LOS ÚLTIMOS COMBATES (1996) / tercera parte
El Mayo parisino de 1968, el Diciembre parisino de 1995 y el reciente Acuerdo de Trabajo alemán
Texto original alemán en Krisis, nº 18. Erlangen: Horleman, Nuremberg, 1996. Versión portuguesa en Novos Estudos CEBRAP, Nº 46, S. Pablo, noviembre 1996. Traducción al portugués: José Marques Macedo. Traducción portugués-español: Round Desk.
La versión alemana de la parálisis social: el Acuerdo de Trabajo
A diferencia de lo que ocurre en tierras francesas, en Alemania los sindicatos ya no pueden ser criticados en términos de un movimiento social, ya que hace mucho que perdieron tal carácter. El pecado capital del patriotismo social del antiguo movimiento trabajador de Occidente, con ocasión de la I Gran Guerra, fue, en verdad, generalizado. Y tal designación, obviamente, sólo puede ser tomada hoy de manera irónica, pues la capitulación ante la guerra no resultó de una «traición» subjetiva; más bien, colocó por primera vez bajo la luz de la historia el carácter inmanentemente burgués y pautado por la mercancía de la «lucha de clases». Pero en el interior de esta reducida constelación, que ya no se puede interpretar como una crítica sensata del sistema, los sindicatos preservaron en los países de Europa occidental una movilización social que la crítica del sistema, apoyada en el antiguo socialismo, y entonces cada vez más descolorida, dejaba brillar de cuando en cuando (y por última vez en el Mayo parisino) como un incómodo recordatorio. En Alemania, en contrapartida, los sindicatos, con su capitulación no sólo pacífica sino también embarazosamente insinuante frente al nacional-socialismo, fueron, en sentido estricto, históricamente anulados como movimiento social.
Esto no se modificó fundamentalmente después de 1945. Algunos sindicalistas, que retornaban del exilio y de los campos de concentración, intentaron llevar adelante el viejo carácter de movilización de los sindicatos, la tradición de las luchas sociales y el objetivo de una transformación social. Sin embargo, la mayoría de los pequeños grupos, que pasaron por la experiencia de los frentes de trabajo del nacional-socialismo, no sabían ya qué hacer con esa tradición. Los conflictos sociales de Alemania Occidental jamás dejaron de ser una una lucha inofensiva contra su propia sombra. En este sentido, Alemania Occidental fue desde el comienzo más «moderna» que Europa Occidental –una modernidad progresiva de integración por la mercancía y por el Estado social, heredada del nacional-socialismo (lo que llevaba consigo su carácter destructivo y esencialmente bárbaro). Mientras que en Francia, España y también en Inglaterra persistía el antiguo medio social de las clases capitalistas y se prolongaban los embates en la retaguardia de la vieja lucha de clases, en Alemania el grado de individualización abstracta alcanzaba ya el nivel norteamericano (aunque con un énfasis diferente), y ello justamente en la estela de la breve, pero profundamente incisiva, era nacional-socialista. A pesar de que los sindicatos no habían cortado de un modo brusco las relaciones con el medio social del antiguo movimiento trabajador, se mantuvieron sólo como un ropaje formal que, en la conciencia de las masas, no significaba más que un seguro de automóvil o un fondo de pensión.
El hecho de que tal situación haya sido impuesta como «entendimiento social» exitoso e incluso como «modelo alemán» tiene sus raíces única y exclusivamente en el ascenso de Alemania Occidental (junto a Japón) a la dignidad de gran triunfadora del mercado mundial y de campeona de las exportaciones. Sólo por intermedio de las enormes ganancias en los mercados mundiales, desde el «milagro económico», fue posible hacer que los sindicatos occidentales, ya en estado de rigidez cadavérica en su condición de movimiento social, funcionasen con éxito y casi sin fricciones como instancia sociopolítica y máquina reguladora de salarios. Incluso un ciego habría visto que tales éxitos reposaban no sobre la fuerza social de combate, sino sobre los privilegios nacionales de una economía triunfante, y que, por tanto, no podían ser universalizados ni servir de «modelo». Tanto mayor se volvería el desamparo de los sindicatos cuando, a partir de la década del 80, el desempleo estructural en masa asumió de ciclo en ciclo proporciones cada vez mayores y los beneficios sociales fueron destruidos uno tras otro. Hoy, las máquinas de demolición ya están prestas ante las ruinas del otrora tan imponente Estado social alemán, y el sindicato, como instancia social, se derrite como un muñeco de nieve al sol.
