PARADOJAS DE LOS DERECHOS HUMANOS
Atrapadas en la visión del mercado, que reconoce al ser humano sólo como una abstracción social, las organizaciones de defensa y protección de las víctimas están condenadas al fracaso.
Desde siempre han existido ideas en cuyo nombre los ejércitos fueron puestos en marcha, los seres humanos muertos, los países devastados y las ciudades destruidas. La última potencia mundial y sus vasallos no constituyen ninguna excepción: junto con los portaaviones, los tanques y los helicópteros de combate del ejército de invasión a Irak, la idea de los derechos humanos es nuevamente movilizada para poder presentar al mundo un documento legitimador. Pero lo notable es que los críticos de este proceso apelen a las mismas ideas. Los millones que han protestado en todo el mundo contra los planes de guerra no hablan un lenguaje ideológico diferente al del gobierno norteamericano.
Cuando se trata de principios, Noam Chomsky dice lo mismo que George W. Bush. Es en nombre de los derechos humanos que cae la lluvia de bombas; es en nombre de los derechos humanos que se asiste y se consuela a las víctimas.
Usualmente los críticos dicen que la realidad no concuerda con las ideas. Si hay un derecho humano a la vida y a la integridad física, ¿cómo se puede aceptar entonces que las intervenciones militares occidentales maten a más personas inocentes que las atrocidades de los dictadores y de los terroristas?
Los EE.UU., es lo que se dice, utilizan los derechos humanos sólo como un pretexto para los intereses totalmente profanos del poder y de la economía; no les interesa la situación jurídica de la población, sino sólo el petróleo. Y por eso, así prosigue el argumento, existen dos pesos y dos medidas: en todas partes donde los que ostentan el poder se destacan por su buen comportamiento, dejando por ejemplo que los bombarderos norteamericanos se estacionen en sus territorios (como en Turquía, probablemente, o en Arabia Saudita), la autonombrada policía mundial occidental no ha de objetar nada contra el pillaje, la persecución y la matanza de grupos enteros de la población o contra las condiciones dictatoriales. Ninguno de estos argumentos es en absoluto falso, en lo que concierne a los hechos. El problema reside en la interpretación de estos hechos. ¿Se trata simplemente de una incoherencia del poder imperial occidental, que avasalla sus propios principios? En tal caso se podría de algún modo reclamar esos principios, por lo menos según su naturaleza, y el poder puro quedaría sin legitimación. ¿O las cosas ocurrirían de otra manera, y las intervenciones en nada humanitarias corresponden completa y realmente a la lógica de los derechos humanos? En este caso el error estaría del lado de los críticos, que ignoran la esencia de dichos principios. A primera vista, esta última idea parece absurda. ¿El contenido de los derechos humanos no consiste justamente en el reconocimiento universal de todos los individuos de modo igual, sin ninguna diferencia? ¿Cómo puede ser entonces compatible con los derechos humanos la falta de respeto a la vida de tantos individuos? Quien argumenta de este modo olvida que el procedimiento totalmente normal y cotidiano de la socialización global a través de los mercados implica un no-reconocimiento permanente de innumerables vidas humanas. Cuando los bombarderos «high-tech» de los EE.UU. arrojan su carga fatal sobre justos e injustos, sólo ejecutan activa y violentamente la misma lógica que se efectúa, en una extensión mucho mayor, pasiva y silenciosamente, a través del proceso económico. Año tras año mueren millones de personas (incluso niños) de hambre y enfermedades por la sencilla razón de que no son solventes.
Un ser solvente
Es verdad que el universalismo occidental sugiere el reconocimiento irrestricto de todos los individuos, en igual medida, como «seres humanos en general», dotados de los célebres «derechos inalienables». Pero, al mismo tiempo, es el mercado universal el que constituye el fundamento de todos los derechos, incluyendo los derechos humanos elementales. La guerra por el orden del mundo, que mata a las personas, es llevada a cabo en favor de la libertad de los mercados, que igualmente mata a las personas y, junto a ella, también en favor de los derechos humanos, ya que éstos no son imaginables sin la forma del mercado. Tenemos que hacer frente a una relación paradójica: reconocimiento por medio del no-reconocimiento, o, a la inversa, no-reconocimiento por medio del reconocimiento. La aparente contradicción se disuelve si preguntamos por la definición de ser humano que subyace a esa paradoja. La primera fórmula de esta definición reza: «El ser humano» es en principio un ser solvente. Lo que naturalmente significa, en consecuencia, que un individuo por completo insolvente no puede ser en principio un ser humano. Un ser es tanto más semejante al hombre cuanto más solvente es, y tanto más inhumano cuanto menos satisface ese criterio. Si en su testamento un millonario excéntrico lega su fortuna a su perro, de acuerdo con esa lógica el animal así enriquecido es un ser humano en mayor grado que un niño de una chabola. Con todo, la solvencia constituye en este ejemplo sólo una característica externa contingente. Pero si entendemos la definición de ser humano como una relación social, que naturalmente un animal no puede contraer, entonces la característica de la solvencia indica que se trata de un sujeto del sistema productor de mercancías. Únicamente un ser que gana dinero puede ser un sujeto del derecho. La capacidad de entrar en una relación jurídica está ligada, por lo tanto, a la capacidad de participar de alguna manera en el proceso de valorización del capital.
