe a la inevitable alternativa entre Escila y Caribdis. En el sistema moderno de producción de mercancías, la forma represiva del Estado sólo puede ser contrapuesta a la libertad de mercado, la cual, por su parte, es sólo la libertad del dinero y nunca la «libre configuración de la vida social propia». El concepto cínico de libertad del liberalismo recomienda a los individuos volverse autónomos como mónadas de la competencia, obtener éxito individual o empresarial, etc., y así arrastrarse bajo el eterno yugo del dinero. Una sociedad solidaria, libre de relaciones contractuales de vida y de producción, es, per definitionem, imposible como sociedad de productores de mercancías. La emancipación social sólo puede ser libertad con relación al mercado. En la medida en que Hirsch no se digna a pensar hoy ese núcleo de crítica de la forma de la emancipación social, su crítica de la «colaboración cotidiana» permanece hueca. Todos los que «ganan su dinero» se ven en la eventualidad de colaborar en lo cotidiano, y tal colaboración acaba exactamente donde termina el «ganar dinero». Como no señala este límite, Hirsch desemboca en la vieja fórmula de la «política», constreñido por el hecho de que ésta per se es una orientación estatal, pues toda política ya es por definición un vínculo con el Estado.
Incluso cuando se admite que debe haber algo así como un período de transformación en el cual un nuevo principio de autoorganización, libre de la forma-mercancía, tenga que ser conciliado (críticamente) con los momentos aún existentes de reproducción en su forma-mercancía, con los conflictos en torno del dinero y también con la llamada política, importa, antes que nada, formular este nuevo principio de emancipación social, afirmarlo sobre sus pies y explicitarlo en sus cualidades antieconómicas y antipolíticas, en lugar de abandonar la cuestión de la crítica radical y de la emancipación al poco comprometido plano metafórico y continuar pensando y actuando dentro de las antiguas categorías reales y conceptuales del mercado y de la política.
Aunque todo verdadero movimiento social, aun el más radical, tenga que desarrollar algo semejante a una «dialéctica de reforma y revolución» para superar la forma-mercancía totalizada (con un objetivo, claro está, completamente diferente, por primera vez exterior al universo burgués de la modernidad), son necesarios, por encima de todo, el nuevo objetivo de la crítica radical y un correspondiente ímpetu innovador conflictivo, antes de que se le pueda dar el nombre de reformista (si es que tal concepto tiene todavía algún valor). Esto significa, como imperativo categórico imprescindible del momento, el rechazo (incluso emocional) a la ilusión de éxito del capitalismo, el histórico «rechazo de los trabajadores» (con inclusión de la crítica a un socialismo de resultados y cuantificador del trabajo, cuya idea se sitúa hoy por debajo del patrón de las fuerzas productivas). Se trata, sobre todo (tal vez historizando críticamente tanto a los situacionistas como a Herbert Marcuse), de desarrollar una cultura del rechazo -en cuanto a esto, se debe concordar, por ejemplo, con la formulación análoga de Joachim Hirsch, aunque sea preciso deducir de ella las consecuencias críticas de la economía y de la política, lo que éste (hasta ahora) no ha hecho.
No tardará el momento en que el nuevo objetivo histórico de una superación del «trabajo», de la forma-mercancía, de la moneda, del mercado y del Estado, choque con el sordo rechazo de toda conciencia dominante -en los fetichistas protestantes del trabajo, sea cual fuere su orientación, por motivos de principio, así como en los seudopragmáticos, en virtud de la supuesta imposibilidad de realizar tal plan. Sin embargo, precisamente porque la lucha por un «salario justo por un día justo de trabajo» ya no tiene ninguna perspectiva histórica de evolución, se halla por fin al alcance la concreción histórica del lema inverso al de Marx: «¡Abajo el trabajo asalariado!». En vez de contribuir con una menguada limosna conceptual al miserable debate, que nos oprime el corazón, sobre la «generación de empleos», es necesario atacar de raíz el «sistema de empleos», esto es, la transformación del trabajo en dinero.