En la crisis crónica y estructural del sistema capitalista, es lógico que la individualización socioeconómica desde hace mucho tiempo ya consumada en Alemania Occidental se extienda también sobre la superficie institucional. Es por ello que los sindicatos alemanes son incapaces incluso de aquel anémico epílogo del último embate de los perdedores que vimos en Francia (y que veremos tal vez con frecuencia aún mayor, bajo distintos aspectos, en toda Europa Occidental). Aunque la constelación social en la incorporada Alemania Oriental sea distinta y persista ahí paradójicamente, bajo la costra burocrática, el medio de un contexto social como una especie de subcultura, tal divergencia no se sedimentó hasta hoy de manera social e institucional; al contrario, los alemanes orientales parecen tener prisa por recuperar, a tambor batiente, la individualización abstracta de sus vecinos occidentales y adaptarse al capitalismo de este país a fuerza de mortificaciones (el hecho de que derramaran lágrimas sentimentales por el amparo del hogar perdido no afectó en nada el proceso de adaptación en esta media década).
Sería erróneo responsabilizar, sobre todo, a la dirección de los sindicatos, concordante con los antiguos modelos de la izquierda radical, por el hecho de que no se vislumbre siquiera un atisbo de reacción. Con toda certeza, el aparato no apoyaría un movimiento militante de base sindical, sino que más bien lo ahogaría –en Alemania, de manera aún más inequívoca y brutal que en el Mayo francés del 68. Pero, por otro lado, el aparato no puede obviamente ser más combativo y activista que su propia base de afiliados. Quien durante décadas seguidas luchó sólo contra su propia sombra es incapaz de subir súbitamente al ring con seriedad. Los primeros golpes no provinieron de adversarios institucionales, sino de la propia mayoría de los miembros, que en Alemania jamás se implicarían en un acto de fuerza desesperado como en el Mayo parisino. En medio de la crisis, el lema es más nítido en Alemania que en las demás partes del mundo (con excepción tal vez de los Estados Unidos): «Cada uno para sí y Dios contra todos».
Sin embargo, lo que queda de las instituciones sindicales alemanas se ve forzado, en interés de su propia razón de ser, a intentar algo como una «política de crisis». Naturalmente, ésta asume un aspecto aún más sórdido que en Francia. Líderes sindicales como Walter Riester, vicesecretario general del Sindicato de los Metalúrgicos, hace mucho tiempo ya que consumaron un cambio de posición ideológica que incluso hoy sería impensable en Francia: «'Estoy obligado cada vez más a pensar de forma empresarial, inclusive y sobre todo en interés de los trabajadores', dice el especialista en salarios [...] acerca de la creciente exigencia para que su organización, en una época de desempleo, tome decisiones muchas veces desagradables en favor de los afiliados» (Nürnberger Nachrichten, 27/12/95). La lógica a primera vista confusa de que «en interés» de los trabajadores se tomen «decisiones desagradables» en beneficio de ellos mismos sólo puede tener por objetivo (si hacemos abstracción del amargo sabor paternalista) radicalizar la «política de adaptación» a la economía de mercado dentro de los sindicatos. No se debe reaccionar a la crisis con una reformulación de la crítica social, sino, al contrario, con el recrudecimiento de la aceptación masoquista. Es exactamente esto lo que Riester y compañía entienden, en última instancia, por «modernización», de forma bastante análoga a los llamados modernizadores del SPD/8 reunidos en torno de Schröder, gobernador de Baja Sajonia, o de Clement, secretario de Finanzas de Renania del Norte-Westfalia.