Derecho natural y social
Según esta definición, el ser humano tiene que ser capaz de trabajar, necesita venderse a sí mismo, o vender alguna cosa (en caso de necesidad, los propios órganos del cuerpo), su existencia debe satisfacer el criterio de la rentabilidad. Este es el supuesto tácito del derecho moderno en general, o sea, también de los derechos humanos. Al principio, este derecho fue llamado «derecho natural». En particular, los filósofos de la Ilustración occidental veían a los individuos como si hubiesen salido del cuerpo materno directamente al mundo en la forma «natural» de un sujeto de derecho. Sin embargo, esta forma es puramente social, es tan poco «natural» como un contrato de alquiler o el plano de un misil intercontinental. Había sólo una razón ideológica para hablar aquí de «naturaleza»: las formas sociales del moderno sistema productor de mercancías, del «trabajo» abstracto, de la racionalidad empresarial y del mercado total eran consideradas las formas «naturales» de la convivencia humana. El ser humano, así se afirma hasta hoy, se socializa a través de mercancías, dinero y mercado según «leyes naturales», exactamente como el castor construye diques y la abeja recoge néctar para la colmena. Y, puesto que el mercado presupone que los seres humanos concluyen contratos jurídicos para todos sus procesos vitales, la supuesta naturalidad del capital y del mercado necesitaba incluir también una supuesta naturalidad del ser humano como sujeto de derecho. Los derechos humanos deberían ser sólo la garantía elemental de esa forma social: el reconocimiento universal del «hombre» exclusivamente según esa definición. Sin embargo, toda vez que el ser humano real, el individuo vivo, no nace en modo alguno, conforme a un automatismo biológico, en calidad de sujeto de la valorización y del derecho, se abre una laguna sistemática entre la existencia real de los individuos y esa forma social. De cierta manera, esa laguna no es sólo una laguna «ontogenética», atinente a los hombres individuales, sino también «filogenética», ligada al desarrollo histórico de la sociedad. Pues la constitución del capitalismo y de la forma jurídica universal correspondiente fue tan poco natural que solamente en la modernidad ese sistema surgió y se impuso contra las vigorosas resistencias del ser humano. Originariamente, el «trabajo» abstracto no fue un «derecho» por cual todos los hombres habrían suspirado, sino una relación de coerción, impuesta con violencia de arriba para abajo, a fin de transformar a los seres humanos en «máquinas de hacer dinero». Se puede observar ahí un doble entrelazamiento paradójico de «reconocimiento» y «no-reconocimiento» en la forma jurídica moderna. El derecho implica, según su esencia, una relación de inclusión y exclusión. Universal es únicamente la pretensión al dominio absoluto de esa forma. Como ya fue mostrado en la característica externa de la solvencia, se trata del dominio de una abstracción social, encarnada en la forma del dinero y, por consiguiente, del derecho. Pero esa forma abstrae justamente la existencia física, las carencias corporales, sociales y culturales del ser humano, reduciéndolo a un mero ser-ahí, en la calidad de unidades de gasto de energía para el fin en sí mismo de la valorización monetaria. El «ser humano en general» al que apuntan los derechos humanos es un ser meramente abstracto, esto es, el ser humano en cuanto portador y al mismo tiempo esclavo de la abstracción social dominante. Y sólo como tal ser humano abstracto, es universalmente reconocido. Sin embargo, esto significa que tal reconocimiento incluye un no-reconocimiento: las carencias materiales, sociales y culturales son excluidas justamente del reconocimiento fundamental. El hombre de los derechos humanos es reconocido sólo como un ser reducido a la abstracción social; por tanto, es reducido, como expresó recientemente el filósofo italiano del derecho Giorgio Agamben, a una vida «desnuda y cruda», definida puramente por un fin exterior a él.