Esta perspectiva no significa en absoluto abandonar sin luchas el terreno de las contradicciones inmanentes de intereses (en su forma-mercancía) que «siempre sube a la superficie». Sin embargo, a partir de esta contradicción burguesa, determinada por la forma capitalista, no puede ser desarrollado ningún objetivo transformador, ningún programa de un modo de vida y de producción distintos. La lucha por dinero, salario, asistencia social, etc., es, por lo tanto, un modelo histórico de final de fila que tendrá que ser incorporado como tal. Ya no es algo aislado, y en realidad debe ser entendido como un momento táctico y de apoyo para un objetivo y un programa completamente diversos, o sea, para una reproducción ajena a la forma-mercancía, más allá del mercado y del Estado. El irremediable declive de los sindicatos en los últimos años nos revela que el mero conflicto resignado al sistema sólo puede desembocar en la autorrenuncia, pues ya no hay objetivo ni estrategia; una «táctica» por sí sola, sin una relación estratégicamente crítica con el sistema, constituye siempre una imposibilidad. Sólo en la medida en que un nuevo objetivo de crítica radical de la sociedad establezca un vínculo estratégico con el movimiento social, la lucha social (coadyuvante) de intereses inmanentes a la forma-mercancía podrá obtener una nueva fuerza persuasiva.
Solamente las personas que se impongan un objetivo más allá del trabajo asalariado y en ello encuentren posibilidades de vida, pueden exigir en la antigua forma, inclusive con lazos más fuertes, los beneficios sociales (por ejemplo, siguiendo el lema: «Vuestro mercado mundial nos es indiferente»). La divergencia decisiva con relación a la antigua lucha de clases sería que la disputa inmanente, en su forma-mercancía, ya no da forma al objetivo de emancipación social; más bien, la ruptura con la forma burguesa de la modernidad aparece como uno de los propios objetivos.
Los actores sociales, en este contexto, ya no pueden ser «sujetos de clase», constituidos a priori y por lo tanto prisioneros de la forma-mercancía, sino sólo un movimiento de emancipación social que se constituye a sí mismo. Tal movimiento no asumirá más la forma de un partido político, sino la de un sistema coaligado de iniciativas sociales en diferentes planos, cuyo denominador común no es sólo la crítica del mercado y del Estado, sino también un correspondiente momento práctico y vivencial de desvinculación del mercado, del dinero y del Estado -lo que la conciencia normal contemporánea difícilmente comprende de un solo golpe, ya que todas las instancias de cooperación y reproducción social de la vida (con la excepción de la esfera de actividades propias de las mujeres) pasaron a las manos del capital y del Estado. No son tanto los problemas técnicos o económicos de realización los que se oponen hoy a la idea de desvinculación de los ámbitos de la vida y de la reproducción, sino, más bien, la forma-mercancía introyectada por el sujeto.
Si fuera posible desarrollar socialmente la perspectiva de un movimiento de desvinculación del mercado y del Estado en ámbitos parciales accesibles de la reproducción social, la propia cuestión de la reducción de la jornada de trabajo obtendría una nueva plausibilidad en el terreno de la forma-mercancía. Incluso sin compensación salarial, la reducción de la jornada o la jornada parcial de trabajo contienen un momento de gratificación (en flagrante diferencia con el salario bajo o el salario inferior al mínimo de un segundo mercado de trabajo), a saber: una ganancia de tiempo disponible. Si tal gratificación surge como absurda en un sistema abarcador de dependencia del dinero, podría volverse atractiva con la construcción simultánea de elementos de reproducción social ajenos a la forma-mercancía. Una oposición sindical tendría su misión exactamente en este contexto (conciliada con una nueva orientación práctica), y no en el simple apego a la antigua ideología de la lucha de clases en su forma mercancía.
En la historia desde 1968 (en verdad, ya desde la II Guerra Mundial), la teoría crítica de la sociedad, los movimientos sociales y la contracultura se descompusieron cada vez más hasta alcanzar la parálisis total, simultáneamente con la creciente crisis de reproducción de la sociedad burguesa. Sólo la transformación y la reformulación de la sociedad más allá del fetichismo de la mercancía posibilitará una reintegración y una nueva fuerza persuasiva. Con toda certeza, esta renovación de la crítica no puede ser expuesta directamente a la conciencia de las masas sindicales fijadas a la forma-mercancía. Con todo, bajo la superficie de las instituciones dominantes (partidos, sindicatos, universidades, iglesias), tal vez aún sea posible el despliegue de un discurso sobre lo «imposible». Muchos son los que tienen que pasar hoy bajo el filo de la espada en el interior del propio aparato, de modo que no faltarán portadores y mediadores de semejante discurso. Ya no necesitaremos acordarnos con melancolía de la línea decadente de los últimos combates de la antigua lucha de clases desde el Mayo de París, si empezamos a prepararnos para el primer combate de un Mayo completamente diferente.