Esta línea sindical fue capaz de obtener una victoria clamorosa en el otoño de 1995, en ocasión del congreso que reunió a los mayores sindicatos de todo el mundo, cuando Klaus Zwickel, presidente del sindicato de los Metalúrgicos, sorprendió a los delegados con un proyecto de acuerdo de trabajo concebido en ausencia de discusiones y debates. Con él, no sólo se suministró a los «modernizadores» y a las élites institucionales o al gobierno conservador y neoliberal de la Federación una palpable arma retórica para la propaganda de la inmovilidad del sindicato, sino que también se consumó un dramático giro en la política sindical como un todo, que se veía venir hace tiempo en el contexto de la crisis.
El punto decisivo es el abandono y el enterramiento furtivos de la política de reducción de la jornada de trabajo. Nadie tendrá prisa en reconocerlo oficialmente, pero el hecho es éste. El reciente acuerdo en la industria metalúrgica, con la posibilidad de reducir la jornada de trabajo semanal (según el caso) a 30 horas (sin compensación salarial), tampoco altera la situación. Lo mismo ocurre con la llamada jornada parcial por edad, destinada tan solo a apoyar la lenta extinción del modelo de jubilación anticipada, que se volvió «impagable», y que, por eso, ya no forma parte de una estrategia común de reducción de la jornada de trabajo. Hace ya mucho que se preveía el fin de esta estrategia. Cuando el Sindicato de los Metalúrgicos y de los Tipógrafos (hoy, de los Medios de Comunicación) levantaron a finales de los años 70 la bandera de la reducción de la jornada de trabajo con la compensación íntegra de salarios contra el naciente desempleo masivo, lo hicieron todavía como máquinas reguladoras de salarios, cuyo combustible era provisto por las ganancias que Alemania obtenía en el mercado mundial. En los años 80, la transición hacia la jornada de trabajo de 35 horas semanales con la compensación íntegra de los salarios no ocurrió por el mero acuerdo entre capital y trabajo dentro de las fronteras de Alemania Occidental, sino en parte a expensas de los perdedores del mercado mundial, y en parte con el respaldo del boom (alimentado por déficits) de las exportaciones a los Estados Unidos a lo largo de la época áurea de la «Reaganomics». Incluso en ese período, el desempleo masivo no fue contenido, sino que más bien creció de ciclo en ciclo.
Cuando la posición de Alemania Occidental en el mercado mundial empezó a derrumbarse y la presión social ejercida por el virulento desempleo de raíz impuso restricciones cada vez mayores al campo de acción institucional de los sindicatos, dio comienzo en los años 90 una discusión bastante vaga acerca de la reducción de la jornada de trabajo, aunque sin compensación salarial (o sólo parcial). Hubo incluso ciertos intentos piloto, como el de la Volkswagen (o el del sector del acero, hoy marginado). Pero esa estrategia sólo tenía perspectivas si estaba comprometida con la transición hacia formas autónomas de reproducción más allá del mercado y del Estado, o sea, si el «tiempo disponible» adicional podía ser disfrutado no como un vago «tiempo libre», sino como tiempo para actividades autónomas, externas a las relaciones dinero-mercancía. Para tal doble estrategia faltó no sólo un proyecto, sino también la disposición para reflexionar sobre el asunto. En el interior de una reproducción omnicomprensiva de la economía de mercado, con todo, el modelo de reducción de la jornada de trabajo, sin compensación salarial, no tiene sentido económico o social. En lo que respecta a la crisis, tal modelo produce efectos procíclicos por la disminución del poder de compra interno. Mientras que un programa crítico de transformación social podría ser dinamizado por este hecho, la conciencia social aferrada al trabajo asalariado total sólo puede experimentar el mismo efecto procíclico de forma negativa, como agravamiento de la crisis. Para las masas, que se apoyan tanto sobre la renta monetaria del trabajo asalariado como sobre el consumo de mercancías y dependen de la inyección del crédito y la casa propia, este modelo no es aceptable o lo es sólo en parte. Únicamente los que poseen dos fuentes de ingresos podrían encontrar en él algún atractivo, en general para agravio de las mujeres, que a causa de la jornada parcial de trabajo en un contexto determinado por la pura economía de mercado se ven así más constreñidas a «hijos, fogón y fe». Los obreros de la Volkswagen, a su vez, utilizaron ampliamente su tiempo conquistado en el comercio ilegal, lo que provocó quejas de las cámaras de comercio de la región de Wolfsburg. Con la ausencia absoluta de alternativas al sistema y la total adhesión al mercado y al trabajo asalariado, la idea de una reducción de la jornada de trabajo sin compensación salarial queda en apenas algo más que una tranquila sepultura. Lo que entonces se designará con ese nombre ya no será un proyecto sociopolítico, sino tan sólo el reducido empleo vulgar en condiciones ruines de trabajo.