Pretensión totalitaria
El famoso «reconocimiento» es en realidad una pretensión totalitaria hacia la vida de los individuos, que son forzados a sacrificar abiertamente su vida por el fin, tan banal como realmente metafísico, de la valorización infinita del dinero a través del «trabajo». Sólo secundariamente, para un resto de vida que sirve en verdad sólo para la regeneración en pro del fin totalitario, se les permite cualificar su propia vida real. La satisfacción de sus necesidades es solamente un producto residual de aquel automovimiento metafísico del dinero al que están sometidos justamente por medio de su reconocimiento como sujetos abstractos del derecho. Este reconocimiento paradójico (del ser humano abstracto) a través del no-reconocimiento (del ser humano vivo y social) obtiene su notable fuerza de persuasión del hecho de que las cosas podrían ser peor. Pues el no-reconocimiento relativo contenido en ese reconocimiento meramente abstracto puede convertirse en cualquier momento en un no-reconocimiento absoluto, a saber: cuando los seres humanos se separan del movimiento totalitario del fin en sí mismo capitalista, esto es, cuando ya no pueden ser sujetos en ese sentido. En tal caso, pierden incluso la «capacidad de ser reconocidos» como seres humanos meramente abstractos, dejando de ser, conforme a aquella definición, seres humanos en general: en este aspecto, valen «objetivamente» sólo como un fragmento de materia, como meros objetos naturales, al igual que guijarros, colas de caballo o moscas de la batata. El marqués de Sade fue el primero en anunciar, ya en el siglo XVIII, esa consecuencia, con toda su argucia cínica. Bajo tal amenaza, el azar de ser reconocido meramente como ser humano abstracto, reducido, se transforma en la suerte dudosa de por lo menos poseer, de esta forma negativa y fantasmagórica, vigencia social y una cierta semejanza con el hombre. Aunque el reconocimiento sea meramente negativo y presuponga una sumisión, tampoco los «caídos» escapan a la pretensión totalitaria del sistema. La sumisión de los hombres a la forma abstracta es ennoblecida en «derecho humano» porque esa sumisión se considera una ventaja en relación con aquellos que ni siquiera están ya sometidos, sino completamente apartados del ser hombre.
Promesa como amenaza
Una vez que se abre aquella laguna sistemática entre la pura existencia de los seres humanos y el «derecho a someterse», los individuos no son por naturaleza «hombres» en ese sentido, sólo pueden transformarse en seres humanos así definidos y en sujetos de derecho mediante un selectivo «proceso de reconocimiento». El procedimiento de selección puede ser «objetivo» (según las leyes de la valorización y de la situación del mercado) o ser efectuado «subjetivamente» (según las definiciones ideológicas o políticas de «amigo» y «enemigo»).
De acuerdo con ese procedimiento, la existencia real de los individuos puede ser reprobada, al igual que una mercancía no reconocida por el mercado se considera «superflua». Y, en caso necesario, los misiles o, como «última ratio», las bombas atómicas terminarán definitivamente el «proceso de reconocimiento», a fin de reducir a los individuos ya no más susceptibles de reconocimiento a la categoría de materia física.
Por este motivo, la promesa de los derechos humanos es desde siempre una amenaza: si no se pueden llenar las condiciones tácitas que definen en la modernidad al «ser humano», entonces debe faltar el reconocimiento. Sin embargo, para la mayoría de las personas, esas condiciones tácitas actualmente ya no son alcanzables, aunque se esfuercen hasta llegar a la auto-renuncia, que consiste en acatar la sumisión a la forma abstracta del dinero y del derecho. El término de su existencia, en calidad de «daños colaterales» del mercado mundial o de las intervenciones de la policía mundial, es previsible.
Esta amarga constatación no levanta testimonio contra los motivos de muchos individuos y organizaciones que defienden a las víctimas en nombre de los derechos humanos y que muchas veces exhiben coraje frente a las fuerzas dominantes. Pero estos esfuerzos se parecen al trabajo de Sísifo, si no se consigue superar la forma paradójica y negativa de la sociedad mundial, que posee el poder de definición acerca de quién es de modo general un «ser humano» y que, por consiguiente, define los derechos humanos.
Marzo de 2003
Traducción del portugués: Round Desk
Versión portuguesa en: http://planeta.clix.pt/obeco