Es significativo que el Acuerdo de Trabajo, con el propósito de sustituir la reducción de la jornada de trabajo como perspectiva sociopolítica, haya elegido, aparte de la promesa de comedimiento en las futuras negociaciones salariales, la aceptación sobre todo de «salarios de ingreso» por debajo del mínimo para personas que desde hace mucho se hallan desempleadas y la reducción de los beneficios sociales. Esto representa bajo muchos aspectos la ruptura de un dique. Para los desempleados, equivale a una insolente impertinencia: salario parcial como contrapartida a una jornada integral de trabajo. En vez de mayor tiempo disponible, que al menos potencialmente podría ser utilizado para alternativas económicas, sociales o culturales al trabajo asalariado y para una crítica de la economía de mercado, el «ingreso» en el apartheid social y en la esclavitud económica de los bajos salarios, a fin «obtener licencia» para extenuarse hasta la última gota por objetivos imbéciles o que son una amenaza para la comunidad. No es sorprendente que la prensa económica neoliberal haya elogiado este «paso adelante», cuando el Acuerdo de Trabajo recibió la bendición del canciller Kohl:
• No se puede esperar de los sindicatos que estén a la cabeza del movimiento por salarios de ingreso más bajos y por la reducción de los beneficios sociales o de los adicionales por horas extras. Con su «sí» estampado en el documento del Acuerdo, se muestran dispuestos a aceptar tales intervenciones sin huelgas, demostraciones masivas o la gritería habitual. Sólo por eso, los asesores del canciller hicieron una valiosa contribución a la paz social de este país (Handelsblatt, 25/01/96).
La crítica proveniente de las propias filas y de los sindicatos menores debe ser sofocada al famoso estilo administrativo; en su rígida estructura burocrática, con funcionarios de alto rango situados de facto en los cargos por órdenes de arriba, los sindicatos desconocen un proceso verdaderamente abierto para formar la opinión. La cúpula sindical de los metalúrgicos, que rodea a Zwickel y Riester, cuenta en este sentido con el poderoso respaldo del tradicional sindicato «de derecha» de los químicos, el primero en convertirse en un cártel social de empleados de élite orientados por el mercado global:
• El presidente del Sindicato de los Químicos, Hubertus Schmoldt, advirtió del peligro de que, a causa de las discusiones internas, fracasase la propuesta de acuerdo laboral del Sindicato de los Metalúrgicos. En entrevista con Handelsblatt, dirigió duras críticas a las declaraciones escépticas de algunos círculos sindicales en los últimos días. [...] Según Schmoldt, ahora no sería la hora de los puntillosos, de aquellos que no están dispuestos a poner en cuestión los puntos de vista tradicionales de los sindicatos, como, por ejemplo, el de que la reducción salarial no genera empleos [!] [...] Todos los que, en el frente de discusión, levantan obstáculos que después no podrán ser desmontados sin una pérdida de autoridad, se arriesgan a reproducir en Alemania los episodios franceses [!]. [...] Schmoldt considera totalmente incomprensible el rechazo a los salarios escalonados debajo del mínimo por parte del Sindicato de los Bancarios. Aunque el acuerdo no haya provocado una reestructuración sustancial en el sector químico, este instrumento ya fue utilizado, como afirma Schmoldt, quien se dice feliz por cada uno de los desempleados que pueden así [!] ser integrados al mercado de trabajo.
Lo que está detrás del Acuerdo de Trabajo de Zwickel es puesto aquí al descubierto, a saber: nada menos que un giro sindical francamente absurdo rumbo al neoliberalismo de mercado. Desde el punto de vista político-económico, se trata del giro del keynesianismo al monetarismo, de la política de demanda (deficit spending, fortalecimiento del poder de compra de las masas) a la política de oferta (reducción de los costes, incentivos a las exportaciones en detrimento del poder de compra interno). Este es el estadio final de la eliminación radical de cualquier actitud crítica al sistema: si el antiguo movimiento trabajador todavía ostentaba tanto ideas teñidas por el socialismo de Estado como momentos de trascendencia utópica, después de la II Guerra Mundial tal postura se redujo en los países de Occidente al keynesianismo, que representaba, por decirlo así, una versión «débil» del intervencionismo social de Estado compatible con el capitalismo occidental. A la par de ello, se dio el giro «político-científico» de una teoría basada en Marx hacia un positivismo rastrero a lo Popper en la socialdemocracia y en los sindicatos (de modo más inequívoco y abarcador en Alemania que en el resto de Europa Occidental). Ahora, los alpinistas colgados de la misma cuerda que Zwickel, en conjunto con los «modernizadores» del SPD, están listos para echar por tierra el keynesianismo y dar así el último paso en dirección a la aceptación total de la economía pura de mercado.
El significado de esto se vuelve explícito al compararlo con la disputa en Francia. La iniciativa de Zwickel está próxima a la posición de Alain Touraine, con la diferencia de que no se trata de una mera declaración pública de intelectuales, sino de un giro institucional. La posición de Bourdieu, al contrario, puede ser entendida como fiel al keynesianismo. Lo mismo vale para la invocación del contexto económico nacional, pues ya Keynes tenía plena conciencia de que su teoría de la regulación e intervención estatales sólo era posible en un contexto económico restringido a las naciones, razón por la cual llegó hasta a advertir contra una expansión violenta del mercado mundial. Keynesianismo, economía nacional y nacionalismo social componen un todo lógico. No queda duda tampoco de que el implícito keynesianismo nacionalista de la corriente de Bourdieu ya no constituye un keynesianismo reformista «para todos», sino tan sólo un keynesianismo en defensa del statu quo y de la limitación de los daños sociales para la nación, que no dispone más de la perspectiva de cambio y ya no puede integrar a los excluidos.
Sin embargo, la transición de los sindicatos hacia una política neoliberal de oferta significa mucho más que la mera aceptación ideológica de la economía de mercado: encierra la aceptación de que toda reproducción social incapaz de probarse como «regular» y económicamente rentable bajo las nuevas condiciones de la globalización simplemente tiene que desaparecer. Aunque la expresión «acuerdo de trabajo» posea, sobre todo en Alemania, fuertes ecos nacionalistas (evoca casi forzosamente el «frente del trabajo» y la «comunidad popular» nacional-socialistas, de la misma forma, además, que el llamamiento francés de Touraine tiene bases nacionalistas), el abandono contenido en ella del keynesianismo y de la política de demanda anuncia implícitamente el fin del fundamento nacional del nacionalismo social contemporáneo.
El nuevo nacionalismo social, de base monetarista y apoyado en la política de oferta, ya no es, bajo el signo de la globalización capitalista, un verdadero nacionalismo, o es más bien un nacionalismo de segunda clase. No sólo los países perdedores «externos», sino también las masas de perdedores sociales «internos» deben ser rebajados al nivel de una realidad salarial miserable en la economía de mercado. La inflexión hacia la ideología de la exportación y de reducción de los costes equivale al deseo de poner en marcha un vagón de primera clase reservado a la minoría de los empleados de élite, aptos para la competencia global en la pura economía de mercado, y, acoplados a él, vagones de carga con trabajos forzados y salarios de hambre para los perdedores. Con la correspondiente insolencia neoliberal, los adeptos de Zwickel se apresuran a imponer tal perspectiva aterradora como «garantía de empleo» e «integración de los desempleados en el mercado de trabajo», en tanto que la simple mención de luchas sociales, incluso en el limitado sentido keynesiano, es denunciada como el supuesto fantasma de los «episodios franceses».
Lo que aún queda entonces para los desechos sociales del material humano ya no aprovechable por el capitalismo nos es contado, con el discreto encanto del técnico social ultramoderno, por Klaus Lang, consultor personal de Zwickel, al ejercitarse en contorsiones sociodiplomáticas en un balance del Acuerdo Laboral:
• ... La programada reducción de la base de cálculo para la ayuda al desempleo individual fue disminuida del 5 al 3%. El proyecto del gobierno, que preveía una reducción del 5%, fue decidido mucho antes de la iniciativa del Acuerdo. Sin esta iniciativa, ¿de dónde partiría la presión pública para que la coalición gubernamental diera marcha atrás en su propósito? [!] Si no es ciertamente un éxito arrebatador, ya es, sin embargo, un pequeño paso (Frankfurter Rundschau, 14/02/96).
Semejante burla a la capacidad sindical de combate, que adopta como medida de «éxito» el grado de disminución de los beneficios para los más pobres, es algo insólito incluso en la historia social alemana. Los desocupados acabarán por darse cuenta de que las instituciones de caridad los amparan mejor aun que los sindicatos.
Que la «integración al mercado de trabajo» (no importa a qué precio) se convierta en objetivo supremo, como si las personas fuesen incapaces de desear algo mejor, es obviamente una especulación con la conciencia de las masas, que se halla hoy languideciente. Con toda evidencia, es también una reacción a la efectiva caducidad del keynesianismo, pues la política del deficit spending de hecho fracasó, y sus beneficios jamás fueron más allá de un premio nacionalista de algunos pocos países de la metrópolis capitalista. En este sentido, una posición como la de Bourdieu es también insostenible, ya que volviéndose «contra la destrucción de una civilización» sólo tiene en vista la civilización keynesiana del «capitalismo social» de la posguerra. Tal civilización keynesiana del Estado de bienestar social y del «servicio público» llega al fin en todas sus ciudadelas, en Francia y en Alemania, así como en Suecia. Con todo, ello sólo indica que las posibilidades de una política social aceptable en el interior del sistema de mercado están completamente agotadas. Pero es esto justamente lo que los sindicatos, con su inesperada embestida, blandiendo una política de oferta y de reducción de costes, no quieren admitir.
La iniciativa de Zwickel excede así al propio desarme programático de los sindicatos –una propuesta que sólo debe ser coronada en el otoño de 1996, con ocasión del congreso de la Liga Alemana de Sindicatos (Deutscher Gewerkschaffsbund) en Dresde–, con un keynesianismo reducido al mínimo del pudor, que «rechaza la formulación de proyectos alternativos cerrados en sí mismos» (en palabras de Meyer, presidente de la Liga muerto precozmente en 1994, en su réplica al programa de directivas de la Liga en el año 1981). En el Acuerdo de Trabajo no se descubre el menor vestigio siquiera de un keynesianismo púdico. De ahora en adelante, la Liga de los Sindicatos puede ahorrarse un programa y un congreso (¿una contribución a la reducción de costes?)
Cuestión completamente diferente, sin embargo, es saber si tendrán futuro los sueños de florecimiento capitalista que los «modernizadores» alimentan por un sindicato con legitimación social drásticamente reducida, y si el «descuento Zwickel» (en la jerga sindical) permitirá efectivamente el ingreso en un cártel minoritario de la globalización. En rigor de verdad, una política sindical neoliberal es una contradicción en los términos. Encaminarse por una línea de reducción de costes basada en la política de oferta significa la abdicación definitiva de los sindicatos, o sea, la pérdida de legitimación, con el abandono de toda crítica del sistema, y confirmada ahora a gran escala en el aspecto práctico. El programa suicida de Zwickel no protege siquiera a los empleados de élite y, además, conduce a una reducción generalizada del nivel social y salarial. De hecho, es ilusorio suponer que el abandono de los mínimos salariales y de las condiciones de trabajo reglamentadas puede restringirse a un segmento social. La aceptación de salarios de ingreso por debajo del mínimo es el principio del fin de los salarios mínimos en general.
En el propio microcosmos empresarial se comprueba con ejemplos concretos que el Acuerdo de Trabajo reposa desde el comienzo sobre el masoquismo social de los empleados de élite:
• Un acuerdo de trabajo propio es practicado hoy por la Mercedes-Benz en conjunto con el consejo administrativo, en la nueva línea de montaje de Bad Cannstatt. La fábrica del futuro, presupuestada en 800 millones de marcos, trabaja con la más alta tecnología las 24 horas del día y, si es necesario, también los sábados. En septiembre, fecha del inicio de la producción, los 900 operarios se muestran dispuestos a sacrificar incluso la denominada pausa de Steinkühler, de 5 minutos por cada hora de trabajo. Además, se someten a un nuevo sistema salarial y trabajan en grupos, según patrones exactos de calidad y productividad (Die Woche, 12/01/96).
Los vocablos centrales de los nuevos empleados de élite no son «confort» y «salario alto», sino «sacrificio» y «sumisión», «alta productividad» que bordea los límites físicos y psíquicos, en actividad individual o en grupo, sin consideración para los más débiles. El «privilegio» del trabajador individualizado, apto para la «olimpíada» de la alta productividad en velocidad récord, consistirá en ser inclementemente explotado, con el fin de estar a los 40 años a punto para el psiquiatra o la morgue. Para esto los sindicatos son absolutamente superfluos.
Aparte de los patrones sociales y el derecho a la existencia de los sindicatos, la cuestión es si la política de oferta y la reducción de los costes sociales, en general, pueden subsistir como proyecto de salvación del sistema (signado colectivamente por la redención de la economía de mercado). Un pasaje de la teoría de la crisis de Marx, retomado por Rosa Luxemburgo, se refería al subconsumo estructural de las masas como factor de crisis del propio capital. Principalmente desde la era fordista de un capitalismo inclusivo, orientado a la producción masiva altamente organizada, el poder de compra de las masas es conditio sine qua non para una exitosa acumulación de capital. Si el poder de compra de las masas es pulverizado radicalmente por el desempleo masivo, por la reducción de los beneficios sociales y por la retracción de los servicios públicos o de las inversiones estatales, entonces lo que se pone en jaque no es sólo la reproducción social, sino también la capacidad de existencia y el funcionamiento económico del propio capitalismo. Mediante la globalización económico-empresarial, tal problema no es superado, sino únicamente globalizado él mismo: en este plano, retornará sobre el capital con furia redoblada. Es por ello por lo que, ya a medio plazo, el neoliberalismo monetarista es un programa suicida del modo de producción capitalista.
Justamente, este problema forma parte del núcleo de la teoría de Keynes y es el trasfondo de la política de demanda del deficit spending (originalmente bajo el influjo de la crisis económica mundial de 1929-33). La teoría keynesiana, por cierto, padecía de insuficiencias, pues no era una teoría de la crisis del modo de producción capitalista, sino, sobre todo, una teoría superficial, con vistas a la salvación del sistema. Lo mismo vale para el keynesianismo de izquierda con algunas incursiones pudorosas en Marx, representado en Alemania por el grupo Memorandum, de profesores de izquierda, que durante mucho tiempo encontró acceso en la argumentación sindical. El escaso poder de compra de las masas es considerado aquí, en el más bello estilo positivista, como un fenómeno aislado al alcance de la «regulación política» y de la intervención estatal. En última instancia, se apela a que el capitalismo se compadezca de sí mismo y reconozca el fortalecimiento del poder de compra de las masas como un necesidad «política» del sistema.
En Marx, al contrario, el escaso poder de compra de las masas no es analizado como un fenómeno de crisis aislado, regulable por el Estado o por la política salarial, sino como una limitación interna, estructural y objetiva de las relaciones capitalistas. No se trata tampoco de un mero límite externo a la «realización» de la plusvalía producida en el mercado (como se lee en Rosa Luxemburgo), sino de una producción escasa de la propia plusvalía suficiente, que, a su vez, se halla en la base del fenómeno superficial de un carente poder de compra de las masas. La forma-fetiche «valor», adoptada positivamente tanto por la teoría económica como por el movimiento trabajador, no tiene nada que ver con la cantidad material de bienes producidos, sino sólo con el volumen cuantitativo de trabajo en ella incorporado, en relación con el respectivo patrón de rentabilidad. El capital, por medio del aumento de la productividad mediado por la competencia, tiende a producir una cantidad cada vez mayor de productos materiales con cada vez menos trabajo, pero su verdadero objetivo es la acumulación de la cantidad de trabajo encarnada en el dinero. Ocurre, por tanto, que con una productividad «muy elevada» (desde la perspectiva de la valorización) el capital ya acumulado no puede ser más reinvertido de modo suficientemente rentable («superacumulación»). La caída del poder de compra de las masas y de los ingresos estatales indica así sólo la caída de la producción real del valor y en sí misma no está en modo alguno al alcance de una regulación «política» y externa; demarca, más bien, las fronteras del propio sistema. Superacumulación y subconsumo son las dos caras de la misma moneda.
La teoría de la crisis de superacumulación ya fue expuesta con acierto en el interior del marxismo de los movimientos trabajadores (como en el caso de Paul Mattick) contra los keynesianos de izquierda y su argumentación aislada y simplificada del subconsumo. Condicionado por la época, Mattick, sin duda, dejó abierta la cuestión de un límite histórico absoluto de la acumulación, de la misma manera que formuló (también condicionado por la época) la cuestión de la superación del sistema aún en los antiguos términos sociológicos de la lucha de clases. En el pasado, de hecho, el límite del sistema que se manifestaba en las crisis siempre podía ser extendido, en la medida en que nuevos campos de valorización del trabajo abstracto se abrían en niveles siempre superiores –lo que ocurrió por última vez, como se sabe, con el boom del milagro económico después de la II Guerra Mundial. La ilusión keynesiana pudo sustentarse no porque el keynesianismo funcionase, sino porque la acumulación de capital rendía por sí misma una producción real de valor suficiente para poder alimentar el deficit spending/9. Desde que, con el fin del fordismo y con la revolución microelectrónica, la crisis de la producción real del valor retornó en gran escala y la superacumulación del capital dejó de ser meramente cíclica para convertirse en estructural, se puso de manifiesto, al mismo tiempo, la insostenibilidad de un programa de auxilio externo y «político» del poder de compra social. Y precisamente aquí reside el fracaso del keynesianismo en los países de la metrópolis capitalista.
El retorno a la política de oferta, sin embargo, sólo hace que se acelere y se agrave la crisis. Según todo indica, se han alcanzado las fronteras históricas del modo de producción capitalista –fronteras éstas que ya no pueden ser extendidas. Por miedo a la muerte, los sindicatos a lo Zwickel prefirieron abiertamente cometer suicidio al lado del capitalismo, antes que ofrecer resistencia social y desarrollar una alternativa innovadora al sistema. La política de la «adaptación radical» es ingenua, porque lo que está en juego, en verdad, es la adaptación al colapso del sistema de trabajo asalariado. Este colapso será confirmado incluso si las instituciones sociales no lo quisieran admitir. Como es evidente, sólo las fuerzas de la barbarie, del terror y de la locura serán capaces de ejecutar sobre sí mismas, en el transcurso de la crisis, el veredicto del sistema.
NOTAS
8. Sozialdemokratische Partei Deutschlands (Partido Socialdemócrata Alemán) (N. del T. port.).
9. Cfr. Kurz, Robert: «Der Himmelfahrt des Geldes» [«La ascensión del dinero a los cielos», reproducido por Pimienta negra], Krisis, nº 16/17, 1